Tiene el lector todo el derecho del mundo a preguntarse quién fue Joseph Hergesheimer, un autor norteamericano hoy tan desconocido entre nosotros como difícil de escribir y de pronunciar es su apellido.
Se trató de un escritor nacido en Filadelfia en 1880, anterior al gran boom de la literatura norteamericana del siglo XX, con representantes tan sólidos que más de uno se alzó con un Premio Nobel, en tanto otros igualmente célebres con Nobel o sin Nobel, nos remiten a un ciclo de oro de las letras estadounidenses, que llevan al lector a pensar en los nombres de Sinclair Lewis, William Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, John Dos Passos…
Sin embargo, Joseph Hergesheimer no fue un intrascendente, como veremos. Por el año de 1914 publicó su primer libro: The Lay Anthony. El escritor tenía ya 34 años, pero como el flujo sanguíneo, incontenible, aparecieron a partir de esa fecha varios volúmenes más de relatos, impresiones de viajes, cuentos, crítica, biografías y novelas; alcanzó su mejor momento de crítica y lectores por los años 20. Cuando el prolífico Hergesheimer decidió cerrar sus cuadernos, guardar la pluma y retirarse en 1940, andaba por las tres decenas de títulos publicados. Algunos de ellos —The Three Black Pennys, 1917; Java Head, 1919, y Balisand, 1924— alcanzaron a ser clásicos de la literatura norteamericana de posguerra. También fue versionado en la televisión y el cine.
Y ahora lo que más nos concierne y justifica estos apuntes, porque no deja de ser una curiosidad literaria y un asunto poco conocido.
Hergesheimer llegó a La Habana hace un siglo, con la primavera de 1920, en los momentos en que con menos agobio puede el viajero andar y desandar la ciudad. Él, que venía con el objeto de la búsqueda de nuevos colores para sus descripciones, de seguro los halló. Se relacionó con los intelectuales, revisó los diarios, degustó los platos típicos, visitó los cafés, los teatros y las tertulias. De resultas de todo ello se editó en octubre de aquel mismo año, en Nueva York, su libro San Cristóbal de La Habana, donde da curso a una prosa verbosa, de ameno pintoresquismo, en un volumen de más de 200 páginas.
Allí se lee:
“Al contemplar el mar azul, tuve el presentimiento de que miraba algo que debía de tener para mí una peculiar importancia (…) Parecía la isla insólitamente sólida y aislada, completa en sí misma, como una flor en el aire y saturada de poesía. Ese fue mi sentir inmediato de Cuba.”
Este otro pasaje le adentra en el más que centenario hotel Inglaterra:
“El vestíbulo profundo, con sus planos reflejos de luz atenuada y sus sirvientes vestidos de lino blanco; el patio, con su surtidor, sus arcos de irisados azulejos; el comedor de mármol, con las armas de Poncio Pilatos en un panel; el bronceado lustre de las baldosas y las grandes ventanas, que daban al Parque [Central] exactamente como yo lo había esperado, producían la sensación de un extraño dominio.”
Dos obras más de Hergesheimer abordan el tema cubano: The Bright Shawl, de 1922, editada en español con el título El mantón esplendoroso, la cual transcurre en la Cuba colonial de 1880, cuando reverbera la agitación revolucionaria a favor de la independencia; y Cytherea, fechada también en 1922, aunque con versión al español de 1944 bajo el sugestivo título de La mujer y su imagen, historia de amor y frustración.
Según el crítico y teatrista José Antonio Ramos, en artículo aparecido en el mensuario Social de mayo de 1920, no se trata de textos que incorporen “un ápice de gloria a los dos: ni al autor ni a Cuba”.
No obstante, Joseph Hergesheimer merece un recuerdo: elegante, de palabra fluida, amante del detalle descriptivo, del colorido, de la belleza, su pupila se repletó de simpatía y afecto al paso por La Habana.
¿Quién lo diría? Un siglo después todavía nos acordamos de él.
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