Karl Kraus (28 de abril de 1874 – 12 de junio de 1936) fue un eminente escritor y periodista austríaco, conocido como ensayista, aforista, dramaturgo y poeta. Generalmente es considerado un importante escritor satírico por su crítica ingeniosa de la prensa, la cultura y la política alemanas y austriacas. El 1 de abril de 1899 renunció al judaísmo, se bautizó como católico y fundó su propio periódico, Die Fackel (La antorcha), que dirigió, publicó y escribió hasta su muerte y desde el cual lanzó sus ataques sobre la hipocresía, el psicoanálisis, la corrupción del imperio Habsburgo, el pangermanismo nacionalista, la política de no intervención, la marcha de la economía y muchas otras numerosas «bestias negras». La lengua era para él la más importante reveladora de los males del mundo. Vio en el tratamiento descuidado de sus contemporáneos hacia la lengua un signo de descuido del mundo en general. En esta oportunidad compartimos algunos aforismos de su libro Pro domo et mundo de 1912, más conocido en español por el título Contra los periodistas, cuyas altas dosis de sátira lo ha hecho un volumen incómodo en muchas épocas históricas.
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¿Por qué no habrá la eternidad querido abortar este engendro del tiempo? Su lunar de nacimiento es un timbre de periódico, su alhorre es del color de la letra impresa y es tinta lo que discurre por sus venas.
«Lo verás con tus ojos, pero no comerás de ello», Para los increyentes actuales se ha cumplido esta sentencia de otra manera. Comen lo que no les es dado ver. Prodigio este que es corriente dondequiera se viva la vida de segunda mano: la de los fariseos y eruditos.
Nuestra época se comporta de tal guisa que, convicta de evolución, parece impedida por el perfeccionismo para participar en ella personalmente. Su duración consiste en un aval de garantía que impone al mecánico una grave responsabilidad; pero dura esta seguramente tanto como dicho aval. Es posible, con todo, que la Edad de Piedra y la de Bronce hayan sido más duraderas que la Edad del Papel.
Si un sastre se da aires, tendrá que meterse la plancha en el bolsillo. Quien no tiene personalidad deberá tener peso. Es de provecho escaso que el sastre forre de guata su tripa y que el periodista se atiborre de ideas ajenas. Es propia de aquel la plancha y no debe este avergonzarse del filisteísmo que le mantiene, y solo a él, en pie. Pero ambos creen ponerse a barlovento porque les da una ventolada.
¿Qué es un brinco sin sentido? ¿Qué es aún más inaprensible e inconsistente, más desfondado e imprevisible que el rumor? La prensa, que es el embudo de la bocina.
Los cuchillos dicen: «¡Sin nosotros no habría jamón!».
Los periodistas dicen: «¡Sin nosotros no habría cultura!». Los gusanos dicen: «¡Sin nosotros no habría cadáver!».
No tener una idea y poder expresarla: eso hace al periodista.
Los periodistas escriben porque no tienen nada que decir, y tienen algo que decir porque escriben.
El pintor tiene en común con el que lo es de brocha gorda que ambos se ensucian las manos. Y eso es precisamente lo que diferencia al escritor del periodista.
Que el esteta se haya sentido últimamente atraído por la política es algo que no precisa de motivaciones profundas, ya que tiene tan pocas como la política. Por eso se encuentran. La vida lineal envidia a la vida superficial porque esta es más ancha. El esteta podría también haber aprendido a valorar el color en el partido. Incluso un tricolor: ¡lo estoy viendo! Es como si hasta ahora no se hubiesen rendido honores bastantes a la belleza de una gorra jacobina; así de democráticamente se conducen hoy los hiperfinos. Confiesan un color, puesto que es un color. Han renunciado al mundo, ya que era un gesto renunciar al mundo; ahora buscan el mundo como gesto. Arden en ganas de vincularse con un artículo de periódico a la patria, al Estado, al pueblo o a cualquier otra cosa que huela mal, pero que es más duradera que la belleza por la que se sacrificaron en vano. Ya no quieren estar ociosos en un rincón; tienen sed de las hazañas ajenas. Es un espectáculo de circo: los artistas se retiran. Pero llegan los servidores de la política y trajinan los principios sociales, con lo cual levantan mucho polvo. El memo de turno, claro está, abigarrado de colores, hace gestos de disponibilidad y enmaraña la vida para prolongar la pausa.
Los artistas escriben ahora contra el arte y hacen campaña en favor de la anexión a la vida. Goethe mira, sin humanidad, «desde las colinas fantasmales, en las que los genios alemanes acaso se entiendan unos con otros, impertérritamente hacia su impertérrito país. Contentadizos perezosos cubren con su nombre una existencia vacía». ¡Pero que no haya cultura sin humanidad! Así se acalora alguno al que se aprecia por su prosa. Quiere una marsellesa para que su prosa no se oiga. Goethe guía la mano de quien la alza contra Goethe. Yo, en cambio, creo que en la obra de arte se ahorra lo que las energías espirituales inmediatas dilapidan. Humanidad no es el primero, sino el último efecto del arte. La humanidad de Goethe es un efecto a gran distancia. Hay astros que nunca son vistos mientras existen. Su luz tiene un camino anchuroso, y tiempo ha que se han apagado cuando iluminan la tierra. Son familiares a los noctámbulos: ¿de qué les sirve Goethe a los estetas? Su prejuicio consiste en que sin su luz no saben volver a casa. En realidad no tienen casa, y el arte significa para ellos tan poco como la pelea para los fanfarrones. También el esteta es demasiado cobarde cara a la vida; pero el artista sale victorioso de su huida ante ella. El esteta es un fanfarrón de las derrotas; el artista se mantiene sin participar en la lucha. No es un compañero de viaje. Su asunto no es ir con el presente, puesto que es asunto del futuro ir a su vera.
Que los artistas se comprometan en la buena causa siempre será mejor que si los periodistas favorecen la línea bella.
Si a los estetas les alegra el gesto con el que alguien roba de la Caja de Ahorros cinco millones, manifestando, además, públicamente, que la diversión que el escándalo aporta a un «par de sibaritas» vale más que la suma perdida, tendremos que decirles lo siguiente: si el gesto de dicha diversión es una obra de arte, somos entonces nobles y no importa que se pierda un millón más o un millón menos. Si de ello resulta un editorial de prensa, se despierta nuestro sentido social y ni siquiera aprobamos cuatro cuartos para el gaudium. Si la bancarrota estatal es una obra de arte, el mundo cobrará en ella su negocio. Claro que no es eso lo que notamos en el presupuesto doméstico; condenamos entonces la estética popular que disculpa a los ladrones sin indemnizar a los robados.
La idea, asumida de buenas a primeras y reducida a opinión popular, es un peligro. Solo si los revolucionarios están bajo siete llaves tendrá la reacción oportunidad de trabajar en la desmaterialización de la idea.
Un individuo puede hundir la libertad más fácilmente que una individualidad la coacción.
Una forma de sociedad que lleva a la libertad a través de la coacción quizá se quede a medio camino. La que conduce a la arbitrariedad por la libertad está siempre en la meta.
Alguna vez habrá que decirle al ciudadano que con la señal de «adelantar por la derecha, desviar por la izquierda» ha hecho el Estado caso omiso de su libertad.
Democracia significa poder ser esclavo de cualquiera.
Quizá resultase mejor que los hombres tuviesen bozales y los perros, leyes; que se llevase a los hombres con correa y a los perros, con religión. La rabia decrecería en la misma medida que la política.
Los importunos buhoneros de la libertad que, cuando el pueblo ya no quiere comprar nada, desembragan el preservativo de la educación quedarán por cierto tiempo contentos del éxito de su entrometimiento. La cultura se las ha habido siempre de buen grado con el servicio doméstico.
El liberal no se recata en aducir contra el tirano los argumentos del santurrón.
El nacionalismo es un hervidero en el que se incrusta cualquier otra idea.
Han creído los judíos haber procurado una prueba sólida de su capacidad de asimilación al apropiarse de manera exagerada de las oportunidades cristianas. Con lo cual han aumentado considerablemente las oportunidades judías. No; ya no están entre ellos: lo están los otros. Y deberá pasar tiempo hasta que se descarte la antinomia según la cual Samuel no suena tan bien como Sigfrido. ¡Que los mundos no son uno, si uno de ellos lleva el traje del otro y este otro ha tenido, por eso, que quitárselo! Pero que sea bienvenido el nacionalismo judío, así como cualquier otro retroceso desde una cultura seudónima hasta un contenido cultural para el que de nuevo es un valor ser un problema.
Con frecuencia, el historicista no es sino un periodista vuelto del revés.
¿Qué es un historicista? Alguien que escribe demasiado mal para poder colaborar en un periódico.
El periodismo ha apestado al mundo con cierto talento; el historicismo, sin ninguno.
El periodismo vienés no va más allá de los protagonistas de historietas y de los mirones. Es divertido u observador. En cambio, en Berlín se ocupa hasta de la psicología. Pero la fatalidad de todo espíritu de segunda mano consiste en que su nadería salta más claramente a la vista cuando se atreve con tareas más graves. El chismoso es, desde luego, una de las criaturas más denostadas que progresan en nuestro clima espiritual. Tiene, sin embargo, una mayor conexión con la naturaleza creativa que el mirón y, sobre todo, que el psicólogo; ambos utilizan únicamente los enseres domésticos del descaro, que el desarrollo técnico ha puesto en sus manos. El gracioso destaca, por sus aptitudes inanes, sobre la maña del mirón, igual que a su vez este sobresale con ventaja por encima de la educación inane del psicólogo. Son todos ellos los tipos fundamentales de la miseria espiritual, entre los cuales tienen sin duda sitio tantas variedades como oportunidades para los clichés depara el mundo orgánico del espíritu. Cerca del mirón está el esteta, que se distingue por su amor a los colores y su sentido de los matices, así como percibe en las cosas del mundo aparente la porquería que se mete entre las uñas. Puede también amalgamar con el psicólogo una especie peculiar de reportaje festivo, tipo muy del agrado de Berlín y de Viena, que desde posibilidades y contextos alcanza nuevas añoranzas y compensa con adjetivos orgiásticos lo que la naturaleza le ha negado en cuanto a sustantivos. En el súbito tránsito que precisamente este tipo lleva a término desde la carrera comercial hasta la literatura, un diálogo como el siguiente no sería mero azar, sino la fórmula exacta de las complicaciones de una vida espiritual finamente diferenciada: «¿Ha pagado Pollak?». «No, pero tiene gestos hieráticos.»
Un folletonista: un agente de cambio. También el agente de cambio tiene que ser rápido y dominar el lenguaje. ¿Por qué no contarle entre los
literatos? La vida tiene especialidades. Aquel puede ejercitarse en este y este en aquel, cada uno en cada cual. La suerte es ciega. Los destinos determinan al hombre. Sabemos muy bien lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser. ¿Por qué se cuenta precisamente al folletonista entre los literatos?
Resulta difícil distinguir del fraude la autenticidad del arte. A lo sumo se reconoce el fraude en que exagera la autenticidad. A la autenticidad la reconocemos a lo sumo en que no se adapta a su público.
Hoy en día no se diferencia el ladrón del robado: ninguno de los dos tiene cosas de valor.
El mejor periodista de Viena es capaz de exponer en cada momento lo que hay que saber sobre la carrera de una condesa y sobre el ascenso de un globo, sobre una sesión parlamentaria y sobre un baile de la corte. En Hungría se puede apostar por la noche a que el barón de los zíngaros estará en su sitio con su orquesta en el plazo de media hora; se le despierta, busca a tientas el violín, despierta él al cimbalista, todos saltan de la cama a los coches, y en media hora todo marcha a las mil maravillas, fiel, melancólica, reposada, demoníacamente y mucho más. Ventajas prácticas son estas que solo infravalorará quien no conozca las indigencias de este mundo o no tenga parte en ellas. Todo consiste en la buena disposición. ¡Si por lo menos el mundo no fuese injusto! Dice que fulano es el mejor periodista del lugar, y lo es sin duda alguna. Pero jamás dice que fulano sea el cuentacorrentista más importante. Y, sin embargo, sirve al mundo tan bien como cualquier otro y está, como cualquiera, lejos, muy lejos del ocio literario.
Se podría vivir con los perfectos folletonistas, si no hubiesen puesto sus miras en la eternidad. Saben colocar valores ajenos, tienen en la mano todo lo que tienen en la cabeza y son frecuentemente muy refinados. Cuando se quiere decorar un escaparate no se llama a un poeta lírico. Acaso fuera capaz de hacerlo, pero no lo hace. Sí que lo hace el escaparatista, lo cual le proporciona su posición social que, con razón, le envidia el poeta lírico. También el escaparatista puede instalarse en la posteridad. Pero solo si el lírico le hace un poema.
Concibo de buen grado que la verdadera providencia impera sobre los favoritos del público en cuanto que la cruel ignorancia tras su muerte es compensada en vida. De lo contrario, no tendría sentido todo su trajín. Posteridad y allendidad rivalizan en descuidar a los que fueron las alhajas gremiales del tiempo y del lugar. Como allí y entonces no reciben menos, sino que aquí y ahora reciben más de lo que merecen, no se puede hablar en el fondo de represalia, sino únicamente de favor. Las puertas del infierno no les están abiertas, porque se pregunta al diablo por ellos, cuando están muertos, y ni siquiera él sabe dónde se encuentran. Solo la tierra se les abrió de par en par y los soportó mientras no estuvieron maduros para la nada. Sus libros, fieles a sus cuerpos, se desmenuzan en el polvo y debieran, por tanto, si la piedad y la sanidad tuviesen voz entre nosotros, ser con ellos depositados en los féretros. A cada cual lo suyo —¿quién menciona en el mundo sus nombres?—. Estaban en boca de todos mientras ellos mismos mantenían abierta la suya. Las fechas son desagradecidas, no conocen a quienes se han sacrificado por ellas; son lo bastante crueles para ahuyentar hasta a las fechas. Es como si hubiesen pugnado ansiosamente por el olvido. Ningún genio vive tan desconocido como un talento muerto. Lo que dejan es pura dejación, su palabra es un verbo indeterminado. Silenciados como muertos, porque están muertos —ni un perro quisiera estar tan muerto como ellos—.
Nunca ha sido tan largo el camino desde el arte hasta el público, pero tampoco ha habido nunca semejante artificio intermedio que escribe y lee de por sí, de tal manera que todos pueden escribir y entender y solo el azar social decide quién destaca como escritor o como lector en esa horda de gallinas que avanzan en contra del espíritu.
Una riqueza, que mana desde cientos de segundos términos, permite a la prensa otorgarse el lujo de la literatura en días festivos señalados. ¿Cómo se siente la literatura al brillar como una cadena de oro sobre el vientre publicitario de un advenedizo?
Por doquier se impone ahora en la población la tendencia a quitarle a la policía la parte espiritual de su trabajo. Si antaño, en cualquier sitio de Alemania, se llevaba a un redactor encadenado por las calles, no hay ahora un solo artista sin control ciudadano. Los representantes de las profesiones inteligentes se declaran hoy, sin excepción de lugar, en Alemania, dispuestos a mantener la vigilancia sobre los escritores insubordinados. Apenas hay —al tiempo que se incrementa la industria de las revistas— un comerciante de cigarros que no tenga en su casa a su redactor encerrado en el armario; y además han puesto todos sus miras en la lírica en tanto esta no resulte de motivaciones objetivas, no apunte a las metas de lo sobreentendido y vaya más allá de una verdad comprobable. En una palabra, su comprensión del arte es de tal alcance que el «no sé lo que eso significa» se les antoja ser un pensamiento lírico, aunque indique únicamente en qué posición se encuentran cara a la lírica. Por mi parte, jamás he hecho un secreto de tener por aceptable la ideología que nos fabrica los automóviles, ya que podemos huir de ella con toda rapidez. Pero cuando se trata de rechazar su irrupción en la vida del espíritu, tal y como es el caso, tormentoso e impecable, en Alemania, entonces sí que me pongo a trabajar.
También hay una organización de las actrices. Lo que todavía nos falta es una organización de los entusiastas de los ligustres.
El carácter social del teatro es un residuo andrajoso de una época que ha reventado. La vida, apresada por la vida, se liberaba antes en escena. Entonces se la llevaba el diablo. Ahora se la llevará también el desollador.
Cualquier clase de educación se ha propuesto quitarle a la vida su encanto, ya que dice o cómo es o que no es nada. Se nos confunde con un continuo cambio; se nos ilustra y se nos entontece.
Se escribe sobre el tiempo y el espacio como si fuesen cosas que todavía no han tenido aplicación alguna en la vida práctica.
La filosofía no es, muchas veces, sino el ánimo de adentrarse en un laberinto. El que después se olvida de la puerta de entrada podrá alcanzar fácilmente fama de pensador independiente.
Para el nene y la nena. También se juega a hombre y mujer para los niños. Es una finalidad benéfica en cuyo favor tiene lugar el pasatiempo. Incluso la censura cierra los ojos.
Si el amor solo sirve para procrear, aprender solo sirve para la docencia. Esta es la doble justificación teleológica de la existencia de los profesores.
El monista debiera sacrificarse por su verdad. Veríamos entonces que nada pierde la realidad y que la inmortalidad no gana nada. La identidad quedaría además perfectamente comprobada.
¡Por mi vida, cuánto me gustaría saber qué hace tanta gente con la famosa ampliación de horizontes!
Los niños de hoy se ríen de sus padres cuando les cuentan cuentos de dragones. Es de todo punto necesario que el terror sea una asignatura obligatoria; de lo contrario, nunca lo aprenderán.
Entre el quinto y el sexto curso hay más cosas de las que imagina vuestra sabiduría escolar.
Muchachos despiertos, hombres insomnes.
La nueva psicología se ha atrevido a esputar en el misterio del genio. Si no se conforma con Kleist y Lenau, montaré guardia y mandaré a la porra a los buhoneros de la medicina, cuyo «¿No hay nada que curar?» se oye últimamente por todas partes. Su doctrina contrae la personalidad tras haber ensanchado la irresponsabilidad. Mientras el negocio sea práctica privada podrán defenderse los afectados. Pero a Kleist y a Lenau habrá que sacarlos de la consulta.
Los psicólogos modernos, que amplían las fronteras de la irresponsabilidad, tienen en ellas sitio acomodado.
Cierto psicoanálisis consiste en la ocupación de racionalistas lascivos, que todo lo reducen en este mundo a causas sexuales con la salvedad de su ocupación.
El psicoanálisis desenmascara al poeta a primera vista, nada se le oculta y sabe con toda precisión qué significa «El muchacho del cuerno maravilloso». Será así. Pero estamos ahora a tiempo para que resurja una investigación anímica que, al que hable de sexo, le responda que se trata de arte. ¡Me ofrezco como cochero de ese carruaje en el que vuelve la simbólica! Aunque me daría por contento si se pudiese probar al que habla de psicología que su subconsciente apunta a otra cosa.
Los hijos de los padres psicoanalíticos se mustian pronto. Lactantes, deben conceder que al hacer cacas tienen sensaciones placenteras. Más tarde se les preguntará qué se les ha ocurrido al asistir, camino de la escuela, a la defecación de un caballo. La dicha es indecible cuando se alcanza una edad en la que el adolescente confiesa que, en sueños, ha violado a su madre.
La diferencia entre la antigua y la nueva psicología consiste en que la antigua se irritaba moralmente por cada anomalía y la nueva, en cambio, ha ayudado a que la inferioridad se convierta en orgullo de clase.
No lo saben ni los médicos ni los juristas: que no hay en la erótica ni una verdad comprobable, ni un diagnóstico objetivo; que no puede convencernos del valor del asunto un dictamen, ni desengañarnos un certificado médico; que amamos en contra de todos los supuestos fácticos y que nos masturbamos contra todas las circunstancias objetivas. En una palabra, que estamos justamente a tiempo de expulsar a los juristas y a los médicos de un mundo que pertenece a los pensadores y a los poetas.
¡Tienen la prensa, tienen la bolsa, y ahora tienen también el subconsciente!
«Dejarse bautizar»: suena a sumisión. Pero nunca quieren dejarse, sino hacerlo ellos mismos. Por eso no creen al que se ha dejado y creen, en cambio, que él mismo lo ha hecho y dicen: «Se ha bautizado».
Si te han robado algo, no vayas a la policía, a la cual no le interesa el asunto, ni vayas tampoco al psicólogo, a quien solo le interesa que tú eres quien ha robado algo.
La psicología es tan superflua como una indicación para usar veneno.
Las buenas opiniones carecen de valor. Lo que vale es quién las tiene.
Se prohíbe, con razón, toda sátira que entienda el censor.
La frase es una pechera almidonada que no se muda nunca ante maneras de ser normales.
Los barberos de pueblo tienen una manzana que meten en las fauces de todos los aldeanos cuando los afeitan. Los periódicos tienen su folletón.
En la mesa de no pocos aldeanos cuelga un grumo de azúcar que chupan en común. Preferiría que me invitasen a chuparlo que ir a un concierto.
La música de entreactos es la mejor de la noche. No exige silencio, no exige que se la escuche, pero permite que no se oiga lo que se habla. Los majaderos quieren abolirla, y ni barruntan hasta qué extremo la necesitan, puesto que el arte del teatro es el único acerca del cual tiene la masa una opinión. Pero solo la masa. Mas ¡ay!, si los rompeopiniones se reuniesen en el intermedio, no quedaría nada. Sin la música de entreactos se harían oír los majaderos, cuyo parecer cierra filas, durante la representación, como impresión determinante y, después de ella, como aplauso. Ahí está la música de entreactos para impedir la disgregación, esa música que en el momento adecuado arrastra con su toque a la estupidez. No importa su calidad, sino su ruido. Sirve para expulsar del público la fiebre de candilejas. Sus enemigos quieren abandonarse a ella.
Me comprometo a llevar a la horca a un hombre, si me pongo a vocear por las calles con una entonación determinada: «Tendrá incluso una camisa de colores?». Un grito de indignación cundiría entre la multitud. La misma multitud sobre la que ahora se intenta influir con sinfonías.
El necio que habla de arte tiene por arrogante al artista que también lo hace.
El memo que no puede pasar cerca de un enigma cósmico sin advertir, disculpándose, cuál es su modesta opinión cosecha la loa de su modestia. El artista que asienta sus ideas sobre la rejilla de un alcantarillado es un petulante.
Uno de los descubrimientos más desconcertantes que nos ha aportado el nuevo siglo es, sin duda, que yo hablo con frecuencia de mí mismo en mi revista, y me refriegan las narices con una de las más hondas intuiciones que haya creado la sapiencia de las almas contemplativas, a saber: que el hombre debe ser modesto. Algunos incluso pretenden haber puesto en claro que he publicado «en mi propia revista» el ensayo de Sch. sobre sus diez años de vida. Una vez advertido, he de confesar que es verdad. Ningún escritor ha facilitado nunca al lector el descubrimiento de su vanidad. Si el lector mismo no se diese cuenta de que soy vanidoso, lo notaría por mis repetidas profesiones de vanidad y por la glorificación que atribuyo a dicho vicio. La información risueña, la que descubre el talón de Aquiles, se echa a perder en la conciencia que voluntariamente ha desnudado de antemano. Yo, en cambio, me doy por vencido. Ninguna réplica ayuda, si se alza contra mí, en el décimo año de mi fanatismo, la más estéril de las objeciones. No puedo destilar en corazones apergaminados el sentimiento de legítima defensa en el que vivo, del privilegio de una nueva forma de publicación, de la concordancia de ese aparente egoísmo con las metas generales de mi obra. No son capaces de entender que cuando uno se emplea en una causa habla siempre en su favor, sobre todo si habla de sí mismo. Tampoco entienden que lo que llaman vanidad es una modestia nunca tranquila, que se mide por su propia medida y que mide a esta conforme a sí misma; que es esa humilde voluntad de superación, sometida al juicio más implacable que es siempre el de uno mismo. La satisfacción que jamás vuelve sobre la obra sí es vanidosa. Es vanidosa la mujer que nunca se mira en el espejo. Tanto a la belleza como al espíritu les es indispensable el reflejo. Pero el mundo tiene una sola norma psicológica para dos sexos, y confunde la vanidad de una cabeza, que se excita y satisface en la creación artística, con el esmero fatuo que trabaja en un peinado. Pero ¿acaso no es muda la primera en el trajín social? Resulta imposible que machaque los nervios de los demás como lo hace la modestia de los espíritus reproductivos.
Con su invitación a la modestia quisiera la impotencia impedir los logros.
A los menguados les importa más que alguien no tenga por grande su obra a que lo sea.
Con razón, considera el filisteo un defecto estar pagado de sí mismo.
La manía de grandeza no consiste en tenerse por más de lo que se es, sino por lo que se es.
La educación es algo que reciben los más, que muchos transmiten y pocos tienen.
Si el saber es cuestión del espíritu, ¿cómo es entonces posible que atraviese tantas concavidades para, sin dejar huella de su paso, ir enseguida a otras?
Los alimentos son más sensibles que la educación; un estómago es más discente que una cabeza.
Los alumnos comen lo que los maestros digieren.
La capacidad de asociación es tanto menor cuanto mayor sea su material. De este no se necesita más que el que aporta la escuela. El que busca en el Nathan la frase «Nadie pasea sin castigo bajo palmas» ha ido más lejos que el que la encuentra correctamente en Las afinidades electivas.
El diccionario tiene una ventaja sobre el sabelotodo: el orgullo. Se comporta reservadamente, aguarda y nunca da más de lo que se quiere. Se contenta con responder a la pregunta acerca de cuándo naciera Amenhotep. El sabelotodo pasa las hojas de sí mismo y procura también información pronta sobre las amebas, los anfibios, los amperios, la amrita, bebida de dioses en la doctrina india; los amschapandas, que son los siete espíritus supremos de la luz en la religión persa; el amschir, que así se conoce el sexto mes del calendario turco; los amuletos (del árabe: hamala); la amigdalina, materia propia de las almendras amargas que, disuelta en agua con emulsina, da ácido prúsico, aceite de almendras amargas y azúcar, y sobre la famosa amilaceta, la de la lámpara; y se interrumpe en Anaxágoras cuando todo se pone de lo más interesante. Nos quedamos, pues, insatisfechos.
Los sabelotodo tendrían que vivir en la creencia de que en la carpintería lo que cuenta es la ganancia en virutas.
El aya se cuida de la excitación espiritual de los niños con su «ea, ea». A los adultos se les enseña algo de arte y de ciencia para que no griten. Para que duerman, se les canta a los niños: «¿Sabes cuántas estrellas hay en el cielo?». Los adultos solo reposan si se saben los nombres y la distancia para con la tierra de Casiopea, así como que esta, madre de Andrómeda, recibe el nombre de la esposa del rey etíope Cefeo.
Las gentes que han bebido de las fuentes del saber más de la cuenta son una plaga social.
No se debe aprender nada más que lo que es imprescindible contra la vida.
¿Cuándo indicará un empadronamiento el número de abortos en cada casa?
Todo niño ve el progreso desde la roca Tarpeya hasta la incubadora.
El humanitarismo es la lavandera de la sociedad: retuerce en lágrimas sus trapos sucios.
¿Por qué el contenido liberal no encuentra otro lenguaje que ese idioma repugnante, escupido millones de veces, secularmente trivial? ¿Por qué nos representamos al fénix como un agente de seguros y al genio como un bolsista encrespado?
La frase y la cosa son una y la misma.
La distorsión de la realidad en el informe es el informe verídico sobre la realidad.
El mundo está sordo por el sonido. Yo estoy convencido de que los acontecimientos ni siquiera acontecen, sino que los clichés trabajan autónomamente. O que si los acontecimientos acontecen sin intimidación por parte de los clichés, un día dejarán de acontecer, el día que los clichés se rompan. El lenguaje ha podrido a la cosa. El tiempo tiene hedor de frase.
La embestida del fraude es el último chiste que se le ocurre a una determinada cultura.
Hace tiempo que a la Edad Contemporánea le resulta sospechosa la Antigüedad. Ya veremos en qué para la búsqueda con alma sucia de la tierra de los griegos, de los que no quedará mucho. Por de pronto hicimos de ellos unos histéricos, luego fueron más bellos siempre que nosotros. Ahora pretendemos convertirlos en cristianos y judíos.
La fealdad del presente tiene fuerza retroactiva.
Que la venganza de los parias atente contra los sueños de la humanidad; que la poesía y la leyenda se sometan a la indigencia miserable del historicismo y de la psicología; que la religión y todo pasado sacrosanto sean la escupidera de los esputos intelectuales —todo esto es lo que hace que la vida sea insoportable al haber vencido los impedimentos del tiempo—.
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