
Recuerdo que en nuestra temprana infancia escuché con mis hermanos pequeños a un orador florido e inspirado pronunciar la palabra apoteosis. Para nosotros carecía de importancia qué significado tenía ese vocablo ni qué quería decir en el contexto de la circunstancia (los niños de campo participamos en actividades de adultos sin demasiada cortapisa), pero nos causó una risa que dejó para siempre un chiste cómplice, de modo que la palabra apoteosis nos hacía reír como si fuera Cantinflas. Lo cuento para hacer saber cuánto he tenido que pensar usarla en el título de este acercamiento crítico al poemario Paquidermos, de José Luis Serrano, publicado en formato digital por Ediciones La Luz en 2023.
No hay otro modo de calificar a esta andanada de sonetos que abren el cauce de lectura propuesto por el libro. Serrano maneja no solo la palabra, no solo el verso, no solo la emoción y el sentimiento, sino además los tramposos secretos del discurso, en sus diversas, o infinitas ramificaciones. Se da el lujo de exhibirlos sin que parezca que se adentra en ese acto de exhibición que tantas veces frustra un posible buen poema. Parece increíble que el soneto sea capaz de llevar a ese torrente ilocutorio que rompe por completo con su tradición. Eso, por supuesto, se consigue a lo largo de un manejo constante, un conocimiento de causa del oficio. Solo las secciones aparecen tituladas (Cuerpos infectados por la belleza; La totalidad de los hechos; Cómo destornillar un juguete rabioso y Consideraciones finales) y sus poemas se identifican por su número de orden.
Veamos, por ejemplo, el inicio del 5:
Hemos permanecido de algún modo.
La combustión interna de un abrazo
no se puede medir. Hay un pedazo
de carne chamuscada y eso es todo.
Axiomas en la punta de la lengua.
Una perforación que nos contiene.
Nuestro amigo, el pedófilo, sostiene
que la belleza es transitoria y mengua
vertiginosamente. ¿Desbocarse
hacia lejanas cumbres o quedarse
en la pradera confortable y mustia?
En una entrevista a propósito de la presentación de su novela La noche de los protozoarios, el poeta revela que se halla enfrascado en el proyecto del libro, pues pretende con él «explorar al ser humano en relación con sus semejantes, las interacciones que ocurren entre las personas, los laberintos del deseo, las tensiones ocasionadas por el amor y el desamor», para lo cual descubre, siempre según sus declaraciones, que el soneto es una «máquina insuficiente». De modo que tenemos una de las claves del autor: el soneto como máquina de producir poesía, no como estrofa o modelo de una de esas escuelas que hoy siembran por doquier. Algo que puede parecer herético, provocador y desafiante. Y que lo es, por propia voluntad. De ahí que los sonetos de Paquidermos se escriban encabalgados y a galope tendido en ese encabalgamiento del verso, además de a estrofa continua, sin separaciones. Son recursos que en cierta medida ha utilizado en libros anteriores, pero que en este caso adquieren vida y propósitos propios, diferentes.
En revelaciones personales, Serrano confiesa que le interesa la formidable matriz acústica del soneto, frase que de inmediato me lleva a evocar las vanguardias poéticas del siglo XX, tanto en Europa como en América Latina. También ha pensado este libro a partir de cinco procedencias: Terapia electro convulsiva, el libro de la sexualidad de Master y Johnson, los libros bíblicos Eclesiastés y Cantar de los Cantares y el Manifiesto comunista. Alrededor de todos ellos, la vida. Son confesiones de parte que la conversación sonsaca y bien pueden servirme como fuente, pues se trata de un libro tan irreverente, que debe concluir en muchos más resquemores que prebendas. Y me refiero a quienes saben sentir la poesía, no a esos lectores saltarines que liban y se indigestan zunzuneando entre verbos y adjetivos. Debes saber leer, en toda su profundidad, para encontrar las dimensiones poéticas que este libro propone. A mi entender vence el reto con muy favorables resultados y deja pocos reproches en remilgo.
Paquidermos es, sea convenido al fin, una apoteosis de versificación que nos muestra a un poeta en pleno ejercicio de su oficio, tan seguro en la manipulación de su poética, que considera una máquina al poema, quizás ingenuo, quizás ajeno al bumerán que puede suscitar. Rompe así con las tradicionales maneras de sublimación que han escoltado a la poesía, no exactamente para establecer su negación, sino, lo que es esencial, su renovación. Y no se trata de un alarde de pura novedad, con artificios explícitos y raros, sino de una llamada a ese conjunto de elementos que hoy, con la apoteosis otra de las comunicaciones y sus redes, moldea nuestras vidas y nos convierte en rehenes de sus circunstancias. Las alusiones y herencias culturales que encuentro en Paquidermos van mucho más allá de esas cinco que el propio autor da por seguras.
Citemos un fragmento —del poema 10 en este caso— y lo comprobaremos:
¿Existe la verdad? En todo caso,
hay una línea en la mitad del vaso.
Procacidades. Huesos esfenoides.
Pulsiones que interrumpen el avance
de las máquinas célibes. Residuos
que comunican a los individuos
una deuda simbólica. Balance
de objetos. La utopía se desmiente.
Como ya se avizora en los fragmentos citados, su vertiginoso discurso privilegia el recurso de la enumeración. Este sufre, del mismo modo que la estructura convencional de la estrofa, un constante llamado a desdoblarse, a no sentirse seguro con lo demostrado, o con la fórmula que antes resultó. La voz que enumera se muestra interesada, cuestionadora del propio alumbramiento que produce al revelar, de manera que, más que acumular elementos, los barajamos, sin saber qué figura hallaremos al dorso de la carta. El lenguaje y sus modos de enunciación se ven contaminados por el habla común de propaganda, o por las normas académicas —demasiado prendadas de la terminología especializada—, traducidas en sustancia poética cuando Serrano las convierte en verso. Sujeto lírico y autor —esa persona que trama su accionar poético y a conciencia se enfrasca en conseguirlo— se prestan las funciones e intercambian trucos. Asombra gratamente cómo logra que tanto vocablo ajeno a la expresión poética se desdoble, como por arte de convocatoria, y nos demuestre hasta qué punto el horizonte de la poesía sigue siendo infinito y puede actualizar de inmediato su retórica. Se percibe, por ello, una intención que traspasa la esencia significacional del texto, para lidiar con estamentos que ha estado dominando la poiesis.
El fragmento que cierra el poema 11 nos permite una muestra:
Alcantarillas. Monumentos. Parques.
Obsolescencias. Autenticaciones.
Gobernabilidad. Las ecuaciones
contradicen la lógica. Desmarques.
Nadie le gana a Dostoievski. Estudios
han revelado que tomar cerveza
protege del Alzheimer. La corteza
cerebral distorsiona los preludios
románticos. Montones de basura
amenazan con alcanzar la altura
de seis o siete iglesias. Meretrices.
Metas volantes. Hágalo usted mismo.
Implicaciones del abstencionismo.
Pescadores, anzuelos y lombrices.
De la enumeración, Serrano pasa a las descripciones. Interesadas descripciones de ambientes, situaciones internacionales de interés común, o masivo, o de cuestiones y fenómenos propios de estos tiempos. Para estas el lenguaje, con determinado arsenal de palabras elegidas, o marcadas, codifica el entorno de significación e impone —tampoco hay que temer a términos de este tipo en el caso de la poesía de este autor— el universo de las alusiones. Y son las alusiones las que siguen en la marcha forzada a la cadena descriptiva, justo porque van a dar paso a lo que más le interesa: qué se piensa. Qué piensas de esto, de aquello otro o lo de más allá, es esencial para la poesía de Paquidermos y eso se expande a un ámbito casi total, abarcador. No porque nos sugiera qué pensar —por el contrario, parece sentirse como si él mismo no atinara a tener una opinión respecto a cuanto alude—, sino porque las frases provocan y conminan, sí o sí, a dejarse sacudir por la alusión.
La paradoja informacional de nombrar para que ese nombramiento se convierta en uno o varios resultados denotativos posibles, actúa como recurso también en estas tiradas de sonetos. Desde el inicio, el autor ha llamado infección a la belleza, o lo que vendría siendo análogo, a la poesía. Se impone, pues, un giro que desde el mismo comienzo se ha mostrado: la palabra poética se establece por su más duro golpe, no por su melodía relajante.
Es posible que el encabalgamiento continuo, que va del verso a la estrofa y de esta a la composición, parezca el más común de los recursos que el poeta utiliza. Transmite esa impresión, primero, porque estamos leyendo poesía, gracias y no a pesar, de esa terminología presuntamente antipoética que puebla la inmensa mayoría de las construcciones retóricas y las figuraciones del sentido; segundo, porque el poeta ha sabido subrayarlas en el interior de la frase, o la oración, y tercero, porque aparece en abundancia, ciertamente. La ironía, sin embargo, es el recurso que más se utiliza en Paquidermos. Una ironía que invade la alusión, las enumeraciones, los giros metafóricos o los estilos cadenciosos; y también el placer o los lamentos, los sentimientos todos que cabalgan a la par del encadenamiento del discurso y son un requisito básico para una buena poesía. Desde los dos primeros versos (Hígado graso. Corazón contento. / Empiezan a bailar los tipos duros) hasta los últimos (Hay fantoches en posiciones claves, pero tranqui. Te puedes convertir en saltimbanqui y obtener un aplauso. Buenas noches), la ironía se desplaza entre lo dicho y la norma del decir, intercambiando roles a su antojo, en innegable apoteosis. Ambos ejemplos, como no sabría cuántos, lo muestran claramente. De ahí, espero que se deduzca, el titular que precede a estas aproximaciones.
Paquidermos es de esos libros torrentes que podemos abrir por cualquier sitio, incluso in media res del propio poema, y recorrerlo con la certeza de que aún tenemos a la vista poesía auténtica. También, debo dejarlo claro y lo más alto que la voz me alcance, para advertirle a su autor que podría equivocarse, que este mundo es mejor, y debe serlo, de lo que él nos lo presenta, por muy ejemplar poesía que se gaste.
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