Esta es la historia de un amor… ¿o quizás debería decir: “esta es una tragedia donde el amor y la Historia se cruzan irremisiblemente”? Cambula no sabe, no reconoce que el rostro de esa Historia —la que no se enseña en las páginas de los libros hoy en día, pero que siempre ha formado parte importantísima del telar de los acontecimientos— es también la faz del amante, de ese hombre que nunca le perteneció, de aquel que trascendió su tiempo para convertirse en el moteado fugaz —y aun así fijo en la memoria de Cambula— de lo que pudo ser.
Cambula es, también, el rostro de la soledad y la esperanza. En ella, todos los sentimientos aparecen desnudos, descarnados. Duele ser testigo de la hazaña silenciosa de esperar, esa hazaña que dibuja sobre la tela —la bandera es el símbolo— con paciencia impaciente. Y he aquí que otra vez la Historia se asoma a su ventana para llenar a Cambula de recuerdos, para hacerle llegar a los lectores un vistazo íntimo de quien fuera una de las mujeres olvidadas —o quizás menos reconocidas— que acompañó a nuestro Padre Fundador en las sendas aciagas de su existencia.
El cuento es un tejido fino, que el narrador hurde con cuidado: las hebras de la Historia se funden aquí y allá con la vocación ficcional, se cubren las zonas de niebla con la capacidad de fabulación. Cambula no es solamente la muchacha víctima de su destino, no es la madre atrapada en un fatum trágico —dígase Penélope tropical, antillana— sino que se adelanta a los acontecimientos y, desde su ejercicio de memoria, reconstruye la realidad, vive y recuerda a un mismo tiempo. Pero, aun así, Cambula es —de alguna manera— un ejercicio consciente sobre la voluntad del amor y de la espera; hereda —como la heroína de Ítaca— la necesidad de ocupar sus días con faenas domésticas y comunes, y sin embargo, tareas que son de igual valor que el hecho de construir una nación. Como el hombre al que espera, Cambula amolda su propia Cuba desde la maternidad y el amor, desde la esperanza y la paciencia; sobre todo, desde su capacidad de reconstruir la memoria callada, la memoria pasada por alto, de aquellos que vivieron la Historia.
El nombre de Céspedes es omitido a lo largo del cuento y es este un efecto interesante que el autor logra. El héroe ha dejado por un minuto de tener nombre para asumir, únicamente, la faz con que la mujer lo recuerda, los hechos instrascendentes que ella rememora, su ejercicio de memoria. El héroe ha quedado reducido a unos rasgos, a unas hilachas de fabulación, condensado en su propia historia, y esto sucede porque el narrador asume la visión de Cambula, de la muchacha sencilla que solo piensa en el padre de su hija y no en el fundador de una nación. Este efecto, interesantísimo, provoca no escaso extrañamiento en el lector y un guiño —quizás breve— entre el fabulador y sus receptores; aun más importante, entre la Cambula personaje y el lector.
Una revolución sin bandera no es una revolución, advierte el narrador: es por eso que Cambula no es solo la artífice de la insignia, sino además quien crea la bandera de una revolución que no tiene combates, ni muertos, ni escaramuzas, una guerra que no es guerra pero donde pueden contarse los caídos —Cambula entre ellos—, una guerra donde todo se concentra en el punto de no retorno: esperar al hombre que la memoria ha reconstruido, quizás mejor, más grande que lo que fue en vida real para nuestra protagonista; un héroe al que se le vislumbra un rostro con sombras y luces, un padre ausente, y una madre que ocupa sus días con tareas, para que el aguardar no se le haga eterno, para que su dolor no sea la bandera definitiva que se enseñoree en las astas de su hogar en la manigua. El instante —cargado de peso simbólico— en que la muchacha cose la bandera con los pedazos de sus propias vestiduras, como intentando unir su ser al de la causa del hombre que ama —causa que es, además, la verdadera pasión de ese hombre— adquiere un tinte doloroso y de relumbre, y es, no lo dude el lector, uno de los momentos mejor logrados de esta narrativa.
El rol heroico se ha desplazado: Cambula asume su rostro sin contratiempos. Ante el lector, la muchacha abandonada, la madre, sabe más de heroicidad que aquellos que se juegan el pellejo tras un machete o una idea. Ni siquiera cuando el amado regresa, la muchacha renuncia a él; no le importa la infidelidad, no le importa su condición de nómada que espera, de refugiada en plena manigua, ya que Cambula ha alcanzado el cenit, ha cumplido su misión como heroína: amar, más que a la propia libertad, al hombre que la porta.
En estos tiempos narrativos que vivimos todos, se ha iniciado una oportuna revisitación de nuestra Historia, de nuestros héroes, se ha desmitificado el mármol y la estatua: el hombre ha vuelto a ser hombre. Cambula, sin necesitar una carga al machete, forma también parte de esas tropas sin rostro, en ocasiones sin nombre, de las mujeres que lo dieron todo en nombre de una Patria que tenía el rostro del amor.
Eldys Baratute Benavides (Guantánamo, 1983). Premio Calendario 2005, Premio La Rosa Blanca 2007 y 2012. Premio La Edad de Oro, 2013 y 2017. Premio Paco Mir, y de la Crítica Literaria, 2016. Ha obtenido las Becas de creación Sigifredo Álvarez Conesa 2006, La Noche 2007 y Dador 2012 y 2018. Textos suyos aparecen en diversas revistas y antologías cubanas y extranjeras. Entre sus libros se encuentran Cuentos para dormir a María Cristina (Ed. El Mar y la Montaña, 2005, 2007 y 2009); Las flores de Pablo (Ed. Gente Nueva, 2006); Marité y la Hormiga Loca (Ed. Abril, 2007); Alicia y el mundo de las maravillas (Ed. Cauce, 2009); Los gnomos están tristes (Ed. Sed de Belleza, 2010, Ed. de la mujer, 2015); Cucarachas al borde de un ataque de nervios (Ed. Oriente, 2010); Tembleque (Ed. UNION, 2011); ¿Tres tristes cuentos? (Ed. El Mar y la Montaña, 2011, 2014); Marité (Ed. Gente Nueva, 2012); La Comarca de la abuela Chicha (Ed. Cauce, 2012); El pájaro de fuego (Ed. Gente Nueva, 2014); A la sombra de un león (Ed. Gente Nueva, 2014); Juaniquita Vallover (Casa editora abril, 2015); Vampiros con tatuajes raros (Ed. Gente Nueva, 2015), Otras tonadas del violín de Ingres (Ed. Oriente, 2016), El secreto del muro (Ed. Gente Nueva, 2017) y Deshojando margaritas. Historias de muchachas complicadas (Ed. Áncoras, 2017), así como las selecciones Vuelve a cantar la cigarra. Cuentos en homenaje a Onelio Jorge Cardoso (Ed. Gente Nueva, 2011); La dimensión de los trascendente. Acercamiento a la obra de Nersys Felipe (Ed. Loynaz, 2011), junto a José Raúl Fraguela que se publicara en el año 2013 una versión ampliada y corregida bajo el título Cuando una violeta escribe. Acercamiento a la obra de Nersys Felipe (Ed. Gente Nueva); Retoños de Almendro. Cuentos para niños de jóvenes escritores cubanos (Ed. La Luz, 2012), Del naranjo el azahar. Selección de poemas para niños de autores guantanameros (Ed. El Mar y la Montaña, 2014) y Mi patio guarda un secreto (Ed. La Luz, 2016), a cuatro manos con Rafael González. Es miembro de la AHS y de la UNEAC.
AMOR CALLADO
La muchacha de pelo negro ensortijado, recojido en una cola de caballo, lleva toda la noche sentada en el taburete, recostada a un palo de majagua. Hace frío en las primeras noches de noviembre del año 1869, demasiado frío para una mujer con un vestido azul, al que se le nota la ausencia de un pedazo. Esa mujer sueña que las constelaciones van a escucharla y lo traerán de regreso.
Lleva más de una semana sentada en el portal, solo sale del taburete cuando la niña comienza a llorar por la falta de pecho, o porque la peste a orine no la deja tranquila. Es demasiado inquieta la pequeña Carmita. Cuando la joven estaba más entusiasmada, abriendo las vainas de frijol guandul, ahí comenzaba la niña a llorar; cuando estaba cosiendo las alpargatas, partidas de tanto caminar el monte, ahí estaba berreando, y con el llanto, a la madre se le iba un pedazo del alma, por eso corría a darle el pecho, a cambiarle el pañal, o a mover la cuna improvisada.
Candelaria mira las estrellas y recuerda la primera vez que lo vio. Había llegado al pueblo tres años atrás, acompañado por su mujer y sus dos hijos. Eran gente de dinero, porque para comprar la finca aquella debían tenerlo. Lo vio bajarse de un salto de la carretera, coger a su mujer por la cintura y ponerla en el suelo, como si en sus brazos tuviera acumulada toda la fuerza del mundo, lo vio con su frente ancha, su nariz fina y puntiaguda y sus ojos grises que escondían toda la tristeza del mundo. Ojos de hombre necesitado de cariño.
Candelaria lo vio bajarse de esa carreta, cargada de trastos y se enamoró de él, en silencio, como son muchos de los amores verdaderos.
Después todo fue muy rápido. Como su padre empezó a trabajar en la finca, tuvo una excusa para aparecerse todos los días en la casona y mirar esos ojos que la tenían cautivada a sus diecisiete años. Hasta que un día la dueña de la casa enfermó de tos y él se quedó solo en ese caserón con el mar en la espalda.
Y allí estuvo ella para consolarlo. Señor, ¿quiere un poco de caldo de gallina para subir el ánimo? Señor, ¿por qué no se toma una tisana para aliviar la tristeza? Señor, ¿dónde puedo poner estas rosas para ver si entra un poco de felicidad en esta casa? Señor, ¡las ventanas, debe abrir las ventanas! Y el señor empezó a sonreír, a ver la vida de otra forma, a percatarse de que era una mujer hermosa, y si se recogía el pelo como una cola de caballo, entonces más hermosa se vería. Para ese tiempo comenzó a llamarla Cambula, ese nombre extraño pero que le gustaba cuando lo escuchaba en su voz.
Juntos empezaron a sembrar las flores en el jardín. Aquí los gladiolos, allí las margaritas, detrás las rosas, las rosas amarillas, a la derecha los marpacíficos. Juntos salieron a pasear a caballo, y en esos paseos supo por qué tanta tristeza en su mirada. Con su ayuda aprendió a leer las primeras palabras y, en las noches, se iban juntos a disfrutar del mar, de su olor a limpio. Siempre tuvo cerca el mar, sin embargo, nunca había sentido su olor a libertad, a dicha, a belleza. Nunca imaginó que la belleza tendría ese olor.
Sentada en esos muros de piedras escuchó por primera vez un poema. Para ella los libros eran cosa de gente rica, por eso nunca había sentido ese cosquilleo en el estómago cuando un poema te emociona y aunque los de él los había escrito hacía mucho, prefería pensar que eran hechos para ella. Su preferido hablaba de cómo cambia la vida cuando te enamoras: la mañana, el sol, el prado, la hierba, las margaritas, todo te parece hermoso. Uno es el mismo y otro a la vez, según el poema, y como de cierta forma así se sentía, imaginaba que esa declaración de amor se la habían escrito. Y todas las noches, antes de separarse, hacía que él se lo repitiera. Entonces podía dormir feliz, como la persona más amada del mundo.
Ahora, cuando el frío de la madrugada le pone la piel de gallina, repite el poema, aprendido de memoria de tantas veces escuchado, y siente que, mientras lo dice, un abrazo tibio la abriga.
Más bella es la mañana,
un sol más puro el horizonte dora,
cuando ligera, ufana,
gentil y seductora,
al prado vas, lindísima cubana.
Tu rostro peregrino,
tu talle esbelto que la brisa ondea,
ese fuego divino
que vivo centellea
en tus ojos al rayo matutino:
Y ese pie que liviano
la verde yerba y margaritas huella,
y tu artística mano
la gracia que destella
todo tu ser, querube americano;
Esa aureola ardiente
que en torno te rodea esplendorosa
¡oh, estrella refulgente!
¡oh, purpurina rosa!
¡oh, azucena del trópico inocente!
Cual palma en la pradera,
flexible, airosa, tu cintura meces:
de nuestra edad primera
una ilusión pareces:
¿quién no ha de amarte, virgen hechicera?
¿Quién al ver tu mirada,
quién al oír tu voz pudo ser yelo?
De todos adorada
Cruzar el triste suelo:
¡a todos seas como a mí sagrada!
Yo te amo delirante:
eres mi bien, mi dicha, mi tesoro:
vuelve a mí tu semblante:
las penas que devoro,
no aflijan más a tu infeliz amante.
Mas si mi amor fogoso
pudiera acaso envenenar tu suerte…
¡oh! pase silencioso,
y sufra yo la muerte,
y sea tu caro porvenir dichoso.
Pisa feliz la yerba
sin encontrar la sierpe allí escondida:
risueña te conserva:
la senda de la vida
floreo tan solo para ti reserva.
Pero insensible y varia,
cuando el bullicio de la corte vuelva,
no olvides que en la selva
por ti eleva de amor una plegaria.
Amó a ese hombre como nunca antes había amado a alguien. Por eso cuando le dijo que hiciera la bandera, no titubeó ni un momento. Ese día pensó en decirle que algo dentro se le estaba moviendo, no sabía bien qué era pero, indudablemente, la hacía feliz. Entonces se apareció, atormentado, sin su habitual serenidad, diciéndole que todo había sido demasiado rápido y no habían aparecido los pedazos de tela y una revolución sin una bandera no era una revolución.
Ese día le pasaste la mano por el pelo una y otra vez, con la cabeza sobre tus piernas. Cuando se quedó dormido, acomodaste su cabeza en una almohada y, con tus propias manos, cosiste la bandera. Un pedazo azul de tu único vestido decente, un trozo del mosquitero rojo de tu padre y la espalda de tu corpiño blanco. Tres colores tendría la bandera, como mismo te la había descrito, tres colores y una estrella blanca. Como no sabías hacer la estrella llamaste a Esteban Tamayo para que la pintara en la tela blanca, luego la recortaste y la cosiste sobre el cuadro rojo.
Mientras pasabas la aguja y el hilo, te imaginabas uniendo cada pedazo de tu cuerpo con el suyo, para convertirse, ambos, en un solo corazón, un corazón rojo con una estrella blanca en el centro.
En ese momento no te importaban las banderas, no te importaban las revoluciones, no te importaban ni los esclavos, eras una muchacha de diecisiete años enamorada, dispuesta a hacerlo todo por amor. Y valieron todos los pinchazos en la yema de los dedos, la falta del vestido azul, la vergüenza de decirle a Tamayo que no sabías dibujar una estrella, todo eso se hizo polvo cuando se despertó y viste su sonrisa. Ahora sí podía tener su revolución, su libertad.
Al otro día las majaguas azules amanecieron silbando una canción extraña. Como si con su canto anunciaran algo sorprendente. Lo dejaste irse con su olor a mar, a conquistar el mundo, sin decirle que llevabas dentro de ti una parte de él. Y fuiste de la casa cercana a la finca para irte monte adentro, te habías convertido en la mujer que había hecho la bandera y eso era un peligro. No importaba si lo habías hecho por amor. Y monte adentro fue a buscarte, monte adentro le dijiste que estabas esperando un hijo suyo, una muchacha de 17 años con un hijo de alguien con olor a mar. Y monte adentro se siguieron amando, de vez en vez, cuando podía visitarte.
Por eso no crees en los rumores mal intencionados. Hay mucho guajiro pendenciero por ahí, con ganas de ver infelices a otros. No crees que se haya olvidado de ti tan fácil, no crees que de verdad haya conocido a esa señoritinga de alcurnia en Puerto Príncipe, una mujer sin la piel tostada como tú.
Nadie que se llamase Ana de Quesada y Loynaz, con ese nombre tan rimbombante, podría ser una buena esposa. Nadie de esa villa en donde la gente caminaba como si estuviera por el aire, como si fueran mejores que los otros, pudiera ser una mujer para una casa. Nadie como ella, Candelaria Acosta, para escuchar sus poemas, para sembrar flores en el jardín, para disfrutar del olor del mar, nadie para coser una bandera como si estuviera cosiendo el alma de un hombre.
De seguro aquella lo quería por su fama, por ser el Presidente de la República, por su valor, pero nunca por sus poemas, por sus manos finas, por sus ojos grises. Las mujeres de esa villa querían por motivos diferentes a los tuyos, y como sabes de su inteligencia, de su lucidez, sabes que no caerá en su trampa. Sin embargo, la gente insiste en traerte chismes, en decirte de la boda, de la fiesta, y no te queda otra que sentarte en el taburete, recostada al horcón de majagua, a esperarlo día y noche, para preguntarle, para exigirle, para decirle la verdad.
Ya llevas más de siete días esperando, siete días con sus siete noches y tu único consuelo son las constelaciones y ese poema que tantas veces te repitió.
Cual palma en la pradera,
flexible, airosa, tu cintura meces:
de nuestra edad primera
una ilusión pareces:
¿quién no ha de amarte, virgen hechicera?
Esa, definitivamente, eras tú y no esa mujer nueva, seguro transparente e insípida. Tú eras Cambula, su Cambula, la que siempre lo iba a esperar, incluso más allá de la muerte, la única dispuesta a coser las banderas de todas las revoluciones del mundo si se lo pedías, la que mantuvo en silencio su amor callado, porque se lo pediste.
Todo eso pensaste decirle, e incluso más, sin embargo, cuando llegó la octava madrugada y lo viste, de nuevo con su frente ancha, su nariz fina y puntiaguda y sus ojos grises necesitados de cariño, se te olvidó toda la rabia que sentías, todas las noches que el sereno te abrazó esperándolo.
Era demasiado tu amor para perder el tiempo en reclamos y peleas. Lo viste y dejaron de importarte los comentarios de los guajiros chismosos, lo viste con su busto ancho, su boca entreabierta, sus brazos fuertes, y supiste que a ese hombre debías aguantarle todo, no importaba que se desposara con todas las mujeres insípidas del mundo, nada importaba, con tal de que pasara alguna noche por tu bohío y te diera un beso.
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