Un objeto maldito acecha: es la voz que conduce a un abismo de asesinatos, a la caja cerrada de una historia en la cual sus personajes se revuelven, se retuercen en busca de algo más, del «giro de tuerca» que podría transformar este relato sobrenatural —teñido por elementos del policíaco— en una literatura con otros matices. El presupuesto del que se parte, per se, no es fallido, si bien tampoco novedoso: la chaqueta —devenida entidad-objeto— se ha apoderado de la cordura de Andrés y el espectador —dígase el lector— asistirá, sin demasiado pasmo ni sorpresa, a un cuento donde el mismo recurso se explora una y otra vez, desde diversos ángulos y perspectivas.
Es ahí donde el mecanismo del relato comienza a resentirse, en la sobreexposición del mismo acontecimiento —el objeto seduce al sujeto y lo esclaviza a su voluntad, invirtiendo así el propio concepto de lo objetual—, en el que solo varía el personaje, el usuario que porta la chaqueta, cuyo carácter y consciencia quedan supeditados a cierto «encantamiento» de origen sobrenatural. A lo que asistimos luego no es más que a una cadena acción-reacción que se reitera una y otra vez, sin cambios sustanciales del punto de vista del narrador, el espacio o la acción, y donde la relación de objeto y sujeto adquiere tintes utilitarios y ciertas inversiones de sentido que no dejarían de ser interesantes, lo confieso, si el autor se hubiera apropiado del leitmotiv y, a posteriori, se hubiera encargado de presentar los sucesos con mudas necesarias.
El cuento, sí, puede entenderse como un tema con variaciones donde la posesión del sujeto, su sometimiento, es presentado a través de los mecanismos de una escena interrogatorio —cargada de algunos consabidos lugares comunes del policíaco—, para luego apropiarse de determinados elementos del flashback que la visualización de la cinta de video nos provee, como testigo una vez más utilitario de la escena interrogatorio; luego nos movemos paulatinamente a un cuadro donde la acción se dinamiza —aunque narrativamente no se ilumina— y el interés del lector se desplaza hacia otro sujeto poseído por el objeto. Este desplazamiento —tanto del interés del lector como de la posesión— sucede una vez más, y el mecanismo que emplea el autor es el mismo, o al menos uno muy semejante, sin diferencias evidentes, por lo cual el final llega a ser previsible: el rol del incrédulo que hasta ahora había asumido el teniente Eros Saporiti está condenado a transformarse en el rol de la nueva víctima del objeto maldito, y si bien el narrador tiene el buen tino de no exponernos la situación por tercera vez, el final ya lo anuncia, sin margen ni ángulos de duda.
Observe el lector que la situación dramática es prácticamente igual, su variación es mínima: el cambio más sustancial es el desplazamiento del sujeto víctima, cuyos impulsos son controlados por una fuerza exterior. Estos personajes —la galería entera que el autor nos presenta— tienen el fallo de la caja cerrada, de la situación dramática creada solo para exponer un acontecimiento y que, de una forma u otra, se quiera o no, constriñe a los personajes a un universo muy limitado, de cierta caducidad, en el cual se hace muy simple repetir patrones ya preconcebidos. Sucede esto, y es posible notarlo sin demasiado esfuerzo, en el diseño de los personajes. Por ejemplo, el oficial Caldillo, típico joven policía, cuya inexperiencia salta en las líneas y que, por supuesto, queda condenado por la circunstancia. No es el único. Andrés, la primera víctima, cumple también con todos los tópicos y prototipos que se esperan de un personaje cuya voluntad y, hasta cierto punto, su memoria han quedado reducidas bajo el influjo de la chaqueta maldita. Incluso Sapotiri, que es el protagonista indiscutible de la acción y que, es preciso reconocerlo, de todos los personajes es el que muestra ligeramente otros matices que no sean los puramente típicos, cae en el mismo juego narrativo de reproducir patrones: desde la indignación ante el asesino serial que tiene frente a él hasta el interrogatorio sin matices, transitando hacia una situación donde la acción detona en la propia estación y obliga a Sapotiri a enfrentar una nueva realidad, para así llegar al desenlace previsible al cual nuestro personaje se acerca de manera inevitable, como la mosca que clama por la red de la araña.
Lo más rescatable de este relato es su sentido de la acción, que no es del todo novedoso, se reconoce, pero al menos otorga un dinamismo otro a los acontecimientos, moviliza a los personajes y los aparta, en instantes, de una circunstancia dramática sin demasiado relumbre.
La chaqueta es un cuento que debe apreciarse como un ejercicio lúdico, como un ejercicio que parte desde ciertos tópicos e ideas preconcebidas. La idea de la relación esclavizante entre el objeto y el sujeto, y la inversión de esos límites, merecería otras concreciones, otros horizontes en los que lo sobrenatural encontrase nuevo material dramático.
Liberato Tavárez. Profesional de la fotografía para Televisión y escritor caribeño de literatura fantástica de terror y ciencia ficción. Nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1977. Se inició en la escritura en el año 2000 al publicar su poesía en páginas y blogs de literatura y en el primer número de la revista experimental La Vaina (2000). Ha publicado en Amazon el libro de relatos Vórtice: crónicas de horror (2018) y la noveleta Horror en la casa Alberti (2019), más tarde publicados bajo el nombre de Vórtice por UME Editores y presentado bajo el marco del V congreso de ciencia ficción y literatura fantástica del Caribe de la universidad de Puerto Rico, recinto Río Piedra (2019). Ganó mención especial en la convocatoria Amor en los tiempos del fin (2019) de la revista digital argentina Cruz Diablo con el relato de corte zombi Carta de Mariela después de que el mundo se fuera a la mierda, también publicado en el número 42 de El Narratorio. Su trabajo fue publicado en la revista digital Insomnia, publicación dedicada al maestro del terror Stephen King. Como miembro activo de la Asociación Dominicana de Ficción Especulativa (ADFE), varios de sus relatos forman parte de la primera selección narrativa De Galipotes y Robots (UME Editores, 2019).
La chaqueta
—¡Vamos! ¡Levántate, maldito asesino! —el policía lo pateó para que se pusiera en pie.
—Pero… ¿Qué pasa? —se extrañó Andrés al ser despertado con violencia y ver que estaba en un calabozo. No sabía cómo rayos había llegado allí y tenía una jaqueca terrible que amenazaba con romperle la cabeza.
—¿Preguntas qué pasa? Lo que pasa es que eres escoria, pichón. —El policía siempre había querido decir eso imitando al mejor personaje de la prisión de Black Rock. Agarró al detenido por la nuca antes que protestara y lo sacó a empujones de la celda—. Ya sabrás lo que pasa cuando el teniente te cuente, escoria.
El oficial Caldillo parecía un fideo y su voz de niña no intimidaba a nadie, usaba la violencia para poder asustar a los delincuentes.
Caminaron por los pasillos del destacamento hasta llegar a un cuarto de interrogatorio. Andrés no salía del susto, ignoraba qué sucedía. Lo sentaron en la silla y fue esposado al tubo de la mesa. Una solitaria lámpara lo iluminaba.
—No existe ser más despreciable para mí que los psicópatas asesinos. Agradece a Dios que no tengo una macana conmigo, porque si la tuviera, te daría la paliza que una escoria como tú se merece.
Andrés no tenía idea de qué carajo hablaba, cuando otro policía entró en el cuarto y los vio con mala cara. Tenía una fractura en el puente de la nariz, un golpe feo que le amorataba el área de los ojos y parecía que llevara antifaz. Aquel nuevo agente del orden sí sabía atemorizar con su robusta corpulencia y rostro de pocos amigos. Carraspeó con mucha naturalidad y Caldillo entendió la indirecta. Salió del cuarto de interrogación dejándolos a solas.
Andrés seguía asustado y muy confundido, no sabía cómo había terminado tras las rejas. Lo último que recordaba era que estaba trabajando en el bar y luego despertó en la celda. Él era un hombre honrado y tranquilo, nunca le había hecho daño a nadie. Se devanaba el cerebro tratando de descifrar qué sucedía, pero su confusión no lo dejaba pensar con claridad. El policía mal encarado lo miró con ojos severos y depositó una carpeta amarilla que contrastó con la oscura superficie de la mesa.
—Soy el teniente Eros Saporiti de homicidios —se identificó el oficial—, y lamento decirle, señor Delgado, que está usted en un gran problema.
Andrés se encogió mareado en la silla, sin escuchar bien al policía que le hablaba, escrutándolo desde el otro costado de la mesa. Le tenía miedo a ese hombre. En la cara del teniente Saporiti se notaba el desprecio que sentía hacia él. Ignoraba qué había hecho para granjearse semejante agresividad y porqué lo tenían en custodia.
—¡Por el amor de Dios! ¿Puede decirme qué sucede aquí? —exigió desesperado.
—Lo mismo que le acabo de contar, mal nacido. ¡Está usted bajo arresto por el asesinato de siete personas!
Andrés estuvo a punto del infarto al escuchar semejante acusación. Él, que no podía matar una mosca, menos podría haber asesinado a esa gente. Todo era un terrible mal entendido.
—Lo siento —comenzó a disculparse—, pero esto es un error. Yo no…
—¡Claro que sí! Fue un error asesinar a esas personas a sangre fría.
Esto no puede ser cierto, pensó atemorizado, rezando para que alguien escondido saltara de cualquier sitio, cámara de filmación en mano, y prendieran las luces y confesaran que era una broma, pero nadie salió de ningún lado y solo la lámpara que lo iluminaba siguió encendida.
El teniente Saporiti se inclinó enojado hacia Andrés con ambas manos sobre la mesa, conteniéndose, agotado por todo el ajetreo del día, no estaba de humor para darle largas al asunto. Se notaba que el golpe que tenía en la cara le dolía bastante.
—¿Esta es la parte donde niegas que eres culpable y que no tienes nada que ver con lo que pasó? —dijo mientras habría la carpeta y mostraba unas fotografías sin perder de vista los ojos del detenido—. Porque entonces esta será la parte donde te muestro las pruebas y tú te meas en los pantalones de miedo cuando entiendas que nada te salvará.
Andrés se espantó cuando vio en las fotografías los cadáveres de varias personas. Sintió como si se le secara el estómago y le diera ganas de vomitar. Sufría de hemofobia y, aunque solo estaba viendo la sangre en las imágenes, palideció como una hoja de papel.
—Aquí hay una terrible equivocación, yo no he matado a nadie, solo soy un simple empleado de bar.
Saporiti suspiró, todo era una rutina para él, aunque aquel crimen pudiera ser uno de los más horrorosos y sorprendentes que hubiera visto. Era increíble que un alfeñique con cara de «yo no fui» como Andrés pudiera cometer semejante atrocidad. Si no fuera porque lo había visto, dudaría rotundamente que él hubiera realizado tan sanguinaria hazaña.
—Yo… —trató de explicarse Andrés, pero la voz no le salía de la garganta. Estaba muy aterrado.
El teniente respiró hondo y abrió cuando Caldillo tocó la puerta interrumpiéndole. A él no le gustaba ese remiendo de policía. Lo consideraba un perfecto idiota. El oficial Caldillo, quien se intimidaba justificadamente ante la presencia del teniente, le entregó la tablet que esperaba y le contó algo que el detenido no pudo escuchar. Luego se retiró.
Saporiti se acercó a Andrés y le mostró el video donde aparecía en el bar del Hotel Thalarion, bregando para dejar todo en orden. Era el cambio de turno y saludó a Tony, su relevo, que salía de escena por un momento. El video cambió a otra cámara mostrando un pasillo de casilleros donde Andrés examinaba una chaqueta, como si se extrañara que estuviera entre sus pertenencias. Se puso la prenda después de vacilar unos momentos y salió del pasillo, dejando su casilla abierta sin preocupación alguna. La cámara volvió al bar donde Andrés se vio rondar a una pareja que reía en la barra cuando Tony les servía cerveza. Eran Tomás y Carmela, habituales del bar, quienes se habían casado recientemente. El mismo Andrés había servido los tragos en su noche de bodas. En el video, Andrés agarró una botella de tinto de la mesa de otros clientes y golpeó muy fuerte a Tomás en la cabeza. El hombre se desplomó sin sentido y el vino, mezclado con vidrio y sangre, bañaron a la mujer paralizada por la sorpresa.
Andrés se exaltó al ver la escena y casi cae de la silla. No daba crédito a lo que estaba viendo. Aunque eran idénticos, ese hombre no podía ser él, no recordaba nada de aquello. Él no era agresivo como el tipo del video, nunca haría algo como eso, y menos a Tomás que siempre lo había tratado muy bien. Intentó entender qué pasaba, pero no pudo. Saporiti, al otro lado de la mesa, lo observaba con furiosa recriminación. Odiaba a ese hombre y a todos los asesinos iguales que él, no iba a permitir que se saliera con la suya. ¿Una equivocación? Lo dudaba.
En el video, Carmela reaccionó gritando aterrorizada, pero Andrés usó el cuello roto de la botella como daga, y la degolló como a un pollo. Su cuerpo resbaló del banquillo chorreando sangre sobre la barra.
Tony, que estaba en shock, no reaccionó a tiempo cuando su compañero saltó al otro lado del mostrador, tomó el picahielos y fríamente lo apuñaló en el corazón. El barman murió en el acto con cara de miedo y asombro.
Los presentes se horrorizaron de lo que había sucedido y un grupo de ellos escaparon del lugar a la carrera haciendo un estancamiento en la puerta. Andrés saltó desde la barra sobre un hombre que intentaba huir y lo apuñaló con el picahielos varias veces en la cara, le sacó los ojos. El cuerpo quedó en el piso convulsionando sobre un creciente charco de sangre. Una señora entrada en edad, que el susto que sentía no la dejaba decidir por dónde escapar, corrió en sentido contrario a la salida. Tal vez quería esconderse en el lavabo donde su nieto había ido a descargar la vejiga, pero por confusión, falta de coordinación y miedo, terminó en las manos de Andrés que la agarró brutalmente del pelo y le perforó la tráquea con varias punzadas. Su nieto, que en esos momentos salió del servicio, quedó petrificado al ver a su abuela en el suelo ahogándose en sangre. Él se convirtió en la victima más joven de la tarde. Solo tenía diez años.
Andrés, tranquilo y sin prisas, se acercó a Anny, la cajera, que en esos momentos llamaba a la policía. Quiso ensartarla con el picahielos, pero ella lo esquivó y corrió por detrás de la barra, a la que luego intentó trepar antes que Andrés la agarrara y la tirara al suelo. La tenía acorralada y se podía ver en el video su cara desencajada por el miedo antes de ser asesinada.
Andrés, estupefacto en la sala de interrogación, no pudo ver más aquellas escenas que lo enfermaban. Era imposible que protagonizara semejante matanza. Intentó llevarse las manos a la cara, pero las esposas no se lo permitieron. Se dio cuenta que estaban manchadas de sangre. No pudo contener más las arcadas y, con lágrimas en los ojos, vomitó. Cayó de la silla sobre la inmundicia de los vómitos y comenzó a convulsionar. La mesa a la que estaba esposado se sacudía, pero no se volcó porque estaba fijada al piso.
Saporiti lo agarró para que no se hiciera daño en la cabeza. Bastante enferma le tenía ese desgraciado como para permitir que se causara más traumas. No lo quería con la mente atontada cuando recayera sobre él todo el peso de la justicia. Mientras tanto, ese mal nacido podía romperse los brazos si quería, pensó. El policía no sabía si el hombre en verdad era epiléptico o qué, pero aquello definitivamente era un ataque y no una farsa como muchos pretenden cuando saben que se pudrirán tras las rejas. El teniente vio por un momento el video que seguía reproduciéndose en el instante que, junto a dos agentes, luego de salir del asombro por la escena, fueron a apresar al asesino que se tomaba un café en medio de la masacre. Andrés, quien al principio demostró mucha calma, como si no fuera consciente de lo que había pasado a su alrededor, opuso resistencia fracturando la nariz de Saporiti en el proceso. Al ver las imágenes, al teniente le dolió horrores el tabique nasal y deseó que Andrés se muriera tirado sobre su propio vómito.
—Ni pienses expirar ahora, maldito asesino. Iré por ayuda para que te estabilicen y luego seguiremos con esta sesión. Me aseguraré de mandarte a pudrir por el resto de tu vida al agujero más oscuro y hediondo que exista.
Saporiti, parado bajo la puerta, pedía asistencia a gritos, pero al parecer no escuchaban su llamado de auxilio. Quería investigar por qué nadie le hacía caso, pero no podía dejar sin vigilancia al detenido. Andrés fue recuperando el dominio de sí mismo a sus espaldas.
—Es… chaqueta —murmuró tratando de respirar y recuperar la calma, pero la angustia que sentía no lo dejaba tranquilizarse—. Es la chaqueta —volvió a decir, esta vez más claro.
Saporiti se acercó cauteloso, tratando de entender a qué se refería. Ya había visto de lo que ese psicópata era capaz, no estaba dispuesto en caer en una trampa.
—¿De qué coño hablas? Dímelo claro, que no te entiendo.
—Fue la chaqueta. La chaqueta me obligó a hacerlo. Ella me habló.
—¡Demonios! ¡Tú sí que estás demente!
El teniente había escuchado muchas excusas en el trascurso de su carrera. Las Voces de Devastación, mensajes desde el más allá, comerciales de TV y animales que, según algunos asesinos locos, alegaban que les influían a matar. Pero jamás había oído el caso de una chaqueta parlante y asesina.
—Ya lo estoy recordando —prosiguió Andrés aterrorizado—. Encontré la chaqueta en mi casilla. No puede identificar si pertenecía a alguno de mis compañeros, pero lo curioso es que mi casillero estaba cerrado con candado. Pensé en lo raro que era porque solo yo tengo la llave, o por lo menos eso pensaba. Iba a preguntar quién la había guardado ahí cuando la chaqueta me habló.
—Por el amor de Dios, ¿ahora me vas a decir que la chaqueta te contó algunos chistes? Ya sabía yo que eras el peor de los lunáticos.
—Es cierto lo que digo, la chaqueta me habló. No con una voz como la tuya o la mía, más bien era una voluntad que emanaba de ella y me obligó a ponérmela, una voluntad que conducía mi cuerpo en contra de mi voluntad propia. Ahora lo recuerdo como si lo hubiera vivido en sueños.
Saporiti iba a decir algo, cuando escuchó varias detonaciones que lo pusieron alerta. Instintivamente se llevó la mano a la pistolera, pero su arma de reglamento estaba bajo llave en su escritorio. No era permitido llevarla mientras efectuaba un interrogatorio. Sonaron más disparos.
—¡Coño! ¿Qué demonios ocurre ahí fuera? —quería saber quién estaba disparando en pleno destacamento, pero no deseaba dejar solo al asesino, aunque estuviera esposado a la mesa.
Anteriormente, algunos detenidos habían conseguido liberarse cuando se les dejaba solos y atacaban a los policías al volver a la sala de interrogatorio. El teniente Saporiti tomó una decisión. Si Andrés intentaba aprovechar la ocasión para escapar, él mismo le metería una merecida bala en la cabeza. Ganas no le faltaban. Sonaron más disparos, afuera parecía una guerra. No perdió más tiempo y salió a investigar por los pasillos del destacamento hasta llegar al área de las oficinas. Dos disparos más y el grito de dolor de alguien herido fueron suficientes para que se lanzara detrás de una mesa. Escuchó a varios de sus compañeros ladrar órdenes a lo loco.
—Pshii… Teniente… ahh.
Saporiti volteó y vio al inútil de Caldillo agazapado detrás de otra mesa como el cobarde que era, su arma estaba en el suelo. El teniente le pidió explicaciones, pero el otro no dejaba de quejarse sin informar la situación. Se arrastró molesto hasta donde estaba, listo para soltarle una pelelengua cuando comprendió por qué no respondía. El policía estaba herido de muerte, debajo de él se formaba un charco de sangre.
—Señor… Nicolás se volvió… loco. —Intentó hablar con firmeza y su voz sonó gorgoteante—. Estábamos… cuando… cuando…
—Tranquilo, muchacho —lo calmó el teniente.
Caldillo no era santo de su devoción, pero eso no calmaba la rabia que sentía al ver a un oficial en esas condiciones. Ante su insistencia, dejó que le intentara explicar lo que sucedía mientras las balas volaban sobre sus cabezas. Caldillo no habló lo suficiente y murió, como si esperar por Saporiti e informarle hubiera sido el propósito de su vida. El teniente se disgustó por su muerte, tomó el arma del policía y se arrastró entre los escritorios sorteando los cadáveres de sus compañeros civiles y agentes que habían caído en la refriega. A los que encontraba heridos, los ayudaba a ponerse a cubierto.
—¿Qué rayos está pasando? —preguntó atrincherándose junto a otro policía detrás unos escritorios.
—Es Nicolás, señor. Comenzó a dispararnos sin ningún motivo.
—¿Dispara sin motivos? ¡Explíquese, novato!
—Es que no sabría decirle, señor. Estábamos conversando sobre el asesino del Thalarion cuando Nicolás se acercó a nosotros con un rifle de asalto y nos disparó sin decir media palabra. ¡Se volvió loco!
El teniente conocía a Nicolás, era un buen y dedicado policía que cumplía con sus obligaciones y las normas al pie de la letra. Nunca le dio la impresión de que tuviera problemas psicóticos. Sacó la cabeza y vio disparar a otros compañeros que se escondían como podían, devolviendo los disparos sobre el atacante sin tener buenos resultados. No daba crédito a lo que veía. ¿Sería posible que aquella chaqueta que usaba Nicolás fuera la misma que había usado Andrés en el momento de su arresto? No cabían dudas, desde donde estaba pudo ver la sangre que manchó la prenda. Saporiti reflexionó sobre la demencia espontánea de Nicolás y el testimonio de Andrés, que aseguraba haber perdido el control de sí mismo al usar la chaqueta, asesinando a siete personas. El teniente era escéptico, pero reconocía que algo muy fuera de lo común estaba pasando. Una ráfaga de balas lo sacó de sus pensamientos. Nadie tenía la oportunidad de abatir al policía enloquecido, que al parecer, tenía una ración infinita de municiones. El teniente hizo un rodeo arrastrándose por el suelo lleno de astillas, cristales rotos y sangre de sus compañeros, hasta llegar a la posición adecuada. Se asomó con el arma de Caldillo y esperó tener un tiro limpio, cuando el desquiciado con su fusil acribillador, salió detrás de una columna. Saporiti apuntó a la cabeza y disparó dos veces sin titubear. El cráneo de Nicolás estalló en una nube roja. Un par de segundos después cayó desgonzado con un ruido seco.
Media hora más tarde, los reporteros se colaban para tomar fotos, paramédicos y otros agentes de policía traqueteaban por todos lados atendiendo a los heridos, y haciendo todo lo posible por ayudar a restablecer el orden.
El teniente Saporiti había despojado a Nicolás de la chaqueta, quería examinarla antes que alguien más la tocara. En su examen no pudo identificar qué tipo de material había sido empleado para su confección. No es que fuera un experto en pieles, pero nunca había visto un cuero como aquel. Era ligero comparándolo con su grosor, parecía áspero; sin embargo, era muy suave y sedoso. Quería admirar cómo luciría la chaqueta en él, sentía la necesidad de usarla. Entonces percibió esa voluntad que Andrés le había confesado y que ejerció control sobre él. El teniente no comprendía cómo era posible, pero sentía la malignidad que aquella ropa poseía y aun así le gustaba.
—¿Qué se supone que hace, Saporiti? —le dijo el capitán, enojado por aquel desastre que seguro le provocaría muchos problemas con el alto mando—. ¿Acaso no me escuchó? Le ordeno que baje esa arma, teniente. ¿Teniente? ¡TENIENTE!
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