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Tenía catorce años cuando me enrolé en la Brigada de Alfabetización «Conrado Benítez». Aún recuerdo su himno completo, comenzaba así: «Somos la Brigada Conrado Benítez / somos la vanguardia de la Revolución / Con el libro en alto cumplimos una meta / Llevar a toda Cuba la alfabetización». Muchachito del pueblo de Fomento (por entonces tendría cinco mil habitantes), parece que apliqué el verso de Lezama Lima: «deseoso es el que huye de su madre», y pedí irme a Oriente, lejos de ella, pero a la región llana de la entonces provincia luego dividida en cinco: Las Tunas. Un grupo de colegas en edad escolar me siguieron en la elección del sitio, y en conjunto nos fuimos a Varadero, donde se nos adiestraba durante una semana, se nos ofrecía el uniforme de alfabetizador y el famoso farol, símbolo de la campaña.
Fue una hazaña colectiva y guardo el orgullo de haber formado parte de ese ejército juvenil que llevó letra y números elementales a los campos y sitios urbanos de Cuba, dondequiera que hubiese alguien que no supiera leer y escribir. Previamente había participado en Fomento del censo de analfabetos, que arrojó a nivel nacional más del treinta por ciento de la población insular.
Yo conocía bien Varadero, año tras año me iba en las vacaciones de verano hacia Cárdenas, donde vivía mi tía paterna Haydée, y los fines de semana concurríamos a la famosa playa. Pero la estancia en los edificios Granma y el primer rigor comunal de mi vida cambió el entorno, no estábamos allí para bañarnos ni para reposar sobre las finas arenas, sino para entrenarnos en tan corto tiempo para una tarea de meses. Era febrero-marzo de 1961, en abril llegamos a Las Tunas, yo nunca había ido más allá de La Habana hacia el occidente o de Sancti Spíritus hacia el oriente, de modo que fue un viaje para mí, épico. Íbamos con el empuje de la tarea por acometer, de la ilusión no poco romántica de hacernos maestros y de convivir en sociedades para cada uno de nosotros inéditas.
Entre las reliquias que he guardado con celo están la cartilla Venceremos y el manual Alfabeticemos. El segundo comienza con una frase martiana: «…Y me hice maestro, que es hacerme creador», luego hay una carta-comunicado, un índice, y siguen las «Orientaciones para el alfabetizador», más textos de catorce temas de interés para ser tratado con los educandos y un vocabulario. Se relaciona en seguida los temas del manual con los asuntos de la cartilla, luego hay diez páginas de «Orientaciones»: «Muéstrese animoso ante las dificultades, piense que trabaja para la Patria combatiendo la ignorancia». Algo que cumplí al pie de la letra: «Desde el primer momento enseñe a sus alumnos a escribir su propio nombre». Esto me ofreció muchas satisfacciones, todos aprendieron en seguida a escribirlo, deletreándolo.
La cartilla comenzaba con las letras OEA, para luego entrar en todas las vocales y poco a poco en las consonantes y las sílabas. Pasamos después a palabras concretas y luego ya lectura de oraciones y de pequeños párrafos. La cartilla gozaba de una sencillez extrema para la fácil adopción del alfabetizador por joven que fuera y para el gradual paso del no saber escribir ni leer hacia el mínimo nivel de más o menos un primer grado escolar. Más adelante continuaría la campaña desde 1962 para complemento y afianzamiento de lo aprendido y elevar al grado escolar más alto posible a los alfabetizados mediante el llamado «seguimiento.»
Conservo las planillas de dieciséis personas del censo que hice al llegar a Villanueva, Finca Loreto, cuartón Antonio Machado. Luego el «Expediente del alumno» y hasta tengo en mi poder la planilla de las pruebas Inicial, Intermedia y Final. He guardado el Registro de Analfabetos, hasta 16 personas entre dieciocho años de edad (María Comendador) y setenta y nueve (Teófila Palmero). Los estados civiles eran de concubinato, soltería, casados (solo uno) y viuda (una persona). En la lista hay miembros de las familias Comendador, Crespo, Rojas, Palmero y otros varios, recuerdo a Luis Pérez Comendador, sordomudo de treinta y dos años de edad, que al menos aprendió a firmar y a sacar algunas cuentas, lo cual exhibía con mucho júbilo en la Tienda del Pueblo de Villanueva. Gracias a este señor mi nombre como alfabetizador apareció por primera vez en la prensa cubana, en el diario santiaguero Sierra Maestra, pues un periodista que pasaba de recorrido por aquella zona, se interesó en el caso muy comentado en la tienda de víveres de Villanueva. Hasta conservo el pequeño manual de instrucciones para usar el farol que nos dieron en Varadero y que fue la alegría de los campesinos cuando lo prendí por primera vez.
Estuve en dos casas diferentes, una de ellas un grupo campesino muy pobre, piso de tierra, un matrimonio con cuatro hijos varones y una hija solamente ya casada. Pasé seis meses con ellos en completa armonía, pero se mudaron a Camagüey y tuve que irme a otra casa, de personas de muy buena posición económica, hasta el final de la campaña. Seguí con mis alumnos aunque ahora me quedaban muy distantes, por lo menos unos cuatro o cinco kilómetros entre cañaverales y luego potreros de ganado menor. Uno pocos de mis alumnos y de sus familias vivían en un grupo comunal, entre casas (bohíos) muy pobres y «varaentierras», o sea, un módulo que era solo el techo asentado en la tierra y dentro dormían las personas que cocinaban fuera, a la intemperie, o sea, no eran más que techos a dos aguas directamente fijo en el suelo, por cierto, más resistente a los ciclones que las casa muy bien fabricadas. Mis gentes allí eran amas de casa, obreros agrícolas, sobre todo cañeros.
Recuerdo cuando vivía con la familia Díaz Cruz (ninguno de ellos era analfabeto) que otros vecinos me obsequiaban dos litros de leche. Siempre los compartí con aquellos muchachos más o menos de mi misma edad: Santiago y Aristónico, al que decían Funque. Yo tenía catorce años. La señora de la casa (Gertrudis Cruz) era espiritista, concurría a un centro de cordón cerca de Villanueva, donde los sábados nos dábamos cita casi todos los brigadistas de la región, pues era el único lugar a la redonda donde podíamos comprar helados. Vivíamos en un camino vecinal estrecho entre Villanueva y Bartle. Nunca olvido la madrugada de mi cumpleaños en que me levanté y salí al patio y miré al cielo, nunca vi astros tan grandes, las estrellas eran enormes ante mis ojos.
Cuando me despedí de aquella zona en diciembre de 1961, me grabé en el recuerdo casa a casa, las familias, mis visitas dominicales a diferentes grupos de amigos en la carretera del Entronque de Manatí (con la carretera central) hasta el ingenio América Libre, por entonces un simple y ancho terraplén. Cuando regresé exactamente cincuenta años después, en visita de 2011, me costó mucho reconocer el sitio, solo quedaba una casa de aquellas antiguas de la región, no había ya caña de azúcar, ni trencito de vía estrecha para el acopio, ni las características rondanas para el peso de la caña, nada, los campesinos se habían diseminado, muchos se fueron a Las Tunas, la referencia para hallar el sitio exacto fue el pueblecito de Villanueva y un puente previo que permanece allí desde tiempos remotos.
Guardo el orgullo de haber participado en aquella campaña, pero por razones de mudanzas de los campesinos, de edad o de problemas de salud, solo pude alfabetizar a cinco del grupo original, casi todos comenzaron en mayo-junio, de modo que tuve seis meses para enseñarles lo que era de rigor. Y no se me olvida aquel himno que continuaba así: «Por valles y montañas el brigadista va / Llevando con los libros la luz de la verdad», y terminaba «¡Cuba, Cuba, alfabetizar, alfabetizar, venceremos!». Mucha gente de mi edad, ahora que arribamos a sesenta años de esa gesta, recordará sus propias acciones, pero una nos sirve a todos: alfabetizamos, fuimos, enseñamos y vencimos. La campaña de alfabetización de 1961 fue un hito al despertar de mi adolescencia, nunca la he olvidado, no deseo olvidar.
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