Siempre admiré –y reverenciaré–la impronta humorística del presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías. Aquellos arranques populares que lo ponían a cantar, practicar béisbol, hacer juegos de palabras (¡Alca…rajo con el ALCA!) más allá de las acusaciones y perretas de sus detractores, que lo tildaban de populista o grosero, establecieron un efectivo pacto de comunicación con una mayoría hastiada de los discursos envenenados por la demagogia de los políticos precedentes.
La efectividad de aquel lenguaje puso en crisis unas normas de comunicación que (en lo político, en lo diplomático) ponderan la corrección para enmascarar el trasfondo depredador de la mentira en pos de eternizar la desigualdad, la exclusión y la injusticia. El líder bolivariano daba con ello, también, un voto a favor del desenfado, uno de los más preciados recursos del humor.
Sí, la risa es la catarsis gracias a la cual nos vemos y nos entendemos mejor. Se sabe que la repetición de estereotipos conduce al ridículo, uno de los más socorridos resortes donde se ceba la médula de lo cómico. De ahí que ponerlo en evidencia valiéndonos de la hipérbole, el absurdo, el lenguaje subliminal, exagerando los rasgos esperpénticos, sean algunas de las herramientas de mayor incidencia y legitimidad en las construcciones del género.
Hace unos meses la publicación de un artículo, en el periódico Granma, desató en nuestro país una polémica sobre la legitimidad de los enfoques con que los humoristas cubanos de hoy conciben sus propuestas. Variado fue el repertorio de reacciones, de uno y otro lado, y la virulencia fue una de sus marcas más frecuentes. Hoy, ya apaciguadas aquellas calenturas, expongo algunas de mis opiniones.
Me interesa precisar que la polémica tuvo dos vertientes, una encaminada a exponer fundamentos teóricos sobre el humor y su validez, y la otra (la de más encendidos intercambios) enfocada sobre aspectos que relacionan al humorismo, sobre todo el televisivo, con la vida pública. Tal como suele suceder en el tipo de discusión sobre asuntos de la cotidianeidad, numerosos fenómenos extrartísticos afloraron con categoría de fantasmas portadores de las dudosas banderas de la paranoia, la desacreditación y la censura.
Nuestro país siempre se ha caracterizado por su talento para la sátira. Abundan, a lo largo de su historia, ejemplos de su proliferación en periódicos, revistas y medios audiovisuales. Incorporarle a estas lecturas intenciones que van más allá del propósito de que el humor cumpla su función de espejo, nunca resultará sano, y la mayor parte de las veces desembocará en torceduras de lo esencial en aras de lo fáctico.
El que estemos sometidos a la agresividad creciente del imperialismo no implica que debamos defendernos hasta de nuestras propuestas culturales. Y no es justo que el humor devenga chivo expiatorio. Vale aquí recordar lo expresado por Martí en Patria, en 1892: «No todo ha de ser trompa épica y clarín de pelear», y en consecuencia rememora: «¡Ah, aquellas noches de cuentos, y aquellas comedias, y aquellas conversaciones de la guerra, aquellos chistes…!».[1]
El autor del texto que hizo de detonante se quejaba de que los dardos se dirigieran hacia un solo sector –los funcionarios públicos– mientras los humoristas, y buena parte de la intelectualidad, reaccionaron al amparo de las concepciones estéticas que, desde siempre, le han permitido al humor operar como termómetro de la vox populi en torno a las dinámicas cotidianas, sin atender mucho a ciertos límites. Una afirmación del madrileño Miguel Mihura (de la llamada «Generación olvidada del 27») sirve de apoyo a lo expresado por los artistas: «El humor es ver la trampa a todo, darse cuenta de por dónde cojean las cosas; comprender que todo tiene un revés, que todas las cosas pueden ser de otra manera».[2]
¿Le asiste alguna razón al articulista de Granma? En justicia, sí. No es menos cierto que en la coyuntura actual, la confianza –no en la justicia sino en la eficiencia del servicio– se ha desplazado de lo institucional a lo privado, y ello ha hecho mutar las figuras vulnerables. Pero si lo institucional ha ganado categoría de objeto satirizable ello no es culpa de los humoristas, sino de cierta disfuncionalidad claramente visible. La tipología puesta sobre el candelero no es un constructo de aquellos que tienen al humor como oficio.
El estado lucha denodadamente por competir y revertir la asimetría mencionada, que se deriva de los males asociados a una política económica dentro de la cual se aceptó la existencia de un sector privado incipiente. Por forzada que nos pudiera parecer esta afirmación, en ese escenario se definen los protagonismos de las figuras a satirizar.
Entender como ilegítima la sátira humorística se me hace equivalente a que se le impida a alguien plantear en una asamblea de rendición de cuentas lo que, luchando por la Revolución, conspire contra ella. El humor, que siempre necesita, además de las tertulias familiares o de amigos, de los medios masivos y los escenarios, constituye el mismo una gran asamblea que nos pone delante de los ojos lo estereotipado, lo falso, la entelequia, y hasta la demagogia. Nos convida tangencialmente a reflexionar, a actuar contra las causas, no contra las consecuencias, y propone con sus códigos lecturas, más que sociales, antropológicas de asuntos esenciales en la vida de un país. Sus cuchufletas, aunque nos parezcan de devaluación, acaban cumpliendo una función legitimadora de la grandeza cultural de nuestras políticas.
En relación con los espacios humorísticos que hoy caracterizan nuestra vida cultural, considero que los más emblemáticos hacen un humor inteligente, lleno de sutilezas donde se traducen en gran medida las preocupaciones de la población, gracias a lo cual propician con limpieza el efecto agradecible de la carcajada.
Por otra parte, no creo que esas propuestas deslicen sus caracterizaciones en un solo sentido: tan variopinta es la galería de tipos que nos propone, digamos, Vivir del cuento, que no dejan títere con cabeza: desde el oportunista, el delincuente, el cuentapropista, el merolico, el ingenuo, el descolocado hasta el alardoso, todos se presentan tan coherentes y verosímiles que por eso mismo garantizan la receptividad mayoritaria.
Estas tardías reflexiones mías, alejadas ya del calor del debate, se proponen una mirada desde la serenidad. Cualquier análisis de un tema cultural, cuando en él se involucran las emociones, en buena medida pierde densidad y arrastra a los participantes hacia el atrincheramiento. Si como dijera Bergson: «el mayor enemigo de la risa es la emoción […] La comicidad exige pues, para surtir todo su efecto, algo así como una anestesia momentánea del corazón, pues se dirige a la inteligencia pura».[3] Tomemos como válida aun esa convocatoria, no ya para lo pasado, sino para futuras polémicas, que siempre, se den en el tono que se den, nos dejarán un saldo positivo.
(Santa Clara, 14 de noviembre de 2019)
[1]José Martí: Patria, 1892. Tomado de «”Amar y reír”, la poesía de la guerra», de Marlén A, Domínguez Hernández, en Portal José Martí, disponible en http://www.josemarti.cu/dossier/amar-y-reir-la-poesia-de-la-guerra/ [fecha de consulta, 13 de noviembre de 2019].
[2]Miguel Miuhra: citado por Rafael Narbona en: «Miguel Mihura: el sentido cómico de la vida, en El Cultural [16 de octubre de 2018]. Disponible en https://elcultural.com/miguel-mihura-el-sentido-comico-de-la-vida [fecha de consulta, 13 de noviembre de 2019]
[3]Hanry Bergson: La risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad. Ediciones Godot, Buenos Aires, 2011, Traducción, Rafael Blanco, p.10 y 11.
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