La sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en la esquina de 17 y H, en el Vedado, es, desde hace varios años, Monumento Nacional. La comisión encargada de otorgar dicho reconocimiento tomó en cuenta para hacerlo no solo los valores arquitectónicos y estéticos del inmueble (que son muchos) y su antigüedad, sino y sobre todo, su historia a lo largo de casi 60 años.
Allí, durante varios lustros, tuvo su lugar de trabajo Nicolás Guillén, Poeta Nacional de Cuba, y sus salones y hermosos jardines han sido, desde antes de la fundación misma de la UNEAC, sitio de encuentro y reunión de lo más valioso de la intelectualidad cubana, y de no pocos creadores de otros países a su paso por La Habana. Baste decir que al constituirse la UNEAC, en agosto de 1961, por acuerdo del I Congreso de los Escritores y Artistas Cubanos, que tuvo lugar en esa fecha, sus vicepresidentes, electos en ese evento, fueron la primerísima bailarina absoluta Alicia Alonso, el narrador Alejo Carpentier, el poeta José Lezama Lima, los pintores René Portocarrero y Mariano Rodríguez y el ensayista y profesor José Antonio Portuondo.
El poeta Félix Pita Rodríguez se encargaría de la conducción de la Sección de Literatura, y ocuparían distintas responsabilidades jóvenes escritores como Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís, Jaime Sarusky y José A. Baragaño. Muy cerca andaban figuras mayores como Ángel Augier y Onelio Jorge Cardoso, que no demorarían en asumir y mantener importantes cargos en la institución durante largo tiempo.
Ya despuntaban los entonces novísimos Miguel Barnet y Nancy Morejón. Tenía ella dos poemarios en su haber cuando el premio UNEAC, que mereció en 1967, hizo que empezara a vérsele como la poeta que es hoy. Barnet, en 1963, daba a conocer, con el sello de Ediciones Unión, su libro La piedra fina y el pavo real. Nacía con ese libro, diría Fernández Retamar, “veinticinco años después, un auténtico poeta nuevo, con mirada, voz y aliento propios”. Desde entonces la poesía no lo ha abandonado. Solo que, añadía Retamar, “es una poesía que se manifiesta en distintos cuerpos, y en todos ellos resplandecen las virtudes del autor: la desbordante cubanía, el acierto expresivo logrado como sin esfuerzo, el aire luminoso y liviano hasta en la tristeza”. Hoy Barnet preside la Unión1 y, sin olvidar que se trata de otro tiempo, quiere revivir el aliento de sus fundadores.
Primera imagen
Guardo algunos recuerdos entrañables de aquella etapa fundacional. A ella corresponde mi primera imagen de Nicolás Guillén. Era el 26 de diciembre de 1962; en octubre había cumplido yo 14 años, cuando esa noche pasé, supongo que de regreso de la Casa de las Américas, cuya biblioteca ya frecuentaba, por la casona de 17 y H. El edificio estaba iluminado. Había una recepción y, atreviéndome más de lo que me atrevía entonces, entré. No buscaba comer y mucho menos beber; quería únicamente ver a Nicolás en persona. Había leído ya todos sus poemarios, en aquellas ediciones argentinas de Losada, y perseguía y recortaba las crónicas que publicaba en el periódico Hoy. Al abordarlo, en un momento en que quedó solo en un ángulo del salón, pensé que me tiraría los caballos encima por haberme metido en un sitio donde nadie me había llamado. Pero no. Me trató con suma afabilidad, y no sé de dónde, pienso que de un bolsillo de la chaqueta, sacó un ejemplar de ¿Puedes?, impreso por Fayad Jamís como un pequeño cuaderno, y lo firmó para mí. Era la primera vez que un escritor me firmaba un libro.
Por eso me es posible hoy, a la vuelta de los años transcurridos, precisar la fecha de aquel encuentro. El cuadernillo sigue siendo uno de los ejemplares más preciados de mi muy nutrida biblioteca. Incluye dos dibujos del poeta y, como una curiosidad, un fragmento, para leer frente a un espejo, del propio poema manuscrito. La edición constó de 500 ejemplares numerados. El mío es el 261 y debe ser, más de medio siglo después de haberse publicado, toda una rareza bibliográfica. Solo Fayad Jamís era capaz de mini libros como ese, publicado con el sello de la librería La Tertulia; empeño que volvería a intentar en la Biblioteca Nacional.
Otro momento memorable es el de la noche en que Octavio Smith, Eliseo Diego, Virgilio Piñera y Lezama Lima leyeron sus poemas en la sede de la Unión. Y la noche en que lo hizo el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal. Guillén, al presentarlo, dijo que, “viéndolo de lejos, con sus barbas y su melena de profeta, parecía un Cristo, pero que en verdad se trataba de un guerrillero”. Eran los tiempos de la lucha contra la satrapía de Somoza, y Cardenal, desde su retiro aparente en la isla de Solentiname, en el archipiélago del mismo nombre, era un activo colaborador de la guerrilla sandinista.
El banquero amarillo
El primer escritor que entró a la casona de 17 y H fue el poeta Pablo Armando Fernández. Abrió con la llave la puerta principal y tomó posesión del inmueble en nombre de los creadores cubanos. Al revisar lo que había en su interior, Pablo Armando quedó confundido y anonadado, sin poderse explicar cómo un hombre que vivía solo, pues su esposa había muerto y cada uno de sus tres hijos vivía en casa propia, tuviera un escaparate lleno de almohadillas sanitarias y cientos y cientos de uniformes de sirvienta sin estrenar. Faltaba tiempo entonces para que se constituyera la UNEAC, pero ya el edificio empezaba a ser la casa de los escritores y artistas.
Había sido la residencia, durante 39 años, de Juan Gelats Botet, propietario del Banco Gelats, el más antiguo entre las empresas nacionales de su tipo y el noveno en importancia por el monto de sus depósitos: ascendían a 46 600 000 pesos en 1956. Gelats era además el banquero de Su Santidad el Papa en la Isla y operaba la cuenta en dólares del convenio de pago entre Cuba y España.
La historiadora Nydia Sarabia lo recuerda cuando “muy temprano en la mañana, daba vueltas por el jardín en espera de que su chofer alistara el automóvil”. Para otra escritora, Renée Méndez Capote, “Juan Gelats era el banquero amarillo. De aspecto triste y sombrío, feo, con algo de carnero en la frente estrecha”. Al morir su padre, en 1934, él y sus tres hermanos recibieron el banco en herencia. Su hermano Joaquín ocupó entonces la presidencia de la entidad bancaria. Murió Joaquín también. Juan asumió la conducción del negocio y terminó como su propietario único al adquirir la parte que correspondía a sus hermanos.
Si Juan Gelats era el banquero amarillo, Joaquín, precisaba la Méndez Capote, “era el banquero verde. Una figura hierática, silenciosa, hermética, siempre acompañado por un secretario particular vestido de negro, de carita redonda, que por comunión espiritual con su jefe iba poco a poco poniéndose verde”.
Añade la autora de Amables figuras del pasado: “Los recuerdo sentados en un automóvil europeo negro, grande como una casa, reluciente, manejado por un chofer absolutamente respetable, que merecía el epíteto de español y del comercio, que marcaba la condición de mayor respetabilidad en aquella sociedad que seguía siendo colonial”.
En 1920 la baja de los precios del azúcar hizo que se tambaleara la economía cubana. Los bancos nacionales y españoles asentados en la Isla, que habían especulado con el alza azucarera, se vieron sin poder cobrar los préstamos que a corto plazo y de manera irresponsable hicieron, en época de bonanza, a los señores del azúcar. Los ahorristas, gente humilde en su mayoría, que tenían su dinero en esos bancos, perdieron sus depósitos, en muchos casos los ahorros de toda la vida, mientras que algunos banqueros se fugaban cargados de dinero y sus entidades iban a la quiebra. Solo el Banco Gelats devolvió a sus clientes hasta el último centavo. La propia Méndez Capote vio como: “Joaquín y Juan, sin chaqueta y con las mangas de la camisa recogida en los codos, asumían la labor de cajeros en la entidad donde eran gerentes. Los secundaba en la tarea Don Narciso, el padre, creador de aquel templo del dinero en la calle Aguiar No. 456, en pleno distrito bancario de La Habana Vieja”. Fue el único banco de capital cubano-español que sobrevivió a la crisis.
La casa
El 15 de enero de 1918, el señor Juan Gelats Botet, vecino de la calle San Lázaro No. 31, solicitaba al Alcalde de La Habana el permiso pertinente para construir una casa en los solares 4, 5 y 6 de la manzana número 75 del Vedado. Siete días después el director de Ingeniería Sanitaria del Ayuntamiento habanero aprobaba el expediente presentado por Gelats y el 28 del propio mes el Departamento de Fomento del municipio lo autorizaba a “construir una casa de dos plantas, con garaje anexo, de paredes de ladrillo y techo de azotea”. El 5 de marzo de 1920, veintidós meses después de haberse iniciado la obra, el Departamento de Fomento declaraba habitable la casa. Es obra de los arquitectos Rafecas y Toñarelis.
Lamentablemente, la humedad y el tiempo dañaron de manera irreversible ese expediente que obra en los fondos del Archivo Nacional con el número 56 182. Casi todas las páginas que lo conforman están calcinadas o quemadas y se rasgan o deshacen al manipularlas. Varios de los planos están tan fragmentados que se hace difícil empalmarlos.
Adiciones se hicieron al inmueble a lo largo de los años. Dos por lo menos están debidamente expedientadas. En 1944 pidió Gelats autorización al municipio para construir un cuarto de baño al lado de la caja de la escalera en la planta baja. Y ocho años más tarde solicitó permiso para construir una nave dedicada a garaje, que amplió los existentes.
El banco no era la única propiedad de Juan Gelats. Guillermo Jiménez, en su libro Los propietarios de Cuba, compendía la larga lista de sus bienes. Estaba a su nombre la Compañía Inversionista S.A., poseedora de bienes inmuebles y prestamista de dinero por hipotecas, con un capital de millón y medio de pesos. Consejero de la fábrica de la cerveza Cristal, donde tenía acciones por más de 171 000 pesos. Propietario de los llamados valores de empresa en la Compañía Cubana de Electricidad (880 000 pesos) y en la Compañía Cubana de Teléfonos (260 000) la Compañía de Jarcia de Matanzas (25 000) y Compañía Azucarera Guedes (100 000) entre otras entidades. Era además tenedor de bonos emitidos por el gobierno norteamericano y tenía sustanciales inversiones en España. Poseía inmuebles en Marianao y en el reparto Biltmore. Pertenecía a la junta consultiva del Diario de La Marina y actuaba como consejero económico del Arzobispado de La Habana. El Papa lo condecoró con la Encomienda de San Gregorio el Magno y la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, y el generalísimo Francisco Franco le otorgó en 1954 la Encomienda de Isabel la católica por “su entusiasta labor a la causa de España contra el Comunismo en la Guerra Civil”.
Aunque sus reservas aumentaban, dice Guillermo Jiménez, el banco comenzó a perder peso relativo ya en la década de los 50 del siglo pasado. Disminuyeron los negocios y las utilidades, lo que se atribuyó a los métodos de administración de Gelats, a su política de créditos y su renuencia a la apertura de sucursales. Solo abrió una en 1958. Ya para esa fecha estaba enfermo y su único hijo varón debió sustituirlo en la dirección del banco. Se retiró unos meses antes de quitarse la vida, el 14 de diciembre de 1959. Se ahorcó en su propia casa. Había triunfado ya la
La sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en la esquina de 17 y H, en el Vedado, es, desde hace varios años, Monumento Nacional. La comisión encargada de otorgar dicho reconocimiento tomó en cuenta para hacerlo no solo los valores arquitectónicos y estéticos del inmueble (que son muchos) y su antigüedad, sino y sobre todo, su historia a lo largo de casi 60 años.
Allí, durante varios lustros, tuvo su lugar de trabajo Nicolás Guillén, Poeta Nacional de Cuba, y sus salones y hermosos jardines han sido, desde antes de la fundación misma de la UNEAC, sitio de encuentro y reunión de lo más valioso de la intelectualidad cubana, y de no pocos creadores de otros países a su paso por La Habana. Baste decir que al constituirse la UNEAC, en agosto de 1961, por acuerdo del I Congreso de los Escritores y Artistas Cubanos, que tuvo lugar en esa fecha, sus vicepresidentes, electos en ese evento, fueron la primerísima bailarina absoluta Alicia Alonso, el narrador Alejo Carpentier, el poeta José Lezama Lima, los pintores René Portocarrero y Mariano Rodríguez y el ensayista y profesor José Antonio Portuondo.
El poeta Félix Pita Rodríguez se encargaría de la conducción de la Sección de Literatura, y ocuparían distintas responsabilidades jóvenes escritores como Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís, Jaime Sarusky y José A. Baragaño. Muy cerca andaban figuras mayores como Ángel Augier y Onelio Jorge Cardoso, que no demorarían en asumir y mantener importantes cargos en la institución durante largo tiempo.
Ya despuntaban los entonces novísimos Miguel Barnet y Nancy Morejón. Tenía ella dos poemarios en su haber cuando el premio UNEAC, que mereció en 1967, hizo que empezara a vérsele como la poeta que es hoy. Barnet, en 1963, daba a conocer, con el sello de Ediciones Unión, su libro La piedra fina y el pavo real. Nacía con ese libro, diría Fernández Retamar, “veinticinco años después, un auténtico poeta nuevo, con mirada, voz y aliento propios”. Desde entonces la poesía no lo ha abandonado. Solo que, añadía Retamar, “es una poesía que se manifiesta en distintos cuerpos, y en todos ellos resplandecen las virtudes del autor: la desbordante cubanía, el acierto expresivo logrado como sin esfuerzo, el aire luminoso y liviano hasta en la tristeza”. Hoy Barnet preside la Unión1 y, sin olvidar que se trata de otro tiempo, quiere revivir el aliento de sus fundadores.
Primera imagen
Guardo algunos recuerdos entrañables de aquella etapa fundacional. A ella corresponde mi primera imagen de Nicolás Guillén. Era el 26 de diciembre de 1962; en octubre había cumplido yo 14 años, cuando esa noche pasé, supongo que de regreso de la Casa de las Américas, cuya biblioteca ya frecuentaba, por la casona de 17 y H. El edificio estaba iluminado. Había una recepción y, atreviéndome más de lo que me atrevía entonces, entré. No buscaba comer y mucho menos beber; quería únicamente ver a Nicolás en persona. Había leído ya todos sus poemarios, en aquellas ediciones argentinas de Losada, y perseguía y recortaba las crónicas que publicaba en el periódico Hoy. Al abordarlo, en un momento en que quedó solo en un ángulo del salón, pensé que me tiraría los caballos encima por haberme metido en un sitio donde nadie me había llamado. Pero no. Me trató con suma afabilidad, y no sé de dónde, pienso que de un bolsillo de la chaqueta, sacó un ejemplar de ¿Puedes?, impreso por Fayad Jamís como un pequeño cuaderno, y lo firmó para mí. Era la primera vez que un escritor me firmaba un libro.
Por eso me es posible hoy, a la vuelta de los años transcurridos, precisar la fecha de aquel encuentro. El cuadernillo sigue siendo uno de los ejemplares más preciados de mi muy nutrida biblioteca. Incluye dos dibujos del poeta y, como una curiosidad, un fragmento, para leer frente a un espejo, del propio poema manuscrito. La edición constó de 500 ejemplares numerados. El mío es el 261 y debe ser, más de medio siglo después de haberse publicado, toda una rareza bibliográfica. Solo Fayad Jamís era capaz de mini libros como ese, publicado con el sello de la librería La Tertulia; empeño que volvería a intentar en la Biblioteca Nacional.
Otro momento memorable es el de la noche en que Octavio Smith, Eliseo Diego, Virgilio Piñera y Lezama Lima leyeron sus poemas en la sede de la Unión. Y la noche en que lo hizo el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal. Guillén, al presentarlo, dijo que, “viéndolo de lejos, con sus barbas y su melena de profeta, parecía un Cristo, pero que en verdad se trataba de un guerrillero”. Eran los tiempos de la lucha contra la satrapía de Somoza, y Cardenal, desde su retiro aparente en la isla de Solentiname, en el archipiélago del mismo nombre, era un activo colaborador de la guerrilla sandinista.
El banquero amarillo
El primer escritor que entró a la casona de 17 y H fue el poeta Pablo Armando Fernández. Abrió con la llave la puerta principal y tomó posesión del inmueble en nombre de los creadores cubanos. Al revisar lo que había en su interior, Pablo Armando quedó confundido y anonadado, sin poderse explicar cómo un hombre que vivía solo, pues su esposa había muerto y cada uno de sus tres hijos vivía en casa propia, tuviera un escaparate lleno de almohadillas sanitarias y cientos y cientos de uniformes de sirvienta sin estrenar. Faltaba tiempo entonces para que se constituyera la UNEAC, pero ya el edificio empezaba a ser la casa de los escritores y artistas.
Había sido la residencia, durante 39 años, de Juan Gelats Botet, propietario del Banco Gelats, el más antiguo entre las empresas nacionales de su tipo y el noveno en importancia por el monto de sus depósitos: ascendían a 46 600 000 pesos en 1956. Gelats era además el banquero de Su Santidad el Papa en la Isla y operaba la cuenta en dólares del convenio de pago entre Cuba y España.
La historiadora Nydia Sarabia lo recuerda cuando “muy temprano en la mañana, daba vueltas por el jardín en espera de que su chofer alistara el automóvil”. Para otra escritora, Renée Méndez Capote, “Juan Gelats era el banquero amarillo. De aspecto triste y sombrío, feo, con algo de carnero en la frente estrecha”. Al morir su padre, en 1934, él y sus tres hermanos recibieron el banco en herencia. Su hermano Joaquín ocupó entonces la presidencia de la entidad bancaria. Murió Joaquín también. Juan asumió la conducción del negocio y terminó como su propietario único al adquirir la parte que correspondía a sus hermanos.
Si Juan Gelats era el banquero amarillo, Joaquín, precisaba la Méndez Capote, “era el banquero verde. Una figura hierática, silenciosa, hermética, siempre acompañado por un secretario particular vestido de negro, de carita redonda, que por comunión espiritual con su jefe iba poco a poco poniéndose verde”.
Añade la autora de Amables figuras del pasado: “Los recuerdo sentados en un automóvil europeo negro, grande como una casa, reluciente, manejado por un chofer absolutamente respetable, que merecía el epíteto de español y del comercio, que marcaba la condición de mayor respetabilidad en aquella sociedad que seguía siendo colonial”.
En 1920 la baja de los precios del azúcar hizo que se tambaleara la economía cubana. Los bancos nacionales y españoles asentados en la Isla, que habían especulado con el alza azucarera, se vieron sin poder cobrar los préstamos que a corto plazo y de manera irresponsable hicieron, en época de bonanza, a los señores del azúcar. Los ahorristas, gente humilde en su mayoría, que tenían su dinero en esos bancos, perdieron sus depósitos, en muchos casos los ahorros de toda la vida, mientras que algunos banqueros se fugaban cargados de dinero y sus entidades iban a la quiebra. Solo el Banco Gelats devolvió a sus clientes hasta el último centavo. La propia Méndez Capote vio como: “Joaquín y Juan, sin chaqueta y con las mangas de la camisa recogida en los codos, asumían la labor de cajeros en la entidad donde eran gerentes. Los secundaba en la tarea Don Narciso, el padre, creador de aquel templo del dinero en la calle Aguiar No. 456, en pleno distrito bancario de La Habana Vieja”. Fue el único banco de capital cubano-español que sobrevivió a la crisis.
La casa
El 15 de enero de 1918, el señor Juan Gelats Botet, vecino de la calle San Lázaro No. 31, solicitaba al Alcalde de La Habana el permiso pertinente para construir una casa en los solares 4, 5 y 6 de la manzana número 75 del Vedado. Siete días después el director de Ingeniería Sanitaria del Ayuntamiento habanero aprobaba el expediente presentado por Gelats y el 28 del propio mes el Departamento de Fomento del municipio lo autorizaba a “construir una casa de dos plantas, con garaje anexo, de paredes de ladrillo y techo de azotea”. El 5 de marzo de 1920, veintidós meses después de haberse iniciado la obra, el Departamento de Fomento declaraba habitable la casa. Es obra de los arquitectos Rafecas y Toñarelis.
Lamentablemente, la humedad y el tiempo dañaron de manera irreversible ese expediente que obra en los fondos del Archivo Nacional con el número 56 182. Casi todas las páginas que lo conforman están calcinadas o quemadas y se rasgan o deshacen al manipularlas. Varios de los planos están tan fragmentados que se hace difícil empalmarlos.
Adiciones se hicieron al inmueble a lo largo de los años. Dos por lo menos están debidamente expedientadas. En 1944 pidió Gelats autorización al municipio para construir un cuarto de baño al lado de la caja de la escalera en la planta baja. Y ocho años más tarde solicitó permiso para construir una nave dedicada a garaje, que amplió los existentes.
El banco no era la única propiedad de Juan Gelats. Guillermo Jiménez, en su libro Los propietarios de Cuba, compendía la larga lista de sus bienes. Estaba a su nombre la Compañía Inversionista S.A., poseedora de bienes inmuebles y prestamista de dinero por hipotecas, con un capital de millón y medio de pesos. Consejero de la fábrica de la cerveza Cristal, donde tenía acciones por más de 171 000 pesos. Propietario de los llamados valores de empresa en la Compañía Cubana de Electricidad (880 000 pesos) y en la Compañía Cubana de Teléfonos (260 000) la Compañía de Jarcia de Matanzas (25 000) y Compañía Azucarera Guedes (100 000) entre otras entidades. Era además tenedor de bonos emitidos por el gobierno norteamericano y tenía sustanciales inversiones en España. Poseía inmuebles en Marianao y en el reparto Biltmore. Pertenecía a la junta consultiva del Diario de La Marina y actuaba como consejero económico del Arzobispado de La Habana. El Papa lo condecoró con la Encomienda de San Gregorio el Magno y la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, y el generalísimo Francisco Franco le otorgó en 1954 la Encomienda de Isabel la católica por “su entusiasta labor a la causa de España contra el Comunismo en la Guerra Civil”.
Aunque sus reservas aumentaban, dice Guillermo Jiménez, el banco comenzó a perder peso relativo ya en la década de los 50 del siglo pasado. Disminuyeron los negocios y las utilidades, lo que se atribuyó a los métodos de administración de Gelats, a su política de créditos y su renuencia a la apertura de sucursales. Solo abrió una en 1958. Ya para esa fecha estaba enfermo y su único hijo varón debió sustituirlo en la dirección del banco. Se retiró unos meses antes de quitarse la vida, el 14 de diciembre de 1959. Se ahorcó en su propia casa. Había triunfado ya la Revolución y se dice que se consideraba arruinado. Se dice también que en el momento del suicidio su capital ascendía a cinco millones de pesos. Todos sus nietos en el extranjero cursaron estudios superiores con el legado de Juan Gelats. Así lo han confesado familiares suyos que han visitado la casa de la UNEAC.
Una casa que es Monumento Nacional. Por sus valores arquitectónicos y su belleza, su antigüedad, y porque ha sabido ser, a lo largo de casi seis décadas, la casa de los escritores y artistas cubanos y parte indisoluble de la cultura nacional.
Notas
1 Este texto fue redactado antes de efectuarse el IX Congreso de la UNEAC. Actualmente su presidente es Luis Morlote.
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