El hechizo natural de La Habana ha sido contado, cantado y pintado, a lo largo del tiempo, por quienes están mejor dotados para evocarla: los artistas en cualquiera de sus expresiones. Un pregón en boca de un vendedor callejero también nos la puede devolver desde la gracia de la improvisación popular. Calles y callejones, plazas, aceras, monumentos, parques, iglesias, rincones en los que pocos reparan, su largo sofá marítimo, abrigo de confesiones, amores y desamores, recreo sano para la familia, imagen guardada en las cámaras fotográficas y en la memoria de todos los que la visitan, cubanos o no… Espacios físicos que han alcanzado voz propia, pero también evocaciones espirituales que nos la entregan desde la zona de lo íntimo.
Generalmente arrullada por los escritores nativos desde que la literatura comenzó a ganar presencia, y también por nuestros primeros historiadores, ha servido como título a no pocas obras musicales imposibles ahora de citar. Pasear La Habana escuchando al trío Taicuba o a Los Zafiros cantar el bolero romance «Habana paraíso encantado», del costarricense Ray Tico, que continúa: «Habana princesita del mar, / tus playas, tus mujeres hermosas/ traen a mí esta ensoñación…»; o a Pedrito Calvo, con Los Van Van, mediante aquel éxito que fue «La Habana no aguanta más», de Juan Formell, y la que, sin mencionarla en su título, la evoca a lo largo del texto: «Sábanas blancas», de Gerardo Alfonso: «Habana, mi vieja Habana/ señora de historia de conquistadores y gente/ con sus religiones./ Hermosa dama. /Habana, si mis ojos / te abandonaran: si la vida me desterrara a un/ rincón de la tierra: yo te juro que voy a morirme de amor y de ganas…».
La Habana colonial pintoresca, teñida de la mano del español Víctor Patricio de Landaluze a través de sus «tipos y costumbres», presente en las marquillas de los tabacos y, más adelante, en obras de Amelia Peláez, René Portocarrero, Martínez Pedro y, más recientemente, en la de Luis Enrique Camejo Vento, entre otros muchos, así como, trasladada al lente de fotógrafos como Alberto Korda, Roberto Salas, Liborio Noval…, continúa creando expectativas en nuestros artistas visuales.
La literatura, en cualquiera de sus expresiones, recoge páginas memorables sobre la ciudad, escrita por cubanos y por visitantes extranjeros que la recorrieron desde poco después de su descubrimiento. Viajeros españoles como Jacinto Salas y Quiroga, estadounidenses como Irene Wright y Samuel Hazard; la, nacida criolla, condesa de Merlín, de expresión francesa; Cirilo Villaverde con su Cecilia Valdés o La Loma del Ángel; Ramón Meza mediante Mi tío el empleado; Julián del Casal con sus crónicas; Alejo Carpentier mediante La ciudad de las columnas; José Lezama Lima y sus Tratados en La Habana; Dulce María Loynaz y su jardín tan personal; Lino Novás Calvo y sus taxistas escurridizos que la recorren desde el centro hasta los entonces arrabales de Marianao; Guillermo Cabrera Infante y La Habana para un infante difunto; Lisandro Otero y En ciudad semejante; Eliseo Diego situado En la calzada de Jesús del Monte; Abilio Estévez y Los palacios distantes; María Elena Llana y Casas del Vedado; Senel Paz y En el cielo con diamantes; Pedro Juan Gutiérrez y Trilogía sucia de La Habana… la han evocado en sus luces y en sus sombras, desde lo micro, el barrio, hasta lo macro de una ciudad que se permite el lujo de ser siempre ella misma y otra en sus grandes virtudes y en sus grandes defectos.
Ciudad mural por momentos extravagante, exhibe merecimientos y malquerencias en varias direcciones, y entre recriminaciones y defensas se mantiene en pie, dispuesta a ser juzgada por amigos y enemigos, dueña absoluta de dones y enigmas, amada y despreciada, autónoma siempre, y cuya principal virtud consiste en permanecer erguida. Si a veces se aparta de su aspecto es para ejecutar un acto que le permite arrancar la máscara que cubre su semblante para dar variedad a la dirección de sus pasos y correr en la única orientación que le es permitido seguir: a donde el viento la lleve navegando en las infinitas olas del tiempo.
Una vez más La Habana vuelve a ser asediada, ahora desde la escritura de Antón Arrufat. Luego del silencio aparente después de la publicación de su poemario Vías de extinción (2015), y lo catalogo así porque desde antes de dar término a este libro venía pergeñando a ratos, casi con cansancio, y a veces hasta con abulia, llega la inclasificable La ciudad que heredamos, recientemente publicada por Ediciones Cubanas. Nos entrega una especie de urdimbre indeterminada entre crónica, ensayo, novela e historia desde las más diversas pinceladas y hasta algunas observaciones de valor autobiográfico de quien, como el autor, llegó a la capital con poco menos de veinte años, procedente de su natal Santiago de Cuba, y encontró en ella su propio espacio vital y artístico. En tanto homenaje a su entorno familiar su novela La caja está cerrada (1984) podría entenderse como un homenaje a su ciudad de origen, pero La ciudad que heredamos sí lo es, de manera rotunda, a esa Habana recorrida por él, día a día, durante años, atravesando preferentemente sus zonas más añejas y evocando a su paso, que tantas veces he compartido con él, dónde vivieron Ramón Meza, Manuel Sanguily, Virgilio Piñera y Julián de Casal.
Ahora un abuelo y un nieto, ambos innominados, recorren partes de la ciudad, desde la colonial hasta la que da vida a ese otro espacio ya hoy sin el encanto que lo distinguió: La Rampa. Pero es un paseo —llamémosle así— surcado desde la asimetría del tiempo y los lugares, y donde la voz autoral no siempre está presente, pues trae a sus páginas fragmentos escritos por aquellos que, en tiempos pasados, siglos XIX y XX, la vivieron, la experimentaron y la sintieron, y aún desde antes de esas centurias, como aquellos anónimos autores que colaboraban en el Papel Periódico de la Havana, censuradores de los petimetres habaneros que mal adornaban sus calles empedradas con su falso tipicismo a lo parisino, o las señoras acomodadas en sus quitrines y volantas, distanciadas, gracias a estos artefactos, de los infelices mortales que, al pie de ellas, imploraban una limosna o mal vendían tortillas grasientas, siempre rechazadas por ellas, o comidas a escondidas, en las verbenas de San Rafael, a la altura de la iglesia del Santo Ángel Custodio; sin olvidar el mal olor que inundaba sus calles llenas de barro y desperdicios de basura comidos por cientos de roedores. Es La Habana de Arrufat transitada, vivida, sufrida y disfrutada luego de noches y noches de insomnio para dar a la luz el semanario Lunes de Revolución, cada número celebrado con euforia por el grupo gestor delante de un café con leche y pan con mantequilla.
No le importa a Arrufat que el abuelo muera en medio del relato, y que el nieto lo prosiga en una especie de rompimiento que deja al libro, pero sin estarlo, como en manos inseguras mediante una cronología irrespetada donde coinciden, en una coexistencia agradecida, el coche tirado por caballos que surca el Prado, donde confluía la aristocracia habanera con el fotingo manejado por Macorina a comienzos del siglo XX. Creo que es ahí donde radica la suficiencia de este libro de atmósferas luminosas y sombrías, de este paseo, si se quiere inacabado, entregado desde una escritura rumorada, directa a veces, evocativa otras, siempre empeñado en darle vida a una ciudad dispuesta a ser juzgada, pero nunca a dejarse doblegar por quienes la han asediado, porque es más fuerte y más segura ante cualquier intento posible de quererla dejar piedra sobre piedra.
La teoría arrufatiana de la superposición, estudiada por Margarita Mateo Palmer en su ensayo «Antón Arrufat y la estética de la superposición», incluida en Dame el siete, tebano: la prosa de Antón Arrufat (2014) encuentra en este libro una representación eficaz. Entendida por él como una búsqueda y aproximación sin igualarse del todo, especie de contrapunteo donde un autor se lee, se interpreta y se comprende mediante un personaje novelesco o imaginario. «Esta noción presente en varios momentos de la prosa reflexiva de Arrufat — ha dicho la ensayista—, si bien puede considerarse una tendencia natural del modo de conocer del hombre, adquiere en su obra una intensidad tal, que es posible reconocerla como un rasgo caracterizador de su escritura y de su relación con el mundo. En otras palabras, es posible apreciarla como parte de una poética no explícita que, sin embargo, permea, de un modo u otro, su escritura».[1]
En La ciudad que heredamos esta teoría queda explícitamente referida cuando el autor nos dice, apenas en la primera página del libro:
Rememoraciones caprichosas, superposiciones del pasado en el presente, recuerdos vivitos y coleando, desesperados por no morirse.
Y a seguidas:
Parados al pie de la plazuela frente al atrio de la iglesia, en la mitad de la elevación de Cuarteles, el abuelo apuntó hacia la fachada de una casita. «Esta vez me contagiaste», y le preguntó a cuál otra se parecía. A una de la calle reloj, allá en Santiago». El abuelo repitió sonriente «igualita», «igualita», y afirmó que habían caído en la trampa, en la trampa invisible de las superposiciones. (p. 5).
Otras superposiciones se presentan, a veces imprevistas, como la experimentada por el abuelo con el Andarín Carvajal, hacia quien sintió cierta curiosidad años atrás, ahora evocado desde una fotografía que le muestra al nieto.
Presentes también en esta obra las querencias literarias de Arrufat, como José Jacinto Milanés, de quien evoca, desde la ficción, su travesía desde su natal Matanzas hasta su llegada a La Habana para trabajar en la ferretería del tío. Esta es su evocación del niño mimado que se separaba, por vez primera, de su familia:
Fue una madrugada húmeda. La madre y las hermanas con los ojos llorosos se deshacían dándoles consejos y recomendaciones de que se cuidara y no saliera de noche. Como si el viaje fuera peligroso y La Habana estuviera muy lejos, lo besaban, volvían a despedirse y volvían a abrazarlo.
[…]Casi al amanecer vio acercarse la desconocida ciudad. Parecía que iban a estrellarse contra los negros riscos de la costa […] dando un viraje cambiaron bruscamente de rumbo y la proa enfiló hacia la estrecha boca del puerto. Lo que había visto trazado se convertía en realidad tangible: sobre cortas elevaciones todavía oscuras, a ambos lados aparecían la Punta y el Morro, las fortalezas que custodiaban la entrada del puerto.
[…] Anduvo pos sus calles, ahora reales, en el amanecer lloviznoso hasta que el coche de alquiler se detuvo en su nuevo domicilio. […] estaba en La Habana, entre gentes extrañas. (p. 149).
Una claridad imprevista, una bata de holán, envoltorio para el cuerpo de una mujer hermosa, un sombrero de yarey, un mantón de burato para cubrir los hombros de una mulata de rumbo, un ahogo repentino, un intercambio de miradas, salitre, humedad… Todo le encierra y, a la vez, lo ofrece La Habana en estas constantes oleadas narrativas de un abundante voyeurismo, entregada desde la mirada nunca inocente de quien ha sido un incansable caminante de una ciudad que ama, la única donde puede vivir porque, dice, ama asombrarse cada vez que la recorre.
Columnas carcomidas, aceras rotas por el tiempo y el descuido, el rumor lejano de la orquesta que interpreta un danzón con nuevos aires, camisas de colorines, cubos en manos cansadas que buscan, sin encontrarla, agua para diversos menesteres domésticos, carcajadas en medio de la madrugada. Todo contado desde múltiples inversiones temporales: el hoy desde el ayer, el ayer asumido desde el hoy, el quizás fue pero no fue, el siempre y el nunca. Todo se admite y se suma en esta ciudad que heredamos como fue, como es, pero no como será, porque eso nadie lo sabe.
[1] Margarita Mateo Palmer, Dame el siete, tebano: la prosa de Antón Arrufat. Ediciones Unión, La Habana, 2014, p. 23.
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