
Lo cuenta Renée Méndez Capote en uno de sus libros. Una noche en su casa, al final de una fiesta, preguntaron a Enrique Fontanills, cronista social del Diario de la Marina y oráculo del gran mundo, a cuánto tarifaba los adjetivos que con soltura y ligereza prodigaba en su página, y el aludido, que como amigo y no como cronista acudía siempre a aquellas reuniones, contestó sin ambages que cobraba según los administraba.
El orden de precedencia, la belleza, la distinción… tienen su precio, pero solo en «regalos», precisó, y eso a su juicio no era propiamente cobrar. Aclaró que también las florerías y los modistos tenían su tarifa que abonaban en «regalos». La misma sociedad, comentó el periodista, implantó el orden: una dama encumbrada hace un «regalo» mejor si se le elogia más que a una rival, y no falta el «obsequio» de la que pretende que nunca se le diga bella a una enemiga, «y entonces yo le digo graciosa, elegante, incluso culta, aunque no lea ni el periódico, pero no bella». Dicho esto, recordaba la Méndez Capote, Fontanills pasó a enumerar los increíbles y fabulosos «regalos» que recibía de su numerosa clientela.
Claro que en eso de los «regalos», Fontanills no parece haber superado a Pablo Álvarez de Cañas, cronista social del periódico El País. Dulce María Loynaz, que fue su esposa, refiere en Fe de vida la fantástica relación de regalos que recibía Pablo en su cumpleaños, regalos que al día siguiente eran devueltos a los establecimientos de comercio de donde procedían y su valor reconocido en tarjetas de crédito, «proveía a nuestro hogar de todo lo necesario durante el año». No menciona Dulce María, porque decía desconocerla, la cantidad en metálico que se deslizaba en los bolsillos de su esposo en ocasión de su onomástico.
Pablo no era hombre de cinco pesos aquí y diez allá, escribe la autora de Jardín, y no necesitaba serlo porque por su misma condición de cronista social tenía los gastos cubiertos. En los grandes restaurantes, por ejemplo, no se le cobraba el consumo ni tampoco a sus invitados, y muchos de esos restaurantes le ofrecían sumas nada desdeñables porque se dejara ver en ellos. Aquel hombre elegante y popular ponía de moda los lugares que frecuentaba, y la gente iba a donde él iba.
¿Qué mal había en ello?
Decía la Loynaz:
(…) De que el público, grande o pequeño, leía con interés esas reseñas, es cosa en la cual tampoco debe sustentarse duda alguna. Prueba de ello fue el buen siglo en que se prolongaron.
Lo que yo quisiera saber es cuáles son las verdaderas raíces de este odio hoy enfocado constantemente sobre algo, si vamos a ver, tan inocente, tan inocuo como las reseñas de un bautizo, de una boda, o de la concurrencia a una función de gala.
La crónica social no robó ni quitó nada a nadie, no fomentó vicios ni motivó penas ni quebrantos.
Si acaso, envidias en los resentidos y acomplejados que siempre existen, pero frente a esas pequeñas mortificaciones de gentes pequeñas, ¡cuántas inocentes alegrías repartió entre las muchachas que cumplían quince años, las novias en el día de sus nupcias, los jóvenes padres que besaban al primer fruto de su unión.
(…) ¿Qué el lugar común era frecuente allí y el elogio cursi y la palabrería hueca? Estamos de acuerdo, pero así gustaba a los lectores y así se les proporcionaba sus pequeñas dosis de alegría y a otros de entretenimiento. ¿Qué mal había en ello?
Tarifar los adjetivos
Nicolás Guillén no era, como es de suponer, de la misma opinión. Lo dice en la crónica que con el título de «Operación buen gusto» dio a conocer en el periódico Hoy, en junio de 1959, y se incluyó luego en Prosa de prisa (1962) aparecido con el sello de la Universidad de Las Villas. Curiosamente no se incluyó en la edición en cuatro volúmenes y con el mismo título que del periodismo del poeta preparara Ángel Augier (Eds. Unión, 2002-2007).
Asegura el autor de Tengo, -imaginamos que lo dice en broma- que un periódico que no identifica, se propone tarifar «los elogios y ditirambos característicos de la Crónica Social», así, con inicial mayúscula. Añade el poeta:
Se fijaría una escala para comprender en ella desde la simple mención, que costaría un peso, hasta la inclusión de un título nobiliario, que significaría… el desembolso de cien. Ello sin contar los adjetivos y las fotos, por los que habrá que pagar igualmente.
Precisa Guillén:
En cuanto a mí… preferiría la ausencia de la Crónica Social tal como es hoy. Ello, claro, es difícil de hacer manu militari o mediante un decreto, o en virtud de un reglamento. Sería contraproducente, además. De mal gusto como son, y no ya frívolas, sino idiotas, esas desorbitadas secciones «elegantes»… han de ser desarraigadas de nuestro hábito mediante la educación. La educación no solo de la ciudadanía que guste de ellas, sino también de los periódicos, esto es, de los periodistas que las cultivan…
Llama Guillén la atención de un asunto que casi siempre se pasa por alto, el racismo, pues hay crónica social para blancos y la hay para negros; «secciones celosamente separadas, ambas de mal gusto, sin duda, pues los “fontanills” andan de parte y parte» en eso que él llama «literatura de pacotilla».
Cree, sin embargo, que la crónica social es un frente periodístico dentro de la variedad de sectores o frentes que es la información general y, por tanto, no es partidario de suprimirla, pero sí de «desinflarla, quitándole toda la pompa fotográfica, todo el paramento verbal que la convierta en una grotesca galería de muñecones de trapo».
Lamenta el espacio que se le concede en los diarios habaneros, mientras que la vida cultural del país apenas halla cabida en ellos. ¿Por qué? «El secreto es económico: la crónica social es un caño de plata, de billetes de banco vaciándose en la Administración… En cambio, ¿qué poeta, qué escritor, puede rascarse un centavo siquiera con que responder a la publicación de un soneto o de un ensayo».
Propone el poeta entonces «lograr que los cubanos adquieran el grado superior de cultura, de afinamiento espiritual, de buena educación, que en otras sociedades –incluso la llamada “buena sociedad”- hace ridículamente inútil la crónica social. A ver, ¿por qué no se organiza aquí la ‘operación buen gusto’, cosa de cepillar tanto tronco todavía en bruto y abrir brecha en tanta manigua todavía sin cultivar?».
Primer y último fracaso
Volviendo a Dulce María. Hablaba la poeta de Últimos días de una casa del lugar común, el elogio cursi, la palabrería hueca que caracterizaba al género, y que ella, recién casada con Pablo y con intención de ayudar a un hombre que en eso no necesitaba ayuda alguna, intentó introducir en las crónicas que se publicaban con su firma «determinadas modificaciones, cambiar aquellos manoseados adjetivos por otros más originales y discretos, hablar de los adornos florales con giros nuevos, describir el atuendo de una dama eliminando tantos vocablos extranjeros, innecesarios en un idioma rico como el nuestro».
Protesta general, consternación en todas direcciones. Nadie quería que se le dijeran cosas distintas a las que se le habían dicho a Fulanita en circunstancias similares, los modistos alegaban que la palabra atuendo –que probablemente oían por primera vez- carecía del chic que llevaba implícito la expresión toilette, y que imprimée, no era lo mismo que estampado; por su parte, los floristas exigían que las descripciones de sus trabajos –que a veces ocupaban la mitad de la crónica, de manera que el acto principal quedaba absorbido por el accesorio- exigían, repito, estos señores, que estas se reprodujeran literalmente, y hasta los simples lectores le decían a Pablo, con toda ingenuidad: «Me gustaba más como usted escribía antes…».
Expresa Dulce María que Pablo, por excepción, le permitió inmiscuirse en su campo para que comprobara por ella misma lo que él le había dicho ya muchas veces, y que le hizo comprobar que, en determinados géneros literarios, un escritor de cuarta podía ser mejor que ella.
«Fue mi primer y –sinceramente sea dicho– mi primer y último fracaso de escritora».
Habaneras
En el Álbum del Cincuentenario de la Asociación de Reporters de
La Habana (1952) Luis de Céspedes hace un prolijo inventario de los cronistas sociales habaneros desde 1902. No faltan los nombres de Enrique Uthoff (La Prensa), Conrado W. Massaguer (La Nación), Luis Bay Sevilla (La Lucha), Roger de Lauria (Bohemia)… Algunos abandonaron el ejercicio de la crónica para dedicarse a otras empresas, como el arquitecto Bay Sevilla, o lo simultanearon con la gráfica, como Massaguer, mientras que otros, como Luis de Posada, en el Diario de la Marina, siguieron hasta el final una carrera exitosa y muy bien retribuida. Antes habían cultivado la crónica figuras como Julián del Casal. Y José Martí, aunque de manera esporádica, no fue ajeno a ella.
Cuando se habla de cronistas sociales, los nombres que primero vienen a la mente son los de Enrique Fontanills y Pablo Álvarez de Cañas. Y fueron muchísimos los periodistas que aquí, hasta 1961, vivieron de ensalzar la vanidad ajena. Cada periódico tenía el suyo, pero Fontanills y Álvarez de Cañas sobresalieron en su época y sobreviven en el tiempo.
Fontanills fue un maestro en lo suyo. La crónica mundana, tal como la concibió, perduró en la Isla a despecho de aires renovadores. Creó un estilo cortado, donoso, nuevo, dúctil, que manejó con destreza y en el que los adjetivos equilibraban y ponderaban el alcance de sus definiciones. «Tuvo el acierto de encontrar la frase precisa», escribía, en 1935, el gran periodista cubano Arturo Alfonso Roselló.
Larga fue la trayectoria de Fontanills. Comenzó en El Liberal y trabajó, entre otras publicaciones, para La Discusión, La Lucha, El Fígaro y La Habana Literaria, que dirigió el después presidente Alfredo Zayas, hasta atrincherarse, a fines del siglo XIX en el Diario de la Marina. Se inició allí en la redacción de aquellas gacetillas en las que lo mismo se habla sobre un libro que de un laxante hasta que un día se alzó con la columna de la vida social. La tituló «Habaneras» e hizo célebre la expresión «asistiré». Cuando calzaba con ella el anuncio de un espectáculo artístico movía hacia el evento la curiosidad del público y afinaba, acaso sin saberlo ni importarle, el gusto popular.
Un día, disgustado, se fue del periódico. Nicolás Rivero, el director-propietario, no demoró en buscarlo. Cuando retornó, Rivero escribió en una de sus «Actualidades»: «El Diario no puede estar sin Fontanills, ni Fontanills sin el Diario». Falleció en 1933. Cuando murió, tras larga enfermedad, hacía ya tiempo que Pablo Álvarez de Cañas, pese a trabajar para el periódico El País, de Alfredo Hornedo, escribía las crónicas de Fontanills para que este pudiera seguir disfrutando de los «regalos» que le reportaban. Su trabajo llamó la atención de Pepín Rivero, el director de entonces, que propuso a Álvarez de Cañas que dejara El País y pasara a la Marina, que era un periódico más importante, o el más importante. Álvarez de Cañas se negó porque «yo no podía traicionar a Hornedo… eso sí hubiera sido una traición».
Como periodista su caso es bien distinto. No escribía. Aunque debió hacerlo en los comienzos de su carrera, su esposa no recordaba haberlo visto escribir una línea. No lo hacía, refería la Loynaz, porque consideraba que ese era un trabajo manual que otros podían realizar.
«Lo que otros no podían hacer era lo que él hacía, esto es, vertebrar las crónicas, enfocarlas en los aspectos más interesantes o convenientes, podar lo superfluo o, por el contrario, realzar lo que no tenía realce y convenía que lo tuviese… Tampoco permitía intervención ajena en su página, y solo rara vez oyó consejos: la crónica social constituía en el periódico un pequeño Estado autónomo, donde de vez en cuando se podía tener voz, pero solo él podía tener voto», recordaba Dulce María.
Era hombre imprevisible y de éxito. Publicaba una columna diaria y no escribía. Era el propagandista principal de los tabacos cubanos y no fumaba. Emprendió una vez una gira publicitaria por Estados Unidos y no hablaba una gota de inglés. Pero su pequeño feudo, su Estado autónomo de la crónica social lo respetaba en El País hasta el mismo propietario, el ilustre senador Alfredo Hornedo, como se le llamaba siempre en las páginas de su propio periódico.
Es el caso del hombre hecho por sí mismo. Nacido en La Habana, en 1882, vendió naranjas en una carretilla y fue cochero de la familia Maruri, que no se opuso a los amores de la muchacha de la casa con el humilde empleado, mulato por añadidura. Si bien el matrimonio con Blanquita lo benefició con la posición de los Maruri, hizo fortuna propia y se le tuvo siempre como un inversionista audaz.
Propietario de los periódicos El País, Excélsior y El Crisol, del Mercado Único de La Habana, del balneario Casino Deportivo (hoy Cristino Naranjo) y de la urbanización del mismo nombre (ahora Antonio Maceo) y del edificio Riomar, en La Puntilla. También del hotel Rosita de Hornedo (actual Sierra Maestra) y del teatro Blanquita (Karl Marx) que, con sus 6 500 lunetas, cafetería para 200 clientes y pista de patinaje sobre hielo, se le tuvo, en su momento, como el mayor del mundo. Presidente del Partido Liberal, fue, por esa organización política, delegado a la asamblea que elaboró la Constitución de 1940. Falleció en Palm Beach, Florida, en 1964.
Cuando el Habana Yacht Club le echó bola negra por su ascendencia racial, Hornedo decidió que no aparecería en sus periódicos ninguna información relativa a esa exclusiva sociedad, a la que Álvarez de Cañas sí pertenencia.
«Si yo fuera el dueño del periódico no obraría así», le dijo su cronista. Usted es un hombre demasiado poderoso, demasiado importante para considerarse ofendido por gente que no hace más que beber y tirar su dinero a las cartas.
Hornedo gustó del halago y comentó que ser socio del Yacht Club o no serlo, en lo íntimo no le interesaba; solo quería que Blanquita, ya muy enferma, disfrutara de una buena playa.
«Esa playa usted puede fabricársela», repuso el cronista. ¿Qué golpe de efecto para Cuba entera cuando en los periódicos aparezca este cintillo: «El conocido millonario don Alfredo Hornedo fabrica una playa para su mujer?».
«¡Caramba!», exclamó Hornedo dándose un golpe en la frente. «¿Cómo no se me había ocurrido?».
Y Álvarez de Cañas, que era un bicho, dijo a su vez: «Pero si acaba de ocurrírsele, lo que pasa es que la ofuscación no lo dejó poner en orden sus ideas».
Fin de la historia. Hornedo construyó la playa, con edificio social y todo (círculo social Cristino Naranjo) y tampoco admitió a negros ni mulatos, y el cronista pudo seguir aludiendo al Habana Yacht Club en sus textos.
Son cosas que pasan
Hace ya tiempo aludimos en esta página a la famosa errata de Fontanills. Escribió: «La dueña de la casa, siempre bella y gentil, prodigó su celo entre los invitados…». Y el linotipista escribió celo con «u».
A Álvarez de Cañas le pasó algo peor: anunció un muerto que seguía vivo.
Agonizaba un encumbrado personaje y el cronista, deseoso de ser el primero en dar a conocer su deceso, traía locos a los médicos que asistían al enfermo. No preguntes más, le dijo uno de ellos, no llega a la madrugada. Y el cronista, en efecto, no hizo más preguntas e insertó en su siguiente columna la noticia de la muerte del anciano. Cuando el periódico salió a la calle el finado todavía no lo era. ¡Horror! Estaba en juego no ya su puesto en El País sino el prestigio de toda una carrera. Menos de veinte y cuatro horas después el supuesto finado resolvió serlo de veras. Álvarez de Cañas respiró con alivio. Dijo a sus amigos: «No me explico el porqué de tanto alboroto si el tipo iba a morir de todas maneras. Yo, por mi parte, no hice más que asegurar el palo periodístico».
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