No concibo la cultura, en sus más altruistas esencias, sin el concurso de instituciones auspiciadas por el Estado. El mecenazgo estatal en ese terreno, alejado de la fórmula de la plusvalía, invierte en pos de una espiritualidad a través de la cual se expresan, sin presiones materiales, el arte y la cultura. Una de las ganancias de la concepción socialista en lo referente a la cultura, se da en ese principio.
Durante un larguísimo período, incluida la dura década de los noventa, gozamos en nuestro país de ese beneficio. Pero fue precisamente entonces que comenzaron a cobrar fuerza, como pautas para el sostenimiento de los ambiciosos programas culturales que veníamos desarrollando, las variantes de mercado del arte bajo el generoso principio de que, todo lo que lograra ingresar la cultura, le sería otorgado para sostener su ejecutoria. Las prioridades gubernamentales para los desembolsos se centraron, con toda justificación –dada la orfandad de recursos– en las esferas que garantizan el abastecimiento a la población, los programas sociales de salud y educación, además de la vitalidad en la producción material.
Si comprendemos que dicha política constituía la única opción para la sobrevivencia de un sistema institucional inclusivo y expansivo, estamos ante una decisión correcta. Pero a tenor de esa práctica se derivaron variantes mercantiles a cuyo amparo un buen número de artistas, en pos de los dividendos, se apartaron de la experimentación y las búsquedas estéticas. Se ha hecho evidente un descenso en la excelencia de las entregas y, con ello, en lo profundo de la cultura. A la altura de hoy esa atrofia se ha ido instaurando como normalidad, y por ello, según creo, estamos en el umbral de convertir en derrota la victoria del sostenimiento. Nuestros espacios públicos, y aquellos que nos exponen ante los visitantes extranjeros, se han inundado de propuestas de esquemática representatividad. Se sabe, la «candonga» (mano de obra contratada incluida) genera más rápidos ingresos. Igual la «sopa», el «payasismo» de cumpleaños, el show picante y sicalíptico.
Una enumeración somera nos conduce a rechazar la apariencia de cotidianeidad ineludible de ese estatus, y mucho más el que sean tales propuestas las que sostengan el mercado y, en consecuencia, debamos agradecerles nuestra existencia. Molesta asimismo cuando las instituciones que se ocupan de comercializar, empoderan a quienes llaman «artesanos» o «artistas» por el desempeño en un terreno que, conceptualmente, pertenece a la auténtica cultura. Zapatos de trabajo, overoles, mueblería utilitaria, guantes y petos de soldar, más un sinfín de artículos utilitarios se comercializan en cifras millonarias, razón por la cual sus creadores reciben tratamiento VIP en esas instancias que, aunque no lo sean, se autoproclaman promotoras de la cultura cubana.
El discurso público que asumen tiene doble filo, pues en todos los altos foros donde se debaten temas de política cultural, el pronunciamiento de los gerentes insiste en que se priorizan las expresiones artísticas. Sin embargo, en la dinámica del funcionamiento, todo lo que se asocia con esas prácticas alejadas del arte de vanguardia halla, en la oscura burocracia, vías más expeditas para su concreción que la que pueden conseguir los verdaderos artistas.
En la música se repite el fenómeno. Varias veces se han evidenciado, en las disciplinas de la artes visuales, la música y espectáculos, casos de corrupción, atendiendo a los niveles de vida de algunos ejecutivos o funcionarios de diversa jerarquía (hasta las más bajas) mientras los artistas sudan la gota gorda para ser convocados y hacer efectivos los frutos de su labor. Se sabe de procesos penales por causas como las que menciono, lo cual indica, de manera estimulante, que no hay impunidad. Pero los cambios de ejecutivos no han traído aparejadas modificaciones apreciables en la proyección de las empresas implicadas.
Comienzan a verse ya las fracturas derivadas de esas prácticas. En la plástica y en la música, por ejemplo, la actualidad se caracteriza por la prevalencia de un canon establecido legítimamente décadas atrás, mientras el índice de renovación o incorporación de cuadros se computa sumamente bajo, debido a que los jóvenes aspirantes no se concentran en las variantes de rigor que los harían ascender en el favor de la comunidad interpretativa. Acceder a los réditos que sí les propician las prácticas menores define buena parte de sus estrategias laborales y creativas.
La esfera del libro vive uno de los momentos de mayor incertidumbre: se acumulan, además de los adeudos vencidos entre empresas, los incumplimientos, en libros y remuneración, para con los autores; la logística para el Sistema de Ediciones Territoriales pasa por una etapa de casi total desabastecimiento, solo paliado con variantes regionales. La iniciativa de convertir en empresas a algunas editoriales significativas no ha dado buen resultado, de cara a los autores. Nadie que posea conocimientos elementales de economía puede suponer que el libro, al amparo de la política cultural que nos guía, puede autosostenerse, y menos con el espejismo de la doble moneda y frente al fenómeno de la migración de la lectura, del papel a la pantalla.
Por otra parte, el desempeño de los Centros Provinciales del Libro y la Literatura (CPLL), en varios casos viene enfrentando la carencia de líderes con claridad en asuntos de jerarquías literarias y conceptos de promoción. Con frecuencia, la programación se concibe con criterios cuantitativos, excesivamente centrada en proyectos fijos y vitalicios y lejanía de los centros de educación superior, solamente tocados durante el llamado Festival Universitario del Libro y la Lectura (Full). A todo ello, se suma una escasa (o nula) actividad investigativa y la mutua indiferencia entre los CPLL y las bibliotecas. Estas afirmaciones pudieran darse de manera desigual a lo largo de la Isla. De hecho, existen ejemplos de lo contrario. Pero la realidad descrita la he presenciado en más de un territorio. No obstante, me disculpo con aquellas provincias e instituciones donde sucede de otra manera.
Sé que el bloqueo hace lo suyo, y con saña, pero en los ya largos 44 años de mi participación en la vida literaria he visto cómo, con los mismos o menos recursos, se hacía un trabajo más orgánico y coherente en la colocación de los recursos financieros y materiales manejados por las instituciones culturales. El nacimiento de las editoriales de provincia en la desgarradora década de los noventa constituye un buen ejemplo. Llevar por buen cauce los recursos disponibles en las instituciones fortalece el prestigio que estas necesitan para enfrentar la competencia de un sector privado que, en buena medida, razona con la plusvalía como única o más importante meta.
En resumen, considero que pudiéramos estar cruzando el umbral de una pérdida de protagonismo de las instituciones y –espero no verlo– estancamiento de las propuestas estéticas de alto valor. En manos del mercado, donde no solo intervienen las empresas de cultura sino también las del turismo, probablemente nos alejemos cada día más de las esencias que defendemos de manera colegiada en tantos espacios de intercambio inteligente. Vuelvo a mi planteamiento inicial: sin instituciones fuertes y protagónicas en una vida cultural amplia, expansiva, rigurosa, certera, profunda, de nada valdría su supervivencia si no las libramos del compulsivo, ciego, reductor y aplastante ariete del mercado.
(Santa Clara, 5 de diciembre de 2019)
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