La diana de la venganza es siempre circular. Bien lo saben los personajes de esta historia. El autor ha escogido la realidad del mundo islámico para contar un hecho cuyas dimensiones repercuten, una y otra vez, en el imaginario del hombre. Pero la venganza y sus ecos no son el único motor de este relato, ni siquiera el más importante, sino la relación que se establece entre un padre y su hija, y el dolor que siente el progenitor al saber que ha faltado a un deber casi sacro, establecido en el orden humano —sin importar cultura o religión— desde los principios del tiempo: proteger a aquellos que amamos. Es por eso que en este relato, la venganza adquiere un nuevo tinte que podría confundirse con la redención. De alguna forma, los personajes se convierten en entes biológicos, en criaturas consumidas por diversas maneras de desesperación. La hija no siente hambre hasta el justo instante en que es redimida. El padre se convierte en una marejada de silencio hasta el momento en que logra corregir el horror que ha dañado la integridad de la hija.
De alguna manera, estos personajes viven en una comunión de soledad. Sin embargo, no es tal la soledad ni tan altos sus muros, sino que son concomitantes: padre e hija logran entenderse sin necesidad de palabras y excluyen, si acaso, a los otros actantes de la situación dramática. El lector, deficiente hasta un punto, va nutriéndose del avance del interrogatorio policial en una muy particular forma narrativa que apuesta por el develado paulatino de los acontecimientos; eso sí, sin aspirar a un final sorpresa. Es preciso decir que la historia no lo necesita. Un final sorpresa —el intento de conseguir uno— solo redundaría en el lugar común, puesto que la progresión dramática y la resolución del conflicto distan de ser novedosas: es, podría decirse, una historia ya conocida pero contada desde un ángulo diverso.
Se agradece, también, el lenguaje llano y desprovisto de emociones que el autor consigue. Se agradece porque esquiva con buen tino el melodrama barato, la triangulación ya harto explotada en la que la venganza adquiere tintes shakesperianos —a lo Titus Andrónicus. De ahí que en este lenguaje policial, interrogatorio, imperativo, se cimiente una forma de construir el cuento a partir de un desnudo acabado de las situaciones, un desnudo naturalista y biológico, donde la anatomía del ser humano y de sus acciones raya el encuentro con nuestro proceso intelectual de consumir literatura. A mi criterio, esta es la principal carta —la más sólida— que exhibe el autor en su juego narrativo. De ahí que el momento en que la hija descubre el cadáver de su agresor —ese instante que es descrito con lujo de detalles, muy gore hasta cierto punto— transcurra con aparente inercia, un periplo donde la sangre, los miembros cortados, la parafernalia de la tortura pasan a un segundo escalón de interés. ¿Qué es, entonces, lo realmente impactante del momento? La hija. La muchacha casi incapaz de comer y que, justo en ese instante, abandona la condición de muerto-vivo para transformarse de nuevo en ser humano. Hay cierto horror en la redención de ese instante, que el autor elige con sabiduría como cierre de su cuento: la hija come frente al cadáver destrozado del enemigo. Se ha consumado la venganza. Se ha consumido la tragedia. El resto, incluso el tema central de la obra, pasa a un segundo plano. Es esta la verdadera imagen, el cuadro perfecto donde la diana de la venganza se dibuja frente a nuestros ojos: ocurre en el intervalo en que ha desaparecido el mal, ya que su receptáculo —el agresor— ha sido destruido.
Todo esto —recalco, insisto— narrado desde un punto de vista anatómico: el del escritor que se viste de cirujano o de juez y que, aunque presencia la acción y la reproduce, no toma partido emocional, no se abarata por las leyes de un melodrama simplón y reluciente. No todas las obras —ni sus escritores— ganan méritos por conseguir un cuento así: a cada cual la talla que le ajusta. La ventaja de Yunieski Betancourt Dipotet es, precisamente, el hecho de que la costura de su relato y su contenido se mezclan, en coherencia, con su estilo de narración. Esta misma historia, en pluma de otro autor, hubiera sido quizás un fiasco.
Para contar la venganza, nada mejor que esquivar las obviedades. En estos tiempos que corren, la flecha o el disparo del lector buscan escenarios móviles, dianas que ejecuten otros mecanismos en las emociones humanas. Emociones que no siempre han de responder a la lágrima o el gore fáciles, sino a recursos donde se exhiba un aparente vacío —reitero: aparente— como metáfora de la consumación.
Yunieski Betancourt Dipotet: Sociólogo y narrador. Nació en Yaguajay, Sancti Spíritus, Cuba, en 1976. Máster en Sociología por la Universidad de La Habana, especialidad Sociología de la Educación. Trabaja en la revista La Jiribilla. Ha obtenido varios reconocimientos, entre ellos: Premio Abdala 2013, género cuento; Mención en el Premio Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC 2015; Mención en el Premio Pinos Nuevos 2016, género Narrativa; y el Premio Luis Rogelio Nogueras 2016 en el género cuento. Ha publicado los libros de cuentos Los rostros que habita, Editorial Cultivalibros, Madrid, España, 2013; Razones para no viajar en el tiempo, Editorial Gente Nueva, La Habana, Cuba, 2016; y Dados cargados, Editorial Extramuros, La Habana, Cuba, 2017.
Post mortem
Citada a declarar en la semana posterior al homicidio, Hooria —de catorce años— no tuvo reparo en explicar al oficial encargado de su esclarecimiento, que el occiso —identificado como Ahmad ibn Yusef— la había violado el 21 de julio de 2014 sobre las dos y cuarto de la tarde, una hora después de que su padre Saleh —autor confeso del asesinato— la dejase sola en la casa para asistir a un almuerzo con el magnate saudita Hadi.
Para el momento en que la chica reveló dicha información, la indagación policial había establecido que Saleh —un maestro con más de veinte años de experiencia, a la sazón empleado en una reputada escuela privada ubicada en la zona norte de Saná— gozaba del aprecio de colegas y vecinos, quienes coincidían en calificarlo de hombre de moral intachable que, habiendo perdido a su esposa cuando Hooria tenía seis años de edad, se centró en trabajar y cuidar de su hija; contando —ocasionalmente— con la ayuda de su cuñada Nujood.
«Esa niña es el corazón de su existencia», palabras más, palabras menos, fue uno de los dos puntos de consenso de la mayoría de los interrogados, comenzando por la propia Nujood.
El otro fue considerarlo un hombre afable, adepto a mantener relaciones cordiales con sus conocidos, a quienes —independientemente de su clase social— solía invitar a su casa a consumir qat; una costumbre que esparció su fama de persona de trato fácil, además de consolidarlo como alguien con cuya opinión era necesario contar en la comunidad.
Por eso a nadie extrañó que Hadi —tristemente célebre por su aparente implicación en diversos escándalos de corrupción— tratase de ganar su apoyo cuando quiso abrir una franquicia de su cadena de supermercados en la zona de residencia de Saleh. Y ese contacto tuvo lugar a través de Ahmad.
—¿Por qué Ahmad? —interrumpió el oficial a Hooria.
—Era un antiguo amigo de ambos —replicó ella.
—¿Alguien en quien confiaban?
—Sí —confirmó la chica mirándolo a los ojos.
Gracias a la insistencia de Ahmad, Saleh y Hadi se encontraron cuatro veces. La primera en presencia suya, ocasión en la que el comerciante expuso su plan extendiéndose en lo beneficioso que resultaría para Saleh. La segunda se reunieron solos y en esta ocasión Saleh se negó a permitir el uso de su nombre como aval. La tercera reunión, celebrada con Ahmad, resultó un intento fallido de hacerle cambiar su decisión; y la cuarta, que volvieron a realizar solos, fue aprovechada por Ahmad para cometer la violación.
Según señaló Hooria —y Hadi confirmó posteriormente—, ese cuarto encuentro se prolongó unas tres horas y, aunque no alcanzaron un acuerdo, se separaron en términos amistosos.
El propio Saleh reconoció después —una vez que supo de la declaración de Hooria— que al momento de entrar en su hogar estaba de muy buen humor. Pero ese buen humor se hizo pedazos al descubrirla tirada en el suelo de la cocina, sollozando —con la ropa destrozada y ensangrentada— y los brazos, el abdomen y los muslos repletos de moretones.
Sin decir nada la ayudó a sentarse en una de las sillas y le limpió el rostro con un trapo húmedo antes de hacerle beber un poco de té negro.
—Desnúdate —le dijo apenas puso el vaso en la mesa.
Hooria no se atrevió a replicar y obedeció, segura de que su destino estaba sellado. Pero él se limitó a tomar sus ropas, sacarlas al patio y prenderles fuego. La chica, que lo observaba a través de la ventana de la cocina, lo vio sentarse a contemplarlas arder; mientras ella permanecía desnuda, tiritando de frío, sin atreverse a vestir la ropa limpia colocada por él sobre la mesa.
Al regresar, no pareció darse cuenta de su desnudez. Se acuclilló en el piso de losas, al lado de la silla donde estaba sentada y cerró los ojos.
—Cuéntame —exigió.
Hooria, sin atreverse a mirarlo y con voz temblorosa, le reveló que esa tarde —casi una hora después de quedarse sola— estaba en la cocina hirviendo varios trozos de cordero para preparar fahsa para la cena, cuando escuchó la voz de Ahmad desde la puerta del patio. Ella espió por la ventana y —dada la confianza que le tenía— no dudó en ponerse el hiyab e ir a abrirle.
—La paz sea contigo, hija mía —la saludó el hombre.
—Con usted también —respondió ella mientras abría el cerrojo—. Si busca a mi padre, salió hace poco para reunirse con el señor Hadi—explicó y en ese momento recordó no haber bajado el fuego—. Espere un momento —pidió y regresó a la cocina.
—¿Cuándo vuelve? —escuchó justo detrás suyo y, aunque se sorprendió de que la hubiese seguido, no se asustó.
—Dentro de dos o tres horas —respondió y vio a Ahmad sonreír.
—Lo sé —dijo—, pero quería asegurarme de que tú lo supieras —y sin darle tiempo a reaccionar se le acercó y golpeó su estómago. Luego cerró la ventana y atrancó la puerta de la cocina mientras ella se retorcía en el suelo, tratando de recuperar el aliento. Impotente, lo vio plantársele delante, desvestirse lentamente, y llevarse el índice a los labios antes de arrojársele encima.
—¿Por qué cree que la violó? —preguntó el oficial.
Hooria desvió la mirada antes de responder:
—No lo sé.
—¿Acaso por haber sido defraudado por su padre, al negarse a apoyar a Hadi y hacerlo quedar mal?
—Quizás —concedió la chica y se encogió de hombros.
—¿Qué ocurrió después?
—Me recomendó quedarme callada: «Ni siquiera tu padre creerá en tu inocencia».
—Pero él sí le creyó —afirmó el oficial.
—Lo hizo —dijo ella y describió cómo apenas terminó de decirle lo sucedido, su padre le acarició el cabello y le besó la frente.
—Ve a bañarte —le ordenó con voz entrecortada, al empujarla suavemente.
Hooria caminó como si estuviese reaprendiéndolo, pero llena de alivio porque le creía.
Esa noche Saleh permaneció a su lado hasta que se durmió —lo que no hacía desde que cumpliese once y sangrase por primera vez—; y al despertar, aún estaba allí.
—Papá… —dijo y él negó con la cabeza.
—No hablaremos más sobre eso —respondió y ella enmudeció.
Desde ese momento, la obligó a seguir con su vida como si nada hubiese pasado. Lo único diferente fue la prohibición de recibir visitas en su ausencia, aun cuando estuviese acompañada por su tía Nujood, quien, por cierto, debió lidiar con la mayoría de sus ataques de llanto.
—Puedes confiar en mí —le insistía al sorprenderla llorando; pero ella negaba desesperada, atrapada en la certeza de que solo ante los ojos cerrados de su padre le era posible encontrar las palabras.
En fin de cuentas —se repetía cada noche— una vez que desaparezcan los moretones y la herida entre mis piernas sane, podré hacerme a la idea de que nada me ha sucedido.
—Entonces, ¿usted ignoraba los planes de su padre? —inquirió el oficial.
—Sí.
—¿No sospechaba de sus intenciones?
—Él me prohibió mencionar el tema y le obedecí —replicó ella.
Pero mentía.
Ella sabía que planeaba algo. Más bien quería creerlo porque esa creencia era lo único que le permitía mirarse en el espejo cada mañana; o tocar su entrepierna al lavarse o bañarse y resistir el latigazo de asco que le reventaba en el estómago, erizando su pubis.
Atribuirle un plan era la única manera de poder soportar verlo recibir a Ahmad —como si nada hubiese pasado, como si no supiese nada— y le impedía gritar cuando le estrechaba las manos con las que la había estrujado, sometido y golpeado. Las náuseas le quitaban el apetito por días, provocando discusiones entre su padre y su tía.
—Va a morir de hambre —reclamaba Nujood.
—Ya comerá —ripostaba él, como si se tratase de un tema sin mayor importancia.
«O ninguna», se dijo el día que supo que su padre lo había invitado a almorzar; y desde la confusión de su espíritu sacó el valor para pedirle pasar la tarde en casa de su tía.
—Te quiero de regreso a las seis —replicó el padre sin inmutarse y ella asintió con la garganta agarrotada, se vistió como una sonámbula, y se largó sin almorzar.
—¿Qué sintió al regresar? —preguntó el oficial.
—No entiendo.
—¿Qué sintió al ver lo que su padre hizo?
—¿Qué sentí? —murmuró ella y bajo la mirada escrutadora del hombre se imaginó una vez más frente a la puerta de la cocina, espantando la oleada de moscas que la rodeó apenas la abrió. La habitación estaba a oscuras, inundada de un olor intenso similar al del metal recalentado despedido por las ollas colocadas mucho tiempo sobre carbón encendido.
«Sangre», pensó. Y en cuanto prendió la luz descubrió a Ahmad amarrado a una silla. Desnudo, con la espalda en carne viva, desollada como la de los cerdos en el mercado. La sangre ya estaba coagulada y las moscas revoloteaban enloquecidas.
Suelo y paredes estaban salpicados. Justo debajo del hombre un charco relucía. Se acercó despacio, evitando pisar los jirones de piel y carne. Le dio la vuelta a la silla. Lo tomó del mentón para mirarlo bien a la luz de la bombilla. Tenía los ojos reventados y un amasijo de carne le sobresalía de la boca. No era la lengua. Esa estaba en el suelo. Cuando se percató del vacío en la entrepierna, lo supo. Sobre la mesa encontró unas tenazas de carbón ennegrecidas y un cuchillo ensangrentado, que hacía juego con el profundo corte en la garganta de Ahmad.
Su padre no estaba, pero la nota bajo las tenazas le indicaba que podría encontrarlo en la comisaría, a donde había ido a entregarse.
Solo media tarde le bastó para convertir en una piltrafa a ese hombre, a quien recordaba enorme sobre ella, increíblemente pesado, y que ahora estaba flácido como un jirón de la ropa quemada por su padre.
—¿Entonces? —insistió el oficial.
—Hambre.
—¿Qué? —replicó el hombre creyendo haber escuchado mal.
—Hambre —repitió, mientras en su memoria se abría paso la imagen del plato colmado de fahsa que su padre le había dejado sobre la meseta de la cocina, cubierto con un paño húmedo que ella retiró lentamente, dejando que el aroma del cordero se difundiese por la habitación—. Sentí mucha hambre —precisó y aspiró el aire con fuerza, como si los olores entremezclados de la sangre y el fahsa aún estuviesen rodeándola.
Glosario:
Fahsa: plato de la cocina yemenita. Su componente principal es el cordero.
Hiyab: velo que cubre la cabeza y el pecho. Suele ser usado por las mujeres musulmanas a partir de la pubertad, en presencia de varones adultos que no sean de su familia inmediata, como forma de atuendo modesto.
Qat: planta originaria de zonas tropicales del África oriental. Es un estimulante vegetal que se masca.
Saná: capital de Yemen. También puede aparecer como Sana, Sanaa, Sana’a o Sanaá.
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