Acerca del autor
Elias Canetti (Ruse, Bulgaria; 25 de julio de 1905-Zúrich, Suiza; 14 de agosto de 1994) fue un escritor y pensador en lengua alemana, Premio Nobel de Literatura en 1981. Auto de fe fue el primer libro de Elias Canetti y su única novela. Se publicó en 1935. Fue prohibido más tarde por los nazis y, a pesar de la apreciación de Thomas Mann y Hermann Broch, no recibió mucha atención, sino hasta que volvió a publicarse, en los años sesenta.
Novela de ficción dentro de la corriente del expresionismo entonces en boga en Alemania y en Austria, de una fuerza considerable con algunos elementos grotescos y demoníacos, se puede comparar a las grandes obras de la literatura rusa del siglo XIX, sobre todo a la obra de Nikolai Gogol y a la de Fyodor Dostoevsky, con el que el propio Canetti ha declarado su deuda. En esta oportunidad les ofrecemos su primer capítulo.
Fragmentos de su obra
El paseo
—¿Qué haces aquí, muchacho?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué te quedas parado?
—Porque…
—¿Sabes leer?
—Pues sí.
—¿Cuántos años tienes?
—Nueve cumplidos.
—¿Qué preferirías: un chocolate o un libro?
—Un libro.
—¿De veras? Estupendo. ¿Así que por eso estás aquí?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Mi papá me regaña.
—Ajá. ¿Cómo se llama tu padre?
—Franz Metzger.
—¿Te gustaría viajar a otro país?
—Sí. A la India. Hay muchos tigres.
—¿Y adonde más?
—A la China. Hay una muralla enorme.
—¿Te gustaría escalarla?
—Es demasiado ancha y alta. Nadie puede escalarla. Por eso la construyeron.
—¡Cuánto sabes! Se ve que has leído mucho.
—Sí, leo siempre. Papá me quita los libros. Quisiera ir a una escuela china. Tienes que aprender cuarenta mil letras. Todas no caben en un libro.
—Eso es lo que tú crees.
—Las he contado.
—De todas formas no es cierto. Deja esos libros del escaparate. No hay ni uno bueno. En el bolsillo tengo algo mejor. Espera, que te lo enseñaré. ¿Sabes qué escritura es ésta?
—¡China! ¡China!
—Eres lo que se dice un chico listo. ¿Habías visto ya algún libro chino?
—No, lo adiviné.
—Estos dos caracteres significan Meng Tse, el filósofo Meng. Fue un gran hombre en la China. Vivió hace 2250 años y sus obras todavía se leen. ¿Te acordarás?
—Sí. Ahora tengo que irme al colegio.
—¡Ajá! ¿Conque miras los escaparates de las librerías cuando vas al colegio? ¿Cómo te llamas?
—Franz Metzger. Como mi padre.
—¿Y dónde vives?
—En la calle Ehrlich, veinticuatro.
—Yo también vivo ahí. No recuerdo haberte visto.
—Usted siempre desvía la mirada cuando se encuentra con alguien en la escalera. Yo lo conozco hace tiempo. Usted es el profesor Kien, pero no da clases. Mamá dice que no es un profesor de verdad. Pero yo creo que sí, porque tiene una biblioteca. Nadie puede imaginar lo que es eso, dice la María. Es nuestra criada. Cuando sea grande tendré una biblioteca. Con todos los libros y en todas las lenguas, uno chino también. Ahora tengo que correr.
—¿Quién escribió este libro? ¿Te acuerdas?
—Meng Tse, el filósofo Meng. Hace exactamente 2250 años.
—Muy bien. Puedes venir un día a mi biblioteca. Dile al ama de llaves que te he dado permiso. Te enseñaré postales de la India y de la China.
—¡Qué bueno! ¡Vendré! ¡Sí que vendré! ¿Puedo esta tarde?
—No, no, chico. Tengo que trabajar. No antes de una semana.
El profesor Peter Kien, hombre alto y enjuto, erudito especializado en sinología, guardó el libro chino en la cartera, ya repleta, que llevaba bajo el brazo, la cerró cuidadosamente y siguió con la mirada al inteligente muchachito hasta verlo desaparecer. Malhumorado y taciturno por naturaleza, no tardó en reprocharse esa conversación iniciada sin ningún motivo.
Durante sus paseos matinales, entre las siete y las ocho, solía dar un vistazo a los escaparates de las librerías por las que pasaba, constatando, casi con satisfacción, que la literatura pornográfica y de pacotilla iba ganando cada vez mayor terreno. Él mismo poseía la biblioteca privada más importante de esa gran ciudad. Llevaba siempre una mínima parte consigo. Su pasión por ella, la única que se había permitido a lo largo de una vida austera y consagrada al estudio, lo obligaba a adoptar ciertas medidas de precaución. Los libros, incluso malos, lo inducían con facilidad a hacer una compra. Pero, por suerte, la mayor parte de las librerías no abrían hasta después de las ocho. A veces, uno que otro aprendiz, deseoso de atraerse al jefe, aparecía más temprano, esperaba al primer empleado y, con gesto solemne, le quitaba la llave: «¡Estoy aquí desde las siete!» exclamaba, o bien: «¡No pude entrar!». Tanto celo contagiaba fácilmente a un tipo como Kien, que hacía esfuerzos por no seguir su ejemplo. Entre los propietarios de tiendas más modestas, no faltaban algunos madrugadores que, desde las siete y media, trajinaban con la puerta abierta. Desafiando esas tentaciones, Kien tamborileaba con orgullo sobre su abultada cartera. La llevaba bien pegada a él, de un modo muy personal, para ponerla estrechamente en contacto con su cuerpo. Sus costillas la sentían a través del traje, raído y ordinario. El brazo reposaba en la concavidad lateral, amoldándose perfectamente a ella. El antebrazo le servía de apoyo desde abajo. Los dedos, estirados, acariciaban por todas partes la codiciada superficie. Él mismo justificaba su extrema cautela con el valor del contenido. Si por casualidad la cartera se caía al suelo, o si el cierre, que él examinaba cada mañana antes de salir, se abría justamente en aquel crítico instante, sus preciosos libros podían arruinarse. Y nada odiaba él tanto como los libros sucios.
Aquel día, estando ante un escaparate al regresar a su casa, un chiquillo se interpuso de pronto entre él y los cristales. Kien interpretó ese gesto como una impertinencia, pues sobraba espacio. Él siempre se paraba a un metro de distancia del escaparate, lo cual no le impedía leer todos los títulos visibles. Sus ojos funcionaban a la perfección: detalle muy significativo en un hombre de cuarenta años que pasaba todo el día entre libros y manuscritos. Cada mañana le confirmaban su buena forma. Al distanciarse así de aquellos libros venales, de simple divulgación, les expresaba su desprecio, por lo demás muy merecido si los comparaba con las obras densas y complejas de su biblioteca. El chico era bajito, Kien de una altura excepcional: fácilmente podía mirar por sobre su cabeza. Sin embargo, hubiera preferido más respeto. Antes de reprocharle su comportamiento, se ladeó para observarlo. El chiquillo miraba fijamente los títulos de los libros y movía los labios con lentitud y en voz baja. Sus ojos se iban deslizando de tomo en tomo, sin parar. Cada dos minutos lanzaba una mirada por encima de su hombro. En la acera de enfrente colgaba el gran reloj de una relojería. Eran las ocho menos veinte. A todas luces, el pequeño temía olvidar algo importante. No reparó en el señor que tenía detrás. Tal vez hiciera prácticas de lectura o memorizara los títulos, a los que dedicaba idéntica atención. Se notaba perfectamente cuáles retenían su mirada.
Kien sintió lástima. El chico estaba corrompiendo su espíritu tierno y tal vez ávido de lecturas con esa infame pacotilla. Años después, quizá leyese más de un libro infecto sólo por haberse familiarizado desde niño con el título. ¿Cómo limitar la receptividad de los primeros años? En cuanto un niño aprende a caminar y a deletrear, queda a merced tanto del pavimento de una calle mal asfaltada, como de la mercadería de cualquier pobre infeliz que —el diablo sabrá por qué— se dedicó a vender libros. Los niños pequeños debieran crecer en grandes bibliotecas particulares. El contacto diario y exclusivo con espíritus serios, una atmósfera intelectual, sombría y apacible, y un tenaz esfuerzo de adaptación al orden más riguroso, tanto en el tiempo como en el espacio, ¿qué mejor manera de ayudar a esos seres tiernos en su juventud? Pero el único hombre que, en esa ciudad, poseía una biblioteca digna de consideración, era el propio Kien. Y él no podía adoptar niños. Su trabajo no le permitía distracciones. Los niños hacen ruido y hay que ocuparse de ellos. Para atenderlos se precisa una mujer. Una simple ama de llaves basta para cocinar. A los niños hay que conseguirles una madre. ¡Si las madres se limitaran a ser sólo madres! Pero ninguna se contenta con su verdadero rol. La especialidad de todas es ser mujer y exigir cosas que un erudito honesto no podría satisfacer ni en sueños. Kien había renunciado al matrimonio. Hasta entonces las mujeres le habían sido indiferentes; y lo seguirían siendo. El chiquillo de mirada fija y cabeza movediza llevaba, pues, las de perder. Por compasión habló con él, contrariando su costumbre. Gustoso hubiera redimido sus escrúpulos pedagógicos con un chocolate, pero comprobó que hay niños de nueve años que prefieren un libro a un chocolate. Lo que había sucedido luego aumentó su sorpresa. El chiquillo se interesaba por la China. Leía contra la voluntad de su padre. Los rumores sobre las dificultades de la escritura china lo animaban, en vez de intimidarlo. Reconoció los caracteres a primera vista, sin haberlos visto nunca, y aprobó con sobresaliente una prueba de inteligencia. Además, se negó a tocar el libro que le enseñaron. Tal vez se avergonzara de sus dedos sucios. Kien se los miró: estaban limpios. Otro muchacho hubiera cogido el libro, incluso con las manos sucias. Él tenía prisa; la escuela empezaba a las ocho, pero se quedó hasta el último segundo. Aceptó la invitación con la avidez de un hambriento: su padre debía de torturarlo mucho, sin duda. Hubiera preferido ir esa misma tarde, en horas de trabajo. Después de todo, ambos vivían en el mismo inmueble.
Kien se perdonó aquella conversación. La excepción que se había permitido pareciole válida y justificada. Mentalmente saludó en el muchachito, que ya había desaparecido, a un futuro sinólogo. ¿A quién le interesaba aquella disciplina tan recóndita? La juventud juega al fútbol; los adultos sólo piensan en lucrar y destinan su tiempo libre al amor. Para dormir ocho horas y holgazanear otras ocho, se consagran el resto del tiempo a un trabajo odioso. Habían endiosado no ya al vientre, sino al cuerpo entero; El Dios celestial de los chinos era más digno y severo. Aun cuando el chiquillo no viniera la semana próxima —cosa bastante improbable—, tenía en la cabeza un nombre nada fácil de olvidar: el del filósofo Meng. Hay impulsos fortuitos e inesperados que pueden orientar toda una vida.
Sonriendo, Kien prosiguió el camino hacia su casa. Raramente sonreía. Pocas veces ha habido alguien que hubiera anhelado tanto una biblioteca como él. A los nueve años soñaba con tener una librería. Pero la idea de ir de un lado a otro como propietario le parecía un sacrilegio. Un librero es un rey, pero un rey no es un librero. Aún era muy pequeño para buscar un empleo, se decía. Y a los recaderos los mandan siempre afuera. ¿Qué provecho sacaría de los libros con sólo llevarlos bajo el brazo, empaquetados? Buscó una solución durante mucho tiempo. Un día no volvió a su casa después del colegio. Se dirigió a la librería más grande de la ciudad —seis escaparates llenos de volúmenes—, y rompió a llorar a gritos. «¡Quiero irme rápido, tengo miedo!», berreó. Le enseñaron el lavabo. Él se fijó bien. Al volver dio las gracias y preguntó si podía serles útil. Su cara radiante provocó la hilaridad de aquella gente. ¡Pensar que poco antes se había contraído por ese pánico absurdo! Le buscaron conversación: sabía muchísimo de libros. Para su edad les pareció inteligente. Por la tarde lo mandaron fuera con un pesado paquete. Fue y regresó en el tranvía. Había ahorrado dinero suficiente para el pasaje. Cuando ya estaban cerrando la tienda, era casi de noche, anunció que había entregado el paquete y puso el recibo sobre el mostrador. Alguien le dio un caramelo de limón en recompensa. Mientras los empleados se ponían los abrigos, él se deslizó furtivamente hasta el lavabo, aquel lugar tan seguro, y se encerró dentro. Nadie se dio cuenta. Todos pensaban sin duda en su tarde libre. Allí esperó largo rato. Sólo al cabo de varias horas, ya muy entrada la noche, se atrevió a salir. La tienda estaba a oscuras. Buscó el interruptor a tientas. No había pensado en él durante el día. Cuando lo encontró y lo tuvo entre sus dedos, le dio miedo encender la luz. Alguien podría verlo desde la calle y llevárselo a casa.
Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Pero no podía leer y eso lo puso triste. Fue bajando un volumen tras otro, lo hojeaba y hasta descifró algunos títulos. Más tarde se trepó a la escalera. Quería saber si los libros de arriba ocultaban algún secreto. Se cayó y dijo: «¡No me he golpeado!». El piso era duro. Los libros eran blandos. En una librería uno cae sobre libros. Pudo haber hecho una torre con ellos, pero el desorden le parecía vulgar, y, antes de sacar uno nuevo, guardaba el otro en su sitio. Le dolía la espalda. Tal vez fuera sólo el cansancio. En su casa estaría durmiendo hacía rato. Allí era imposible, la tensión lo mantenía despierto. Pero sus ojos ya no distinguían ni los títulos más grandes, y eso lo irritaba.
Calculó cuántos años podría pasarse allí leyendo, sin salir una sola vez a la calle ni ir a aquel estúpido colegio. ¡Por qué no quedarse allí siempre! Podría ahorrar para comprarse una camita. Su madre se habría asustado. Él también, pero sólo un poquito, por el silencio que había. Las farolas de gas se apagaron en la calle. Las sombras invadieron los rincones. Existían, pues, los fantasmas. De noche llegaban todos volando, se acuclillaban sobre los libros y leían. No necesitaban luz, ¡con esos ojos tan grandes! No se atrevió a tocar un libro más de los estantes superiores. Ni tampoco en los de abajo. Se acurrucó bajo el mostrador; los dientes le castañeteaban. Diez mil libros y, sobre cada uno, un fantasma acuclillado. Por eso había tanta calma. A veces los oía pasar las páginas. Leían tan rápido como él. Se hubiera acostumbrado a su presencia, pero eran diez mil y alguno podía morderlo. Los fantasmas se enojan cuando alguien los roza; creen que uno se burla de ellos. El niño se hizo un ovillo y ellos revoloteaban por encima de él. La mañana no llegó sino después de muchas noches. Se quedó dormido. Cuando los empleados abrieron, no los sintió. Lo encontraron bajo el mostrador y lo sacudieron hasta despertarlo. Al comienzo se hizo el dormido, pero pronto empezó a berrear. Ayer se quedó encerrado, dijo, lo sentía por su madre, que seguro lo anduvo buscando en todas partes. El propietario lo interrogó y, no bien supo su nombre, lo mandó a casa con un empleado, que presentó sus excusas a la señora: el muchacho fue encerrado por error, pero estaba sano y salvo. Él se ponía a sus órdenes. La madre le creyó y quedó contenta. Ahora, el mentirosillo de otros tiempos poseía una biblioteca extraordinaria y un nombre no menos famoso.
Kien aborrecía la mentira. Desde su niñez había sido fiel a la verdad. No recordaba ninguna mentira aparte de aquélla, que además reprobaba. Sólo la conversación con el chiquillo —su vivo retrato a esa edad— se la había evocado. Basta ya, pensó, son casi las ocho. A las ocho en punto comenzaba su trabajo, su labor al servicio de la verdad. Ciencia y verdad eran para él conceptos idénticos. Uno se aproxima a la verdad cuando se aleja de los hombres. La vida cotidiana es un entramado superficial de mentiras. Cada transeúnte era un mentiroso. Por eso ni los miraba. ¿Quién, entre los pésimos actores que integraban la masa, tenía un rustro capaz de interesarlo? Cambiaban de cara a cada instante; no conservaban el mismo papel un día entero. Desde un comienzo supo que toda experiencia era, en estos casos, superfina. Deseaba perseverar tenazmente en su propia esencia. No sólo un mes, no sólo un año: toda su vida permanecería idéntico a sí mismo. El carácter, cuando se posee, determina también el aspecto físico. Se recordaba siempre como un hombre alto y enjuto. Sólo conocía su rostro fugazmente, de verlo reflejado en los cristales de las librerías. En su casa no tenía un solo espejo; el espacio escaseaba entre tanto libro. Pero sabía que era enjuto, severo y huesudo; eso le bastaba.
Al no tener ningún deseo de observar a nadie, mantenía los ojos bajos o miraba por sobre la gente. Adivinaba exactamente dónde había librerías. Su instinto nunca le fallaba. En esos casos, lo guiaba la misma fuerza que guía a los caballos de vuelta a sus establos. Salía de paseo para respirar el aire de otros libros; éstos provocaban su desacuerdo o lo reanimaban un poco. En la biblioteca, todo iba a pedir de boca. Entre las siete y las ocho de la mañana se tomaba una de esas libertades que suelen constituir toda la vida de los demás.
Aunque disfrutara al máximo de esa hora, procedía con regularidad. Vaciló un poco antes de cruzar una calle concurrida. Le gustaba mantener el mismo paso, y, por no darse prisa, esperó un momento favorable. De pronto, oyó que alguien le gritaba en voz alta a otra persona:
—¿Podría decirme dónde queda la calle Mut? —El interpelado no contestó. Kien se sorprendió al ver que, en plena calle, hubiera hombres tan silenciosos como él. Aguzó el oído sin levantar la mirada. ¿Cómo reaccionaría el interpelante ante aquel mutismo?—. Disculpe usted, por favor, ¿podría decirme dónde queda la calle Mut? —Formuló su pregunta en tono más cortés; pero no tuvo mejor suerte. El otro no respondió—. Creo que no me ha oído. Quisiera pedirle una información. ¿Sería tan amable de indicarme cómo ir a la calle Mut? —Kien sintió espoleada su sed de conocimientos —la curiosidad le era extraña— y decidió observar al taciturno siempre que persistiera en su mutismo. El hombre estaría ensimismado, sin duda alguna, y quería evitar cualquier interrupción. Esta vez tampoco dijo nada. Kien lo alabó. Uno, entre miles, que resiste a los caprichos del azar—. Oiga, ¿está usted sordo? —gritó el primero. «Ahora sí replicará el segundo», pensó Kien, que empezaba a perder la complacencia en su protegido. ¿Quién controla su lengua cuando lo insultan? Se volvió hacia la calle: era el momento ideal para cruzar. Extrañado ante el persistente silencio, se detuvo. El segundo siguió mudo. Era previsible un estallido mucho más violento de su ira. Kien esperaba una disputa. Si el segundo reaccionaba como un individuo cualquiera, Kien vería confirmada, incontestablemente, la opinión que de sí mismo tenía: era el único hombre de carácter que paseaba por allí. Se preguntó si debería echar una mirada. El incidente se desarrollaba a su derecha. Pero el primer tipo estalló—: ¡No tiene usted modales! ¡Es usted un patán! ¡Le he hecho una pregunta en el tono más cortés! ¡Qué se ha creído, grosero! ¿O acaso es mudo? —El segundo seguía en silencio—. ¡Tendrá que disculparse! ¡Me importa un bledo la calle Mut! ¡Cualquiera puede enseñármela! ¡Pero usted me pedirá disculpas! ¿Me oye? —El otro no oía. Pero empezó a ganarse la estima del expectante Kien—. ¡Lo entregaré a la policía! ¿Sabe con quién está hablando, esqueleto? Y así pretende ser un caballero. ¿De dónde ha sacado lo que lleva puesto? ¡Del Monte de Piedad! Tiene todo el aspecto. ¿Qué lleva usted bajo el brazo? Yo se lo diré. ¡Será mejor que se suicide! ¿Sabe usted lo que es?
De pronto recibió Kien un violento empellón. Alguien le cogió la cartera, como queriendo arrancársela. Con un esguince que superaba ampliamente sus fuerzas normales, rescató de golpe los libros de las garras del ladrón y se volvió a la derecha. Aunque dirigida a la cartera, su mirada recayó en un grueso hombrecito que lo cubría de improperios:
—¡Un patán! ¡Un patán! ¡Un patán! —El segundo, el mudo, el hombre de carácter que controlaba su lengua pese a la cólera, era el propio Kien. Con toda calma le volvió la espalda al analfabeto gesticulador, cortando en dos su cháchara con aquel fino cuchillo. Un pobre obeso cuya amabilidad se convirtió en insolencia a los pocos instantes, no podía ofenderlo. En todo caso, cruzó la calle con una rapidez mayor que la prevista: cuando se llevan libros conviene no llegar nunca a las manos. Y él siempre llevaba libros consigo.
Pues, en definitiva, nadie está obligado a escuchar las estupideces de cualquier transeúnte. Perderse en discusiones es el mayor peligro que puede amenazar a un sabio. Más que oralmente, prefería Kien expresarse por escrito. Dominaba más de una docena de lenguas orientales, y se había familiarizado con muchas de las occidentales. Ninguna literatura le era extraña. Pensaba por citas y escribía en párrafos cuidadosamente meditados. Numerosos textos le debían su reconstrucción definitiva. Al dar con algún pasaje deteriorado o alterado en antiguos manuscritos chinos, hindúes o japoneses, se le ocurrían cientos de interpretaciones posibles. Muchos críticos lo envidiaban por eso; él tenía que defenderse del exceso de ideas. Con una lentitud exasperante y un extremo rigor consigo mismo, sopesaba las alternativas cauta y meticulosamente durante meses, y sólo se decidía por alguna letra, palabra o frase entera si estaba seguro de que era inatacable. Los ensayos que hasta entonces publicara —escasos en número, pero auténticos puntos de partida para muchos otros— le habían granjeado la reputación de primer sinólogo de su tiempo. Sus colegas los conocían al dedillo y casi de memoria. Una vez escritas, sus frases se volvían decisivas y concluyentes. En los casos controvertibles, todos se dirigían a él, la autoridad suprema aun en campos tangencialmente relacionados con su especialidad. Honraba a poca gente con sus cartas. Pero la persona elegida recibía, en una sola carta, estímulos suficientes para dedicarse durante años a un trabajo cuyos frutos se consideraban válidos de entrada, gracias a la personalidad del avalante. Él mismo no frecuentaba a nadie y rechazaba las invitaciones. Cuando alguna cátedra de filología oriental quedaba libre, se la ofrecían a él en primer término. Pero Kien declinaba la oferta con desdeñosa cortesía.
Confesaba no haber nacido para orador. Cualquier retribución por su trabajo se lo haría menos grato. En su modesta opinión, aquellos divulgadores improductivos a quienes se confiaba la educación en las escuelas secundarias, deberían ocupar las cátedras universitarias, a fin de que los investigadores natos, los auténticamente creativos, puedan consagrarse en forma exclusiva a su trabajo. Los cerebros mediocres no escasean, solía decir. Los cursos que pudiera él dictar se verían, en general, muy poco concurridos, por lo exigente que sería con sus alumnos. En los exámenes, era previsible que ninguno de los candidatos aprobara. Y él tendría a bien suspender a los estudiantes más jóvenes e inmaduros hasta que, cumplidos ya los treinta años, hubiesen adquirido —sea por aburrimiento, sea porque empezaran a trabajar seriamente— ciertos conocimientos, por mínimos que fueran. El simple hecho de admitir en las aulas de la Facultad a gente cuya memoria no hubiera sido cuidadosamente examinada, le parecía cuestionable, cuando no inútil. Die2 estudiantes, seleccionados tras varios exámenes de gran dificultad, rendirían sin duda mucho más quedándose entre sí que mezclándose con cien de aquellos lerdos bebedores de cerveza que suelen formar las poblaciones universitarias. Sus objeciones eran, pues, muy serias y de principio. Por ello rogaba al Decanato no insistir en una oferta que, si bien no lo honraba, pretendía ser honorífica.
En los congresos, donde la gente suele ser muy locuaz, Kien era una personalidad sumamente debatida. Los señores eruditos, que pasaban la mayor parte de su vida como topos silenciosos, tímidos y miopes, salían de sus madrigueras una vez cada dos años para darse la bienvenida, juntar las cabezas más heterogéneas, cuchichear entre sí sin decir nada y brindar torpemente en los banquetes. Con la emoción más profunda y la alegría más intensa, mantenían muy en alto sus banderas y defendían el honor de su estandarte, haciendo incesantes votos en todos los idiomas. Y los hubieran cumplido incluso sin comprometerse verbalmente. Durante las pausas hacían apuestas. ¿Los honraría esta vez Kien con su presencia? Se hablaba más de él que de cualquier colega famoso: su conducta excitaba la curiosidad. El hecho de que nunca hubiera explotado su fama; de que llevara más de diez años rechazando tenazmente invitaciones y banquetes en los que, pese a su juventud, le habrían hecho todos los honores; de que en cada congreso anunciara un importante discurso cuyo manuscrito era leído luego por otra persona en representación suya, todo aquello era interpretado por sus colegas como un simple aplazamiento. Algún día —tal vez en esta ocasión— se presentará repentinamente, aceptará con dignidad unos aplausos que su prolongado retiro contribuiría a reforzar, y se hará elegir, por aclamación, presidente de la asamblea, cargo que le correspondía y que, incluso ausente, se arrogaba a su manera. Pero los señores se equivocaban. Kien no aparecía, y el partido de los crédulos perdía su apuesta.
Kien se disculpaba en el último momento. Enviaba sus manuscritos a algún privilegiado, acompañándolos de comentarios irónicos. Si les quedaba tiempo para trabajar con un programa de diversiones tan nutrido —cosa que, por respeto al bienestar general, él no deseaba en absoluto—, les pedía que sometieran al Congreso aquella pequeñez, fruto de dos años de trabajo. Para tales momentos solía reservar conclusiones nuevas y sorprendentes en su campo de investigación. Con un atento recelo seguía, desde lejos, los efectos y discusiones que éstas provocaban, como para verificar su exactitud textual. La asamblea toleraba su sarcasmo. De cien asistentes, ochenta defendían su dictamen. Su rendimiento era invalorable. Todos le deseaban larga vida. Su muerte hubiera aterrado a la mayoría.
Los pocos que le conocieron en sus años mozos habían perdido el recuerdo de su rostro. Varias veces le pidieron por escrito su fotografía: no le quedaba ni una, respondía, y tampoco pensaba hacerse otra. Ambas cosas eran ciertas. Pero una vez aceptó espontáneamente hacer una cesión de otro tipo: a los treinta años, y sin haber redactado testamento alguno, legó su cráneo, junto con el contenido, a un Instituto de Investigaciones Frenológicas. Justificó esta decisión alegando la importancia de probar que su memoria, realmente prodigiosa, se debía a una estructura especial o, tal vez, a un mayor peso del cerebro. No es que creyese, le escribió al director del Instituto, que genio y memoria fueran idénticos, como se solía pensar de un tiempo a esta parte. Él mismo no era nada menos que un genio. Pero sería anticientífico negar la utilidad, para sus trabajos de investigación, de la memoria casi terrorífica que poseía. En cierto modo llevaba en la cabeza una segunda biblioteca, tan surtida y de fiar como la verdadera, que, según decían, era objeto de continuos comentarios. Sentado a su escritorio, podía redactar ensayos en los que abordaba hasta detalles ínfimos consultando sólo su bibliocabeza. Después verificaba, claro está, citas y referencias en libros reales, aunque sólo por acallar sus escrúpulos. No recordaba un solo caso en el que la memoria le hubiera fallado. Hasta sus sueños tenían perfiles más precisos que los de la mayoría de la gente. Ninguna visión borrosa, informe o incolora se había deslizado hasta entonces en los sueños que observara. En su caso, la noche no alteraba jamás orden alguno: los ruidos que oía tenían un origen normal, las conversaciones que mantenía eran perfectamente razonables, todo conservaba su sentido. No le incumbía investigar si la supuesta relación entre la exactitud de su memoria y la inequívoca claridad de sus sueños existía realmente. Se limitaba a consignar esos hechos con toda humildad, y rogaba no considerar los datos personales que se permitía anotar en esa carta como un síntoma de presunción o de garrulería.
Kien evocó otros acontecimientos de su vida que arrojaban luz sobre su temperamento retraído, taciturno y desprovisto de toda vanidad. Pero su irritación, provocada por ese insolente que primero le preguntó por una calle y luego lo insultó, aumentaba a cada paso. «No me queda más remedio», dijo y se metió bajo un portón; echó un vistazo alrededor —nadie lo observaba— y sacó una libreta larga y angosta de su bolsillo. En la portada se leía, escrita en letras altas y angulosas, la palabra: ESTUPIDECES. Su mirada se detuvo un instante en el título. Luego pasó unas cuantas hojas: más de la mitad de la libreta estaba escrita. En ella iba anotando cuanto quería olvidar. Empezaba con la fecha, la hora y el lugar, al que seguía el incidente destinado a ilustrar la estupidez humana con un nuevo ejemplo. Una cita apropiada, siempre nueva, servía de conclusión. Nunca leía su colección de estupideces; una ojeada a la cubierta le bastaba. Pensaba editarla años más tarde bajo el título: Paseos de un sinólogo.
Sacó un lápiz bien afilado y escribió en la primera página en blanco: «23 de septiembre, 7:45 a m. En la calle Mut, un hombre me abordó preguntándome dónde quedaba la calle Mut. Para no avergonzarlo, guardé silencio. Él, sin inmutarse, repitió su pregunta varias veces; su comportamiento era cortés. De pronto, sus ojos tropezaron con el letrero y se dio cuenta de su estupidez. En vez de alejarse a toda prisa, como yo hubiera hecho en su lugar, se dejó arrastrar por una cólera desmesurada y me insultó del modo más grosero. Si hubiera sido menos indulgente, me habría ahorrado esa penosa escena. ¿Cuál de los dos fue el más estúpido?».
Con esta última frase demostró que no se amedrentaba ni ante él mismo. Era implacable con todo el mundo. Satisfecho, guardó su libreta en el bolsillo y se olvidó del hombre. Mientras escribía, sus libros se habían deslizado hasta quedar en una posición incómoda: volvió a acomodarlos. En la esquina siguiente, retrocedió ante un perro lobo. Rápido y seguro, el animal se iba abriendo paso al tiempo que guiaba a un ciego aferrado al extremo de su tensa correa. Quien no hubiera visto al perro podía reconocer la enfermedad de su amo por el bastón blanco que llevaba en la derecha. Hasta los transeúntes más apresurados, que no tenían tiempo para el ciego, le echaban al perro una mirada admirativa. Éste, con su hocico, los iba haciendo pacientemente a un lado. Como era fuerte y hermoso, lo miraban con buenos ojos. De repente, el ciego se quitó la gorra que llevaba puesta y, junto con el bastón, se la tendió a los transeúntes.
—¡Para la comida del perro! —imploró. Le llovieron las monedas. En medio de la calle, la gente se agolpó en torno a los dos. El tráfico se paralizó; por suerte, en esa esquina no había ningún policía que lo dirigiera. Kien observó al mendigo de cerca. Iba vestido con estudiada pobreza y, a juzgar por su cara, parecía una persona culta. Como no dejaba de mover los músculos en torno a los ojos —parpadeaba, levantaba las cejas y fruncía el ceño—, Kien le perdió confianza y decidió considerarlo un impostor. En ese momento apareció un chiquillo de unos doce años, que empujó violentamente al perro y tiró un pesado botón en la gorra. El ciego le clavó su mirada fija, dándole las gracias en un tono ligeramente más amable. Al caer, el botón tintineó como una pieza de oro. Kien sintió una punzada en el corazón. Cogió al chico por las mechas y, como iba cargado, le dio un golpe en la cabeza con su cartera.
—¡Vergüenza debiera darte! —exclamó— ¡engañar a un ciego! —Después del golpe, recordó lo que llevaba en la cartera: ¡libros! Se estremeció; jamás había hecho un sacrificio tan grande. El muchachito se escabulló chillando. Para volver al plano habitual y mucho más profundo de la compasión, vació Kien toda su calderilla en la gorra del ciego. Los circunstantes manifestaron su aprobación en alta voz. A él, su nueva acción le pareció más cauta y mezquina que la anterior. El perro volvió a tirar de la traílla. Al cabo de un instante, cuando surgió un policía, el ciego y su lazarillo habían retomado su antiguo paso.
Kien juró quitarse la vida si algún día lo amenazara la ceguera. Siempre que veía a un ciego, lo invadía el mismo sentimiento de angustia. Los mudos le gustaban; los sordos, paralíticos y demás tullidos le eran indiferentes. Los ciegos lo inquietaban: no comprendía que no pusieran fin a sus vidas. Aun cuando dominasen la escritura Braille, sus posibilidades de lectura eran muy limitadas. Eratóstenes, el gran bibliotecario de Alejandría, un sabio universal que vivió en el siglo III antes de Cristo y llegó a disponer de más de medio millón de pergaminos, hizo un descubrimiento terrible a los ochenta años: sus ojos empezaron a negarle sus servicios. Aún veía, pero era incapaz de leer. Otra persona hubiera aguardado la ceguera total. Él pensó que vivir alejado de los libros era como estar ciego. Sus amigos y discípulos le suplicaron que no los abandonase. Él sonrió sabiamente, agradeció y se dejó morir de inanición en pocos días.
Si llegase la hora, el pequeño Kien, cuya biblioteca sólo albergaba veinticinco mil volúmenes, sabría imitar fácilmente el magno ejemplo.
A ritmo acelerado recorrió el camino que aún lo separaba de su casa. Seguramente eran las ocho. A las ocho comenzaba su trabajo. La falta de puntualidad le daba náuseas. De rato en rato se palpaba furtivamente los ojos: enfocaban correctamente y parecían sentirse cómodos y seguros.
Su biblioteca se encontraba en el cuarto y último piso de la casa, ubicada en la calle Ehrlich 24. La puerta del apartamento estaba asegurada por tres cerrojos complicados. Los abrió, cruzó el vestíbulo, en el que sólo había un perchero, y entró en su estudio. Acomodó cuidadosamente la cartera en un sillón. Luego dio un par de vueltas por las cuatro habitaciones altas y espaciosas que formaban su biblioteca. Todas las paredes estaban recubiertas de libros hasta el techo. Los miró lentamente de abajo arriba. En el techo había varios tragaluces: se sentía orgulloso de esta iluminación cenital. Las ventanas laterales habían sido tapiadas hacía años, tras una ardua pelea con el propietario. Así ganó una cuarta pared en cada pieza: espacio para colocar nuevos libros. Además, una luz cenital que iluminase por igual todos los anaqueles le pareció más justa y adecuada a su relación con los libros. La tentación de observar lo que ocurre en la calle —una mala costumbre que hace perder tiempo y con la que por lo visto venimos al mundo— desapareció junto con las ventanas laterales. Cada día, antes de sentarse a escribir, bendecía aquella idea y sus secuelas, a Sas que debía la realización de su supremo anhelo: poseer una biblioteca bien surtida, ordenada y herméticamente protegida, en la que ningún mueble ni persona superfluos pudieran distraerlo de sus serias elucubraciones.
La primera habitación le servía de estudio. Un escritorio viejo y enorme, con un sillón delante y otro en el rincón opuesto, constituían todo el mobiliario. Había también un diván bastante estrecho, que Kien prefería ignorar porque sólo le servía de cama. De la pared colgaba una escalera corrediza: era más importante que el diván e iba de una pieza a otra en el transcurso del día. Ni una simple silla alteraba el vacío de las tres restantes. No había mesa, armario o estufa que rompiera la abigarrada monotonía de los anaqueles. Las bellas y pesadas alfombras, que recubrían todo el piso, calentaban la austera penumbra que, a través de las puertas, abiertas siempre de par en par, fundía los cuatro espacios en un solo salón de vastas proporciones.
Kien se desplazaba con paso firme y enérgico. Pisaba las alfombras con un énfasis particular, contento de que sus fuertes pisadas no hallasen el menor eco. En su biblioteca, ni un elefante hubiera hecho ruido al caminar. Por eso adoraba sus alfombras. Verificó si los libros seguían en el mismo orden en que los dejara una hora antes. Luego empezó a vaciar su cartera. Al llegar, solía dejarla en el sillón que estaba frente al escritorio. Si no, corría el riesgo de olvidarla y ponerse a trabajar antes de haberla vaciado, pues a las ocho su necesidad de trabajo era apremiante. Con ayuda de la escalera, fue colocando los libros en sus respectivos sitios. Pese a sus precauciones, el último (como ya había llegado a él, se dio más prisa que de costumbre) se le cayó al suelo desde el tercer estante, para el que ni siquiera necesitaba la escalera. Era aquel famoso Meng-Tse, que él amaba por sobre todos.
—¡Imbécil! —se gritó a sí mismo— ¡bárbaro!, ¡analfabeto! —Lo recogió tiernamente y se dirigió con paso rápido a la puerta. Pero antes de llegar, se acordó de algo importante. Dio media vuelta y, evitando hacer el menor ruido, empujó la escalera, adosada a la pared de enfrente, hasta el lugar del accidente. Con ambas manos depositó a Meng-Tse sobre la alfombra, a los pies de la escalera. Ahora ya podía ir a la puerta. La abrió y gritó hacia el corredor:
—¡La mejor de sus bayetas, por favor!
Poco después, el ama de llaves llamó a la puerta, que estaba sólo entornada. Asomó discretamente la cabeza por la rendija y preguntó:
—¿Ha pasado algo?
—No. Deme eso.
En su respuesta, la mujer notó una queja involuntaria. Era demasiado curiosa para darse por satisfecha.
—¡Pero oiga, profesor! —dijo en tono de reproche, entró y entendió al punto lo que había pasado. Se deslizó hacia donde estaba el libro. Sus pies no se veían bajo la almidonada falda azul, que llegaba hasta la alfombra. Tenía la cabeza torcida. Sus dos orejas eran anchas, chatas y prominentes. Como la derecha le rozaba el hombro y quedaba parcialmente oculta por él, la izquierda parecía algo más grande. Balanceaba la cabeza al hablar y al caminar, y sus hombros se contoneaban al mismo ritmo. Se agachó, recogió el libro y le pasó la bayeta, al menos doce veces. Kien no intentó adelantársele. Detestaba la cortesía. Se quedó a su lado, observando si hacía con seriedad su trabajo.
—Oiga, son cosas que pasan cuando se está en lo alto de la escalera.
Y le alcanzó el libro, reluciente como un plato. ¡Con qué ganas hubiera iniciado un diálogo! Pero no tuvo éxito. Kien se limitó a decirle «gracias» y le dio la espalda. Ella comprendió y optó por retirarse. Con la mano ya en la manija, él se volvió bruscamente y preguntó con fingida amabilidad:
—¿Ya le ha pasado varias veces, verdad?
Le adivinó el pensamiento y quedó realmente indignada:
—¡Pero oiga, profesor!… —El «oiga» atravesó como una espina su oleaginoso lenguaje. «Va a decirme que se marcha», pensó él, y le explicó en tono conciliador:
—Era por decir algo. ¡Ya sabe usted la de tesoros que hay en esta biblioteca!
Ella no esperaba una frase tan amable. No supo qué responder y abandonó la habitación, satisfecha. Cuando salió, él se hizo reproches: hablaba de sus libros como el más inmundo de los mercachifles. Pero, ¿en qué términos enseñarle a una persona así a tratar con libros? Incapaz de comprender su valor real, debió creer que especulaba con su biblioteca. ¡Qué gente! ¡Qué gente!
Tras una venia involuntaria, destinada a los manuscritos japoneses del estante superior, se sentó por fin a su escritorio.
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