Cuba, país de música, e inventora constante de ritmos de moda, donde una orisha ríe a carcajadas al aparecer en escena, posee uno de los conjuntos elegíacos más notables del idioma español, desde antes de «Fidelia», de Juan Clemente Zenea y mucho después de la obra maestra de esta vertiente lírica en su aspecto social que es la «Elegía a Jesús Menéndez», de Nicolás Guillén. Entre las elegías cubanas, sobresalen las cinco décimas de Jesús Orta Ruiz (1922-2005), conocido como Indio Naborí, dedicadas a su hijo nacido al final de la década de 1940 y fallecido años después. El poema se llama «La fuga del ángel» y posee un aliento lírico muy semejante a la poesía barroca del XVII español. Sinceridad y alta calidad artística se conjugan en estas décimas, de las más bellas que Cuba puede exhibir en el concierto decimista de lengua española.
Hay que ver cómo el dolor saca al poeta ideas de enorme sensibilidad humana. La poesía a veces se goza del sufrimiento, ancla allí algunas de sus escrituras más trascendentes: un hijo que canta al amado padre fallecido: Manrique, en sus coplas de seis siglos, que parecen escritas ayer; un padre que llora a su hijo: Naborí, que clama en toda una suite poemática, de la cual el poema más descollante es «La fuga del ángel». Uno no puede agradecer el dolor, sería monstruoso. Pero el dolor (base de la poética de José Martí) se devuelve poéticamente de diversas formas, con grave enfado en los trenos por la muerte de su esposa, de Samuel Feijóo, con expresión algo cínica en algún poema de José Z. Tallet, o con una profunda introspección que puede llegar a ser mística.
Y el ángel es un tópico a veces feliz y, otras, nostálgico de la poesía de lengua española, al cual Rafael Alberti sacó tanto partido. Para Naborí es la inocencia de un ser que se va sin haber abierto las alas plenas, sin vivir los sabores agridulces de la existencia. Reunidos ángel y dolor, crean una sutileza elegíaca de finísima expresión, que en el poema de Naborí se muestra en versos como: «una piedad de la muerte», «mudarse para el rocío», o más exactamente en el inicio mismo del poema: «¿Adónde fuiste, ángel mío, / en la última travesura?», de un contraste desgarrador entre la alegría de la «travesura» recordada y el no saber a qué sitio del espacio y del tiempo aquella criatura angélica se fue, se esfumó, se perdió para siempre. El hijo se ha convertido en estas décimas en «un niño abstracto». Si Lezama Lima nos habla en su poética de la correspondencia entre el ser y el no ser, entre la realidad y la irrealidad, entre lo visible y lo invisible, el poema de Naborí lo demuestra fehacientemente: esa correspondencia se halla entre el hijo ayer concreto y el abstracto de hoy, es el peldaño agudo que se presenta entre la vida y la muerte, un simple escalón, un peldaño que nos coloca entre lo visible y lo invisible y nos muestra un desgarrón de alma que, también, se llama poesía.
De pronto: «Te veo vivo y exacto / andando a mi alrededor», pero los dos versos anteriores habían dicho la verdad, la realidad vivida: «vida intocada que toco / en un ilusión del tacto»… Y estos dos versos dejan una resonancia incluso metafísica, una sensación del misterio de la inexistencia por la muerte, que los sentidos solo pueden captar como ilusión, pues no puede tocarse, verse, escuchar lo incorpóreo e inexistente. El rechazo del amor por la pérdida del ser querido se transmuta en Naborí en «una estela de cariño», con lo cual aquel que partió en las sendas de la muerte se ha hecho amor y dolor, no la contraposición eros y thanatos clásica, sino philia y thanatos, dolor que ama, amor que sufre porque no tiene para sí nunca más al sujeto amado.
Si la muerte es una desgarradura para el que queda vivo, el poeta es capaz de aprehender y expresar que: «Una piedad de la muerte / hay en esto de mirarte / sin mirarte, y de palparte / sin palparte, ni tenerte…». No es complejo saber con exactitud lo que se nos está diciendo, sobre todo aquellos que hemos perdido ya para siempre a nuestra madre, al padre venerado, al hijo tan amado, al compañero o la compañera de la vida y del amor… Los objetos nos hablan, el aire nos trae sus voces imposibles, los ruidos del hogar son sus sonidos, las noches se llenan de un perfume que no existe, como «… un sabor de panal / que solo fuera sabor». Naborí ha escrito las décimas más delicadamente barrocas, por conceptistas, de la poesía cubana. Barrocas por ese regodeo sutil con la muerte, por ese dolor expresado con intuición y trascendencia, no como un dolor de un desengaño, de un abandono amoroso, de una traición, de un amigo que se marcha lejos, o cualquier reacción de un alma susceptible, que es una forma exagerada de la sensibilidad. Este es el dolor desgarrado de quien parece que pierde como un pedazo de su propio cuerpo con la muerte del ser amado. Pero Naborí escribe en «La fuga del ángel» un poema sereno, reflexivo, de dolor asentado como en el fondo de un río, y el río manriqueño es el dolor mismo «que va a dar a la mar / que es el morir…». El poema es en ese sentido ejemplar, porque no es un grito ni un lamento de desesperación, ni una queja ante Dios o los hombres; solo «es endulzar el dolor / de la ausencia más glacial».
No se lee igual sin haber experimentado la desgarradura que está en su entraña de letras. Pero aun antes de haber tenido una experiencia similar, el texto se ofrece en su valía estética, en su clamor dicho con una calidad expresiva extraordinaria. Para los otros, para los que hemos sufrido de manera desbordante, la lectura de «La fuga del ángel» puede sobrecogernos, tocarnos allá dentro en un punto de sombras, en nuestro rincón más oscuro. No temo afirmar que este poema es un aporte notabilísimo a la gran serie elegíaca cubana, que surgió en el siglo XVIII, y todavía clama en los poetas vivos hoy. Quizás merezca una coda formalista, un estudio de sus recursos tropológicos y métricos, un bisturí filológico para anotar detalles de su conglomerado de palabras, de sus asociaciones sencillas y a la vez penetrantes, abismales y vastas. He preferido advertirlo desde el corazón, donde, según Pascal, hay razones que la razón no conoce, y con el cual, según el Pequeño Príncipe, solo se ve bien. Y eso es «La fuga del ángel»: una manera de ver bien con el corazón.
La fuga del ángel
¿Adónde fuiste, ángel mío, en la última travesura? Tal vez quiso tu ternura mudarse para el rocío. Te fuiste como en el río un pétalo de alelí; y has dejado tras de ti una estela de cariño, recuerdo que, como un niño sin cuerpo, va junto a mí. Eres, pues, un niño abstracto y vienes cuando te invoco, vida intocable que toco en una ilusión del tacto. Te veo vivo y exacto andando a mi alrededor, y escucho tu voz ―rumor como de ala que se aleja―: ¡qué zumbido sin abeja! ¡qué trino sin ruiseñor! Es que estás, aunque no estás, cual vuelo de mariposa sin mariposa, cual rosa de perfume nada más. Te fuiste y conmigo vas, aunque el mundo no te ve, ni sabe como yo sé que, diluido en la brisa, aún vives, como sonrisa sin boca, y paso sin pie. Es todo lo que me queda de ti: verdad sin verdad; una como suavidad de seda, pero sin seda; aroma de rosaleda sin más presencia que aroma; donaire de la paloma, pero no más que donaire; niño pintado en el aire hablándome sin idioma. Una piedad de la muerte hay en esto de mirarte sin mirarte, y de palparte sin palparte, ni tenerte; pues evocarte, traerte por la ruta de un clamor, es endulzar el dolor de la ausencia más glacial, con un sabor de panal que sólo fuera sabor.
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