El canario Silvestre de Balboa y Troya, en el origen de la nacionalidad cubana, título de la Editorial Ácana (Camagüey, 2020), nuevo libro de Ramiro Manuel García Medina, resulta ser un título de importancia crucial para la historia de la cultura cubana, toda vez que destruye el mito de que Silvestre de Balboa nunca existió, más otra serie de creencias y consejas derivadas de la ignorancia, la incultura y sobre todo de cierto afán malevolente de negar valores fundamentales de la patria cubana.
La investigación literaria y su correlato, la cultural, son, quién lo dudaría, labores de carácter científico. Pero hay casos en que la indagación de la ciencia se paraliza y anula si no está acompañada de la pasión, obsesiva incluso, porque ella resulta ingrediente esencial para enfrentar tareas de calibre mayor, como la que ha emprendido —y no me equivoco al decir que a lo largo de buena parte de su vida— Ramiro García Medina, empeñado paladinamente en devolver a Silvestre de Balboa Troya y Quesada la dimensión fundacional que le corresponde en las letras de Cuba. Se trata de una verdadera misión que han venido trasmitiéndose destacados intelectuales cubanos, tales como Francisco Pichardo Moya, Cintio Vitier, Enrique Saínz o Roberto González Echevarría.
En una de las reflexiones centelleantes de El ingenio, el insigne historiador Manuel Moreno Fraginals se refirió a Camagüey como un misterio para la historiografía cubana. Si bien considero cierto que toda región, situación o cultura humanas entrañarán siempre zonas oscuras o de ardua comprensión —piénsese en La Mejorana—, la afirmación de Moreno Fraginals sobre Camagüey es particularmente acertada, pues hay mucho que indagar sobre una ciudad en la cual se funda la literatura cubana con Espejo de paciencia, y de pronto las letras parecen dormir un sueño de cuento infantil, pero con despertares sorprendentes como la solicitud de fundación de una universidad en una época —siglos XVII y XVIII— de la que sabemos muy poco de lo que ocurría en el territorio principeño y, por cierto, lo que se sabe por momentos resulta deslumbrante. Ha sido Enrique Saínz quien contribuyera a develar una noticia enigmática en sí misma: Puerto Príncipe fue la ciudad con más destacada oratoria religiosa en toda Cuba durante el s. XVIII. Es una cuestión de particular interés, porque la oratoria, por muy ligada que esté a la fe, es un arte, y requiere también, para desarrollarse, receptores cultos: imposible pensar que Puerto Príncipe haya dado lugar a la producción oratoria más relevante del país en el Siglo de las Luces si no hubiera existido también un público de relevantes condiciones. No se trata, por lo demás, de una cuestión carente de respaldo documental. En algún momento Gertrudis Gómez de Avellaneda menciona su biblioteca familiar y he aquí que estaba nutrida por títulos más que refinados: la jovencita provinciana tuvo a su disposición una buena cantidad de títulos de rompe y rasga. Manuel de Jesús Arango, en el momento en que llegan a su casa oficiales españoles para prenderlo y proceder a su destierro, estaba leyendo Mis prisiones, del prestigioso autor italiano Silvio Pellico.
El orto mismo de semejantes afanes literarios se encuentra en Silvestre de Balboa Troya y Quesada. Gracias al presente estudio de Ramiro García la nación cubana puede, con entera convicción, suscribir la idea de que Espejo de paciencia, tal como en su momento —pero con mucho menos documentación y hallazgos biográficos— sostuviera Enrique Saínz. Creo que este nuevo libro de Ramiro García constituye un verdadero monumento cultural, a la manera en que entendiera esto el gran filósofo francés Michel Foucault: los documentos, cuidadosamente examinados, llegan a convertirse en monumentos de una cultura dada. En el presente caso, Ramiro García, en efecto, ha conseguido levantar un documento extraordinario, digno de quien fue simiente de la gran literatura cubana, pero también da testimonio de una extraordinaria capacidad de indagación científica y cultural. Paso a paso ha logrado rescatar no solo la trayectoria vital de Balboa en lo que era demostrable mediante documentos y finas interpretaciones de la historia insular —de dos polos, en este caso: las Islas Canarias y el archipiélago cubano—, sino también, y es esto de extraordinaria importancia, muestra en este libro una determinada imagen de la Cuba ignota, la isla maravillosa del siglo XVII. Solo un investigador lleno de pasión, pero también sediento de saber, podía haber llevado a cabo esta hazaña.
Así pues, Ramiro García no solo nos devuelve a un autor, sino la piedra miliar de la cultura nacional y el alma de una región que, como el Camagüey, ha venido aportando, después de Balboa y de los famosos, pero semignorados oradores del s. XVIII, extraordinarios nombres que conforman nuestra literatura, pero sobre todo nuestra nacionalidad: José Ramón Betancourt, Gertrudis Gómez de Avellaneda —la mujer polígrafa más relevante en lengua castellana durante el s. XIX—; Domitila García de Coronado, que logró crear una revista de temática femenina, con autoras e, incluso, con tipógrafas; Aurelia Castillo de González —la periodista más relevante en ese mismo idioma y esa centuria, capaz igualmente de entrevistar a Louis Pasteur, como de escribir una larga y brillante crónica al pie mismo de la Exposición de París que Martí imaginó para La Edad de Oro—. Ligado al Camagüey estuvo el ensayista jurídico y político José Calixto Bernal, uno de los precursores de la ONU, y camagüeyana fue su nieta, la polémica poeta Emilia Bernal. La lírica camagüeyana de vanguardia tiene nombres como Mariano Brull —que llegó a ser traducido al francés por alguien de la talla de Paul Valéry— y Emilio Ballagas, mientras un muy joven Nicolás Guillén también pasaba del período final del Modernismo a una vanguardia que no tardaría también en superar para crearse un estilo personalísimo, uno de los elementos que sentaron las bases de su imagen popular de Poeta Nacional de Cuba. Si Alejo Carpentier de un modo u otro forma parte de la transformación narrativa gestada en América Latina, también el camagüeyano Severo Sarduy —pintor, dramaturgo, novelista, poeta, ensayista— alcanza una posición relevante —de tácito liderazgo— en el movimiento llamado posboomlatinoamericano. El legado fundacional de Balboa no ha sido traicionado a través de los siglos por la producción de escritores de esta región, que, además de territorio agramontino, nombre más que justo porque en su día la gran mayoría de sus pobladores respaldó a quien habría de ser su héroe epónimo, sino también porque sistemáticamente ha contribuido con frutos diversos a las letras nacionales, de modo que es inevitable considerarla también cuna de la literatura cubana.
El estudio que ha realizado el ensayista tiene las más diversas aristas. Los documentos por él encontrados en el Archivo de Indias permiten ahora incluso cuestionar la idea de que Salvador Golomón sea una interpolación. Como verá el lector al leer este libro fascinante, hay documentos sobre el secuestro del obispo que mencionan claramente afrodescendientes de la época y de algún modo vinculados al rescate del prelado. Seguir suponiendo que Salvador Golomón es una interpolación parece muy poco sostenible; el dato, además de erudito, es un gesto más hacia la consideración imprescindible de la unidad básica de Cuba a partir de transculturaciones. Gracias a Ramiro García, un período en apariencia grisáceo y neblinoso cobra vida y vigor, para devolvernos al padre fundador, al criollo inicial, al hombre que, junto con el primer texto épico creado en la Isla y para sus pobladores, inició un camino que todavía recorremos hoy.
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