El retorno y la venganza usan los disfraces de muchos rostros, y uno de ellos podría camuflarse tras un intento de reescritura del ciclo artúrico. Ciertos personajes que pueblan el imaginario narrativo de los lectores aparecen en este relato que es habitado por un muy claro leitmotiv: el peligro del poder y de la magia. Los códigos clásicos —algunos ya desusados, lugar común— del género de la fantasía en su vertiente heroica aparecen aquí y allá, amalgamados en una estructura narrativa que se sostiene gracias a una estática milagrosa.
Los personajes son también —es lamentable— lugar común; y asimismo lo son las ideas y los conceptos que el texto desarrolla, no demasiado novedosos en cuanto a tratamiento, ni siquiera dentro de las convenciones arquetípicas del género. Estos personajes —la hija perdida o asesinada; el sabio anciano; la madre que busca venganza y que es, además, la fuente de un poder sin frenos; el antagonista destructor— son acompañados de peripecias que podrían clasificarse como, más que predecibles, obvias. Hablo de la estructura clásica del llamado del héroe —en este caso, antiheroína— al viaje de la acción; estructura que es prácticamente inamovible en este relato y que no obedece a ninguna actualización del referente, sino que apuesta por el camino llano, la senda simple de los sucesos dramáticos donde cierto equilibrio es roto por la intervención de un «ente» o personaje maligno. A partir de ahí acontece más y más de lo previsible: la pérdida, el duelo, el acto de sacrificio, la búsqueda del Yo que conforma el camino del héroe, la prueba de fuerza entre este y una forma de poder (en el caso preciso de este relato, hablamos del anciano mago), el pacto, la senda de retorno hacia la venganza o la redención, la ejecución del acto destructor —momento exacto en el que la heroína devela su verdadero rostro y su metamorfosis— y el cumplimiento del pacto, lo que conlleva a una pretensión de final abierto que, a su vez, se enlaza con la tradición artúrica en un guiño no demasiado afortunado ni actualizado.
Sobre el tratamiento de la categoría personaje podría hablarse durante horas. Es suficiente decir que estos beben de lo arquetípico y que, atrapados en la caja cerrada o bucle de la tradición, son incapaces de huir de las redes de la propia historia, de las redes que la autora ha tejido para ellos. Y aunque hay un intento de dotarles de una humanidad, de verosimilitud —al menos en el caso de la protagonista, gracias a su relación con la idea de la maternidad y de la pérdida—, este es un ejercicio no concretado satisfactoriamente, que se queda solo en las costuras del tejido, en la argamasa de la estructura argumental, cuando otras honduras —más que necesarias— hubieran sido muy agradecidas por los lectores.
La elección del lenguaje tampoco es favorecedora, ya que la autora oscurece el texto al incorporarle elementos poéticos que no redundan en beneficio de la acción y de la sucesión dramática. Este enrarecimiento textual, acompañado por intensos saltos temporales y de acción, constriñe al cuento, lo empequeñece, y otorga así la sensación de que el relato ha sido construido con más afán que oficio.
De igual forma, los guiños con otras textualidades y referencias no son del todo destacables, aunque es preciso aclarar que tampoco desentonan con el cuento. Si la intención de la escritora fue otorgar un final sorpresa, se hace necesario aclarar que esto no sucede, que la tuerca no encuentra el molde exacto al que ajustarse, que la referencia falla justo en el punto en que ella misma es ya un lugar común dentro de la fantasía; un recurso textual que nada aporta y que ha sido empleado numerosas veces en otros relatos.
Druida es la historia de la venganza y el retorno, es la historia de la maternidad y del poder; ideas que, por sí mismas, constituyen pilares de la buena narrativa pero que, desenlazadas, no conducen a un feliz término del viaje. El llamado del héroe siempre será el mismo: llegar al sitio que otros no han podido (o no se han atrevido) conquistar.
Leyta Edith Sánchez Sosa (Holguín, 1978). Licenciada en Estudios Socioculturales. Guionista radial. Finalista del Concurso Internacional Ángel Ganivet 2012 en la modalidad de cuentos para adultos; Premio del Concurso León de León en Poesía 2016; Premio Regional 17 de diciembre, en los años 2012, 2016, 2018; Finalista y Premio del Público del Concurso Nuevas voces de la poesía, Holguín, 2016; Finalista y Premio Colateral Centro Cultural Biblioteca Pedro Claro Meurice Estíu del XIV Concurso Literario Viña Joven 2016; Primera mención en Poesía del Concurso Literario Viña Joven 2018. Su obra ha sido publicada en la antología Poetas Latinoamericanos, Imaginante Editorial. Argentina, 2015, en la revista Viña Joven 2017, 2019 y en la antología Somos la VOZ (Volumen I), 2020. Recientemente obtuvo Mención en el género poesía del Concurso Oscar Hurtado 2020.
Druida
Sabes que vas a dar la vida por ella en cuanto la ves. Y llegan las pesadillas. Comienzan a atormentarte en lugares inescrutables para las mentes humanas, laberintos infinitos donde habitan las visiones que no te dejan dormir.
Sahira fue un sueño hecho realidad, mi propia vida latiendo dentro de ella. La vi crecer como una espiga que brota en un valle en primavera. Sentí el prodigio de la felicidad cada vez que me llamaba madre. Siempre juntas, nos sentenciamos en eternas promesas cuando corríamos por el valle y se convertía en una hermosa mujer. Hasta el día que cambié nuestros destinos. Llegaban los soldados de Emirak, hombres despiadados que habían destruido otras aldeas, sin dejar vestigio humano que no fuera carne de vírgenes para saciar su sed animal. En segundos tomé su mano. La miré a los ojos y ella comprendió todo. Traté de vencer la agilidad de los corceles del ejército de Emirak; implacable rey de todo el sur. Imaginar que me quitaran la vida no significaba nada. Podrían rasgarme la piel, arrojarme a la muerte más horrenda, y no lo sufriría, pero Sahira no tenía mi naturaleza, no sobreviviría a la matanza: era tan humana como su padre.
Sabes que vas a dar la vida por tu hija, pero te preguntas si alguna vez serás capaz de quitársela. Acorraladas entre lanzas y espadas que nos alcanzaron, quedamos al borde de un precipicio. Abajo bullía una fervorosa cascada. Habíamos corrido sin mirar atrás. No lo pensé. Ellos tampoco lo imaginaron. Mi mano se extendió con firmeza cuando la arrojé al vacío.
Ella rozó mis dedos esa última vez. La vi despedirse. Sus ojos mirándome, ya sin miedo. Sus cabellos flotaron mientras una lágrima descendía silenciosa de mi mejilla, y me volví hacia ellos. Grabé sus rostros, cada minúsculo detalle de sus cuerpos. Signaron el último aliento de vida de mi hija en sus manos, y caí tras ella, esperanzada de salvarla.
Quitar la vida a tu hija es un viaje a un abismo insondable donde también mueres. Solo yo recibí el don de traerla a este mundo de mortales, y solo yo la protegería del cautiverio, o del dolor; aun con la muerte.
Las aguas arrojaron nuestros cuerpos una y otra vez contra las rocas, en la profundidad donde otras víctimas se convertían en fantasmas. Dejé de pronunciar su nombre. No volví a verla y grité. Las aguas me ahogaban la voz; y llegó el silencio.
♦♦♦
Comencé a sentir un nuevo torrente invadiendo mi interior, y pude escuchar unos pasos cansados, mientras un agua reposada, como brazos cálidos que regalan vida, me dejaban en la arena.
—¿Quién es ella?
—Solo una aldeana, vamos a llevarla a casa.
—Es una mujer hermosa.
—Ha llegado su tiempo, más temprano que lo que había vaticinado. Ella está muy herida, muy dentro todo se le corrompe. Temo que aún no sabrá usar su poder.
El anciano elevó el báculo y las ramas se abrieron en un abanicado vuelo que dejó ver su choza. La aldeana lo ayudó a colocarme sobre una yacija de paja.
—Sahira, regresa niña, Sahira —grité.
El anciano estaba sentado frente a mí. Su mirada era tan honda como el fondo de un océano, pero la sentí cercana. Le pregunté por el cuerpo de mi hija y él bajó los párpados. Intentaba ocultarse en su silencio.
Me levanté tambaleante y volví a gritar desde el pecho, un grito que nadie oyó, que me golpeaba con furia. Él sí lo sintió. La mujer me acercó un tarro de agua miel temerosa de mi último impulso, cuando casi los hago caer mientras me acomodaban en la yacija.
Volví a recordar la huída hasta el golpe de las aguas. Los rostros de mis perseguidores me llegaban tan claros como el aroma de su rey y de sus vástagos.
—La venganza es una semilla venenosa que no se puede dejar germinar.
—¿Qué dices? No sabes nada de mí. No sabes lo que he hecho —le dije, y las palabras se me hicieron pedazos en la garganta recordando la última vez que pude verme en los ojos de mi hija.
—Puedo ayudarte.
—¿Acaso puedes traerme a Emirak para que lo asesine con mis propias manos?
—Puedo llevarte a ellos, si eso te devuelve la paz.
—Ya nunca tendré paz, anciano. Puedes nombrarme Muerte.
—Yo sé quién eres, algún día te lo diré, y pronto sabrás quién soy yo.
El báculo se volvió más fuerte y recto. Los árboles comenzaron a mugir a nuestro alrededor. El bosque respondió a su mandato, y lo confirmé todo: magia.
—Debes enseñarme esas artes, anciano.
—Lo haré solo con una condición, una vez que saldes tu deuda de venganza vas a recluirte donde yo te mande, y no podrás hacer nada para resistirte, porque el pacto es ante los Antiguos; los que te darán el poder.
—Acepto. No importa donde termine mis días, una vez que acabe con los hombres que me obligaron a desprenderme de mi hija.
Volví a reconocer el sabor de las lágrimas humanas. Me rompí mil veces en la añoranza irreconciliable, de saber que aunque matara a todo el ejército no la tendría de vuelta.
—Sella este pacto con mi sangre, y sabrás quién eres cuando todo termine.
—No me interesa saber quién soy.
El anciano volvió a mirarme con dureza y luego sonrió irónicamente.
—¿Cómo vas a ayudarme?
—Debes encontrar tu fuerza en lo que eres. La última descendiente de un druida. Ese poder viaja con mucha fuerza dentro de ti.
—No te creo para nada —balbuceé insegura por primera vez.
♦♦♦
El bosque parecía que le esperaba. Caminé con sigilo, intentando que no sintiera mis pasos. Los árboles se inclinaron y dejaron un sendero recto hacia un robledal. Las ramas comenzaron a crujir y el báculo se elevó con un enigmático poder. El anciano recibió el impacto de toda la fuerza de la naturaleza ante él. Miré a mi alrededor intentando rescatar las imágenes en mi mente. No escuchaba nada. El silencio parecía más una trampa mortal que una revelación de mi ascendencia. Nunca los aldeanos hablaban de los Druidas, los creían brujos que violaban las leyes de los Dioses, y él me miró con la fuerza que un rayo hiende un viejo roble:
—Encuentra la fuerza —me dictó desafiante.
—No comprendo que esperas de mí.
—Dime qué sentiste en cada visión, desde que supiste que ibas a perderla. Las veces que retuviste el llanto mientras la besabas; todas las noches en que me viste a mí y la viste caer hacia las aguas; cada vez que contemplaste tu verdadero rostro, tu poder. Le temes a tu fuerza. ¡Encuéntrala ahora!
—¡No! —grité espantada—. Sahira era mi vida. Ya estoy muerta.
—No vas a vengarte entonces.
—¿Por qué quieres mi venganza contra los hombres?
—Solo al descubrirte podré contenerte —reveló con firmeza.
—Me temes, anciano. Dices que me conoces, pero tienes temor de mí.
—Yo te conozco, y eso es suficiente.
Elevé mis manos y mis ojos hacia las copas de los árboles. Cerré los párpados, y volví a sentir la terrible opresión en el pecho, el deseo de recuperarla. Caí de rodillas. Sentí la humedad de la tierra como si la hubiera regado con todas las lágrimas que llevan el nombre de Sahira. Vomité el aguamiel, y quedé acostada sobre el musgo. Tanto dolor me debilitaba. Quería verla, dejar de extrañarla y volver a tocar sus manos como la última vez. El anciano me levantó. Escurrí mis mejillas y el bosque comenzó a responderme. Las ramas se entretejieron en mis piernas. Recorrieron toda la piel, marcándome hondos surcos sangrantes. Las hojas verdes me rociaron su savia, y me sacudieron sin piedad. Entonces me llegaron todos los aromas de la tierra, de las plantas, los animales, las aves; el de ellos. Sentí el alivio al dolor. Abrí los ojos y el anciano se perturbó en silencio. Solo pude entenderlo cuando vi mi verdadero rostro en sus ojos.
♦♦♦
Los hijos del rey nunca esperarían mi cacería mortal. Emirak, repetir su nombre me hizo más fuerte. Me anunciaron en la Corte Real como una nueva concubina para el deleite de los príncipes. La increíble belleza que robé a las vírgenes del harén fue tentadora. Los soldados envidiaron a los nobles cuando percibieron mi presencia, y el joven príncipe sonrió complacido cuando lo tuve frente a mí. Glauco era su nombre, el más joven de los príncipes que enorgullecían a Emirak.
Salí satisfecha de su alcoba perfumada. Él no comprendió mi venganza cuando pronuncié el nombre de Sahira, y no sufrió demasiado mientras se desangraba sobre las sábanas de lino. El instante en que vio cómo clavé un fino alfiler sobre el corazón palpitante. Fui benévola, no le hice sufrir demasiado. Crucé las estancias con agilidad. Aprender las artes de mis ancestros me regaló invisibilidad. Cayeron Brahim, Soriak, y Briena. Arrebaté la vida a todos los hijos de aquel rey asesino. Los gritos comenzaron a convertirse en una terrible oleada de emociones humanas y decidí que dejarme ver podría ser el último ardid de mis venganzas.
Los soldados comenzaron a buscarme. Me echaron los perros de caza. Los más fieros guerreros rugían y blandían sus escudos y espadas mientras trataban de encontrarme. Todos bajo las órdenes de la furia y el dolor de su rey. Él no me esperaba, impasible y enrojecido por la ira, miraba todo el horizonte desde su balcón. Comenzó a sentir mi fuerza, mi mirada implacable y vengativa, y me escuchó dentro, donde nunca antes escuchó nada que no fuera su propia voz de dominio, o los gritos de sus moribundos. Lo asfixiaba mi energía. Le regalé la última imagen con mi hija. El rostro de la aldeana y el que me dieron los druidas. Una reverdecida capa de color aceituna viste mis cabellos hacia las mejillas. En mi perfil solo se dejan ver dos esmeraldas como piedras de fuego, y mis labios se pronuncian en el color mortífero de la más oscura noche. Llevo las vestiduras de una tela de lino disfrazada de un caro metal: la plata. Ahora olvidaré su frustración de no saber quién soy, de no tener la fuerza para impedir su caída y saborear la derrota como yo la probé alguna vez. Ahora he renacido en mi poder.
♦♦♦
Bajé los peldaños de la torre. La venganza me regaló el alivio deseado. El anciano me esperaba tras el portón. Me sentí más poderosa al enfrentarlo. Bastó un deseo ardiente para ver todo convertido en fuego. El palacio del gran rey Emirak se volvió más que lamentos, un montón de cenizas.
El anciano volvió a mirarme con enojo. El pacto. Siempre es igual. Quedas atrapada en tus decisiones.
—Eres muy peligrosa. Desde niña fuiste la más fuerte, la más temible, asesinaste a tu casta para escabullirte entre los mortales. Asesinaste a tu esposo y a tu hija. El poder de destrucción es muy fuerte en ti. Fuiste tú quien escogió lanzarla al precipicio, porque sabías que podías luchar. Eres una maga oscura, y Sahira te ataba al amor y a la vida, no lo soportabas más. Yo te borré la memoria. Pero el destino te trajo ante mí. Voy a recluirte a un lugar donde no vas a causar más muerte: Avalón.
—Merlín, nunca te olvidé —le susurré desafiante—. Eres la fuerza que me dio aliento para cumplir mi tiempo como humana, y eres quien me da el poder ahora.
Elevé mis manos y él lo supo. La amenaza no se puede disfrazar cuando la visten las furias de las tinieblas.
—Morgana, ¡no me obligues!
El anciano elevó el báculo, sabía lo que podía hacer. Todo el poder de la tierra estaba en sus manos. Me llegó el recuerdo de Sahira en ese instante. Su voz suave, sus manos en las mías y su sonrisa, me desarmaron.
♦♦♦
Avalón es mi castigo. Las cortinas de aguas no me dejan llegar a la vida de los hombres. La Isla está bajo el dominio de Los Antiguos. Espero que me llegue la visión de Sahira. Si la encuentro, romperé el pacto. Volveré a mi tierra. Nadie podrá contra mí.
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