La lectura constituye, sin la menor duda, una de las operaciones básicas de la cultura y en calidad de tal debe ser considerada como habitus cultural. De hecho, no puede ser adecuadamente comprendida si no es desde esa perspectiva, vale decir, desde el punto de vista de que lo esencial de la lectura es su carácter de proceso cultural.
Se trata de un principio que resulta muy desatendido por personas que, sin embargo, declaran una gran preocupación por la cuestión del hábito de lectura y se manifiestan tanto desde el punto de vista de la educación, como incluso desde la perspectiva de la política cultural. Muy a menudo se trata de personas bien intencionadas, pero muy mal informadas, que se expresan sobre la lectura como si esta fuera una actividad de alguna manera independiente del sistema general de los procesos culturales. Entonces, como en un melodramático muro de lamentaciones, se quejan de una “pérdida” del hábito de la lectura, de una crisis anonadadora del libro, de una invasión devoradora de la comunicación audiovisual, la cual estaría socavando los cimientos mismos de la lectura como práctica fundamental de la sociedad. Se trata de una tergiversación que responde a dos causas posibles: o a una grave desinformación y una falta de discernimiento sobre la esencia y funcionamiento de la cultura y su historia; y sobre todo a una postura de obstinado pasatismo, negado a comprender el carácter profundamente dialéctico de la cultura. Desde la segunda mitad del siglo XVIII las reflexiones europeas sobre el concepto de cultura se intensificaron, sobre todo a partir de las magnas obras de Vico y de Herder. A partir de ese momento y hasta el presente, se convirtió en un concepto abordado a la vez por las más variadas disciplinas —filosofía, historia, filología, lingüística, economía, sociología, politología, etc.—. Véase cómo en el propio siglo XIX el gran filósofo alemán Wilhelm Dilthey evocaba una atmósfera intelectual en que el concepto de cultura resultaba una cuestión de enorme interés:
El siglo XVII, con una cooperación sin igual de las naciones civilizadas de entonces, creó la ciencia matemática de la naturaleza; la constitución de la ciencia histórica ha partido de los alemanes —aquí, en Berlín, tuvo su centro —y me cupo la suerte inestimable de vivir y estudiar en Berlín por esa época. Y si me pregunto cuál fue su punto de partida lo encuentro en las grandes objetividades engendradas por el proceso histórico, los nexos finales de la cultura, las naciones, la humanidad misma, la evolución en que se desenvuelve su vida según una ley interna; cómo actúan luego, como fuerzas orgánicas, y surge la historia en las luchas de poder de los estados. De aquí salen infinitas consecuencias. De una manera abreviada quisiera designarlas como conciencia histórica.
La cultura es, antes que nada, un tejido de nexos finales. Cada uno de ellos, lenguaje, derecho, mito y religiosidad, poesía, filosofía, posee una legalidad interna que condiciona su estructura y esta determina su desarrollo. Por entonces se comprendió la índole histórica de los mismos. Esta fue la aportación de Hegel y Schleiermacher, pues impregnaron la sistemática abstracta de esos nexos con la conciencia de la historicidad de su ser. Se aplicaron a ellos el método comparado, la idea de desarrollo.1
Como es fácil observar, Dilthey estima que la cultura debe ser considerada como un conjunto dotado con determinada organización —“tejido de nexos finales”—, el cual es considerado por él desde la idea del desarrollo. Me parece esencial su opinión de que la cultura constituye una urdimbre. Esta cuestión es de gran envergadura para la comprensión de la lectura en tanto proceso cultural, por una parte, y, por otra, en su condición de proceso históricamente condicionado como lo son esos elementos suyos que Dilthey denomina “nexos finales”. Todo ello nos remite al hecho de que leer no es una actividad eternamente idéntica y repetida del mismo modo, sino que es una acción que está sujeta a los avatares dialécticos de la evolución social y, dentro de esta, del campo específico de la cultura, todos cuyos elementos tienen, hay que insistir, un carácter histórico.
Si se considera como una de las funciones esenciales de la cultura la de constituirse en macrosistema de comunicación humana —dispositivo que garantiza nuestra relación con el pasado, el presente y el futuro—, entonces es fácil comprender que la lecto-escritura no es un proceso independiente del sistema cultural, ni tampoco un mero apartado mecánico de este. La lectura —y siempre que la mencione aquí se entenderá que también se tiene en cuenta su correlato principal, la escritura— es uno de los procesos culturales imprescindibles para el ser humano desde mucho antes de nuestra era, pero su relevancia ha ido creciendo de modo exponencial, de manera que a partir del siglo pasado una serie de procesos de alfabetización e institucionalización educacional han contribuido a un enorme aumento de su extensión, si bien no puede desconocerse en el presente (2017) que el analfabetismo total —incapacidad absoluta para reconocer los grafemas— o el analfabetismo funcional —falta de motivación para leer o de hábito sistemático de hacerlo, aunque se conozcan los signos gráficos de un lengua— todavía están presentes en un porcentaje más que apreciable de la población del planeta, tanto por razones económicas y políticas, como por causas que tienen que ver con una actitud negativa o displicente —individual y colectiva— en cuanto al acceso a estratos peculiares de la cultura, en particular las relacionadas con la superación sobre todo en zonas específicas de la creación humana como las ciencias y las artes. Hay, pues, franjas sociales en que la lectura no ha llegado a ser una práctica sistemática, y si bien esos vacíos sobre todo responden a configuraciones —y a menudo a maneras de discriminación— políticas y económicas, tanto o más que propiamente culturales, también hay, sin duda, personas que contribuyen a ello con su decisión personal de no leer o hacerlo de manera tan ocasional y circunstanciada que podría decirse que, en efecto, califican como analfabetos funcionales, capaces de reconocer los grafemas y las palabras, pero en buena medida ajenos al proceso cultural de la lectura. No hay que engañarse: esas decisiones personales también pueden en ciertos casos responder, de una manera mucho menos evidente, a factores políticos y económicos que inducen o respaldan tales actitudes. Esta peculiaridad de los procesos lectores en nuestro presente me permite considerar la lectura como un proceso cultural, pero también como un dispositivo de la cultura moderna que puede ser considerado como un habitus, en el sentido en que definiera esta categoría sociológica Pierre Bourdieu:
Los condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos, objetivamente “reguladas” y “regulares” sin ser el producto de la obediencia a reglas, y, a la vez que todo esto, colectivamente orquestadas sin ser el producto de la acción organizadora de un director de orquesta.2
Al acuñar su modo peculiar de concebir el habitus —de hecho hay ya nociones de esta idea desde Sócrates, Platón y Aristóteles, pero Bourdieu reformula el concepto desde una perspectiva netamente estructuralista—, el pensador francés aporta una visión sociológica sistémica que permite alcanzar una perspectiva de carácter social sobre la lectura. Enrique Guerra Manzo afirma con razón:
El concepto de habitus se acuñó en debate con el estructuralismo y el sub-jetivismo, la filosofía sin sujeto (estructuralismo) y la filosofía del sujeto (exis-tencialismo). Empero, es una noción muy vieja, que proviene de Aristóteles y fue retomada por Santo Tomás de Aquino y por la tradición sociológica de Weber a Durkheim; pero Bourdieu le da un sesgo distinto. Para Aristóteles, el habitus dependía de la conciencia y era una acción variable, manejable, a escala de la voluntad humana. 3
Bourdieu identifica en la sociedad dos capacidades fundamentales: la facultad de producir prácticas y labores clasificables y la capacidad de distinguir y apreciarlas —según el gusto—. El espacio de los estilos de vida se constituye en la relación entre ambas prácticas —la de producir y la de valorar—. De modo que el habitus sería a la vez el principio generador de juicios objetivamente clasificables y el sistema mismo de clasificación de dichas prácticas.4 Es ente sentido que me decido a considerar la lectura como un habitus bourdiano, pues ciertamente la lectura es una práctica humana, susceptible de ser clasificada: hay una lectura cognitiva y otra de mero placer; hay unalectura informal y otra académica; existe otros pares bien evidentes: oral y silenciosa; utilitaria y pragmática, etc. Lo que me interesa en este momento no es la tipología, sino la evidente posibilidad objetiva de construirla. Por otra parte, hablamos de un tipo de actividad humana, y esa consideración de Pero Grullo conduce de inmediato a reflexionar sobre el carácter socialmente adquirido que es muy fácil identificar en ella, lo cual, desde luego, da pie a otra clasificación conceptual importante.
En efecto, la lectura puede considerarse en principio como una habilidad adquirida de carácter cultural, pues forma parte de los modos de comunicación humana. Por otra parte, como habrá que considerar más adelante, tiene también una función cognoscitiva. Ahora bien, la lectura, en tanto actividad realizada a partir de una determinada habilidad, no solo tiene una significación social, sino que es portadora de una marca de profunda subjetividad y constituye también, hasta el presente mismo, un indicador del carácter de quien la practica, pues a través del proceso de alfabetización fue extendiéndose, la lectura fue percibida de diversos modos por la sociedad y aun por el imaginario social, de manera que, si en un momento dado de la historia se consideró que el exceso de lectura podía conducir a la locura, a lo largo de esa misma tradición humana la lectura ha sido asociada con un modo íntimo de felicidad. Umberto Eco, en su célebre novela El nombre de la rosa, asigna a un personaje el supuesto hallazgo del manuscrito de esa narración, el cual habría escrito su propia peripecia en el prólogo de la novela. Ese proemio, mucho más cargado de significación de lo que podría parecer, concluye con un párrafo de inusitada belleza: “Porque es historia de libros, no de miserias cotidianas, y su lectura puede incitarnos a repetir, con el gran imitador de Kempis: «in ómnibus réquiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro»5. Y, para muchos —y ciertamente para mí—, hay un modo indescriptible de felicidad que solo se encuentra en lo recoleto de un rincón, en compañía de un libro.
Del concepto de Bourdieu, por otra parte, puede derivarse otra consideración: la lectura, en tanto habitus, contribuye a crear —y por ello mismo resulta un signo de identificación— un determinado estilo de vida, en la medida en que resulta una actividad en cuya práctica también interviene —además de necesidades prácticas o académicas, entre otras posibles— el gusto, que en este caso no es meramente marca personal, sino también de grupo. Pero, como apunta Bourdieu, los gustos, en tanto preferencias manifiestas de un ser humano o de un grupo social, son afirmación práctica de modo de ser que los diferencia del resto.6 Cuando a una persona le gusta leer, suele rehusarse a otro tipo de placeres y de empleos del tiempo —en particular del tiempo libre—, de modo que ese gusto particular suyo se define también por una negación a otros —noción que subyace a menudo en las consideraciones éticas acerca de que la lectura es un hábito “sano”, por cierto, como si no hubiera lecturas dañinas y aun nefandas—. Esta condición potencial de la lectura hace que Bourdieu nos recuerde frases tan antiguas como no comprometidas —“De gustibus non est disputandum” y “tous les goutssontdans la nature”7 —, pero no sin recordarnos que cada “gusto” es asumido por quien lo sustenta como algo natural, frente al cual los de otros no pueden ser considerados sino como “vicios” o “manías”. Y Bourdieu tiene bastante razón cuando afirma: “La aversión a estilos de vida diferentes es quizás una de las más fuertes barreras entre las clases sociales; la endogamia de clase es una evidencia de esto”.8 Pues el gusto, como considera el sociólogo francés, tiene muchísimo que ver con el contacto cotidiano con determinadas entidades culturales heredadas. Y, en verdad, desde muy antiguo es posible identificar ideas semejantes a esta de Bourdieu; una vetusta frase latina nos lo recuerda: “Nulladies sine línea”, que en su expresiva ambigüedad parece sugerir tanto que no debemos pasar un día sin leer aunque sea un renglón, como, con igual buen sentido, que no debemos estar un día sin escribir algo. El gusto, por tanto, no es sino una relación de inmediata familiaridad con el objeto que nos gusta. Alejo Carpentier, en confirmación plena de esta idea, habló de “[…] un cierto hedonismo—amor al libro hermoso, a la encuadernación preciosa, a la edición rara, a los vinos delicados”—9. Cuando se trata específicamente del gusto por el arte, ya no se trata solo de familiaridad con los objetos gustados:
Sino que es también la sensación de pertenecer a un mundo más pulido, más cortés, mejor regulado, un mundo cuya existencia se justifica por su perfección, su armonía y su belleza, un mundo que ha producido a Beethoven y a Mozart, y continúa produciendo gente capaz de interpretarlos y apreciarlos. Y finalmente es una identificación inmediata, en el más profundo nivel del habitus, con los gustos y desagrados, las simpatías y las aversiones, las fantasías y las fobias que, mucho más que las opiniones que se declaran, forjan la unidad inconsciente de una clase.10
De modo que la lectura puede fungir también, en ciertos casos, como una especie de insignia de pertenencia a un determinado grupo social, profesional, ideológico o religioso. En ocasiones, también a un grupo etario, como se verá luego, cuando la lectura se ejerce específicamente sobre mensajes de determinada índole y características, como es el caso de ciertos textos destinados a niños o adolescentes, ya sea la lectura de libros en papel o en formato digital, ya sea la lectura de una clase específica de materiales audiovisuales.
El habitus, como nos advierte Bourdieu, no es solamente una estructura estructurada, es decir, una organización que deriva de una manera peculiar y sistemática de instituir una determinada configuración. El habitus, en la idea de Bourdieu, se instaura a partir de principios de división y clasificación: incluye, pues, su propia tipología. Esta peculiaridad conduce a que el habitus nos condicione para ver el mundo de un modo específico. Me temo que su percepción de la trascendencia del habitus en la vida social e individual resulta un tanto esquematizadora y mecánica, pero en principio creo que su idea general puede aplicarse también a la lectura, pues esta, cuando en efecto constituye un habitus efectivo, marca nuestra percepción del mundo.11 Pero asimismo acuña nuestra percepción de esas mismas prácticas, pues el habitus organiza dichas prácticas: es una estructura estructurante, que resulta adquirida en el proceso de formación del individuo y de evolución de la sociedad. Enrique Guerra Manzo afirma:
Bourdieu presenta la génesis del habitus como resultado de un proceso de inculcación y como incorporación de determinadas condiciones de existencia. La inculcación del habitus es analizada en La reproducción (Bourdieu y Passeron, 2005): supone una acción pedagógica llevada a cabo en espacios institucionales (familia, escuela) por agentes especializados, que imponen normas arbitrarias valiéndose de técnicas disciplinarias. La incorporación, en cambio, se da por la interiorización de los agentes de regularidades inscritas en sus condiciones de existencia. Pero siempre hay una reciprocidad entre ambas dimensiones.12
La percepción de la lectura como habitus nos permite comprender que todo lo relacionado con ella no es solo asunto de la educación, sino de todas las estrategias rectoras de la sociedad. La lectura, por una parte, resulta estructurada desde las necesidades de la sociedad, en términos de que el ser humano pueda tener una comunicación válida y permanente con los tres momentos temporales de su existencia social: el pasado, el presente y el futuro. Sin la lectura constituida como parte inalienable de la sociedad moderna, el desarrollo social aminora su ritmo e incluso se estanca. Pero, en otro orden de cosas, sin la lectura sería imposible el desarrollo mismo del pensamiento humano, que está necesariamente orientado a la comprensión de las leyes más generales que rigen a la Naturaleza, la sociedad y el ese mismo pensamiento—; sin la lectura, pues, el pensamiento humano se paraliza, la ciencia pierde capacidad de movimiento dialéctico y las artes se encontrarían también con una situación que aminoraría fuertemente sus transformaciones y alcances. Y esta pérdida de impulso tiene que ver también con el hecho de que la lectura consiste también en una estructura capaz de estructurar otros elementos de la sociedad y la propia cultura. En una palabra, pues, la lectura nos organiza nuestro mundo.
Por eso mismo no puede hablarse de una crisis de la lectura en nuestro tiempo. Hoy enfrentamos una transformación del soporte material de la lectura, no un trance de muerte del proceso cultural en sí. Y es una transformación inevitable. Si a finales del siglo XV, una vez inventada la imprenta, hubo voces agoreras que hablaron de una liquidación del libro, ese objeto maravilloso entonces enrollable, miniado, espléndido en su carácter artesanal de lo que hoy llamamos libro objeto, la realidad era que el libro impreso pudo llegar a ser igualmente bello, pero multiplicado geométricamente y más al alcance de masas crecientemente alfabetizadas. En el momento actual (2017) nos hallamos ante un fenómeno histórico parecido. Ni el libro ni la lectura están en crisis efectiva en tanto entidades culturales, sino sus soportes materiales. Posiblemente nunca ha habido tantos lectores como en el presente, en que la tecnología nos enfrenta a diario a pantallas de ordenadores, en las cuales leemos infatigablemente.
Paradójicamente, cuando hoy alguien habla de crisis del libro, siempre me pregunto si esa persona lee realmente a la manera contemporánea. En la actualidad, los kindle, las tabletas, los ipad y los lectores Sony, no solo suplen eficientemente las funciones del papel impreso, sino que incorporan una serie de funciones suplementarias —anotaciones, links, etc.— que dejan muy atrás las posibilidades de aquel artefacto desconocido inventado por Guttenberg y que tanta inquietud causó en los retrógrados de las últimas décadas del siglo XV. El futuro, casi ya el presente, inaugura un nuevo modo de leer y cierra cinco siglos de tradición y omnipotencia de libro. Es la dialéctica inevitable de los soportes de la lectura. Adelante el progreso, sus nuevas posibilidades de desarrollo y sus diferentes problemas que, una vez más, la sociedad tendrá que enfrentar con gallardía, vale decir, sin miedos, sin espíritu retrógrado ni ominosas profecías.
Notas:
1 Introducción a las ciencias del espíritu. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1949, p. XV.
2 Ápud Mariana Maestri: “Consumo cultural y percepción estética: conceptos básicos en la obra de Pierre Bourdieu”, en: http://www.fcpolit.unr.edu.ar/a2consumo.htm Consultado el 3 de marzo de 2017.
3 Enrique Guerra Manzo: “Las teorías sociológicas de Pierre Bourdieu y Norbert Elias: los conceptos de campo social y habitus”, en: Estudios Sociológicos. El Colegio de México. Vol. XXVIII, núm. 83, mayo-agosto, 2010, p. 383-409.
4 Cfr. Pierre Bourdieu: Distinction. A Social Critique of the Judgement of Taste. Harvard University Press. Cambridge, Massachussetts, 1996, 8va. Ed., p. 170
5 Umberto Eco: El nombre de la rosa. Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1989, p. 10.
6 Cfr. Pierre Bourdieu: ob. cit., p. 56.
7 Cfr, Ibídem, p. 57.
8 Ibíd. La traducción es de Luis Álvarez.
9 Alejo Carpentier: “El Diario de Junger”, en: Literatura. Libros. Serie Letras y Solfa, t. 7. América Díaz Acosta, comp. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1977, p. 32.
10 Ibíd., p. 77.
11 Ibíd., p. 170.
12 Enrique Guerra Manzo: ob. cit., p. 392.
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