Leymen Pérez me regaló su poemario Subsuelos (Editorial Letras Cubanas, 2023) con una dedicatoria que, luego de leerla, le hallé su mejor sentido: «Para la querida Cira Romero estos poemas que nunca deseé escribir». Por razones personales, tampoco hubiera querido leer Subsuelos, pero el pequeño libro de 56 páginas se tropezaba conmigo, y yo con él, en cada rincón de mi casa, cual si fuera un fantasma que se iba deslizando de mi rincón de trabajo a mi cama, de mi cama a un sillón, hasta que no me quedó otra alternativa que leerlo. Realizar tal acto y estremecerme —por razones personales, repito— fue vivir y sufrir un trance irrepetible. Pero su poemario, por razones literarias, también me ha traído consecuencias enriquecedoras en medio de tan contrastantes y dolorosas palabras.
Hace muchos años Virgilio Piñera se refirió, en más de una ocasión, a «los pequeños grandes poetas», clasificación sui generis, como todo lo suyo, en la que incluyó a Martí, Guillén y Ballagas, entre otros pocos más. Me atrevo, pasados más de sesenta años de aquella apreciación, a crear mi propia lista, entre cuyos integrantes de seguro estaría Leymen Pérez, autor de casi una decena de poemarios en una de las incursiones más relevantes en el género en los últimos años.
Leí Subsuelos, ya lo dije, y mediante mi lectura, que no deja de ser muy particular y, si se quiere sufrida, experimenté no una natural identificación con el tema del libro, sino el vasallaje de una conmoción lírica que me sobrepasa y me aturde, pero también me fortalece. Ignoro los motivos que movieron a Leymen a escribir este poemario basado en el dolor y en la sinceridad de la enfermedad, de las más terribles que pueda existir, y por eso digo que es un libro fortísimo erigido desde un subsuelo donde yace el padecimiento mediante un sobrellevar cuyo nombre —por sí solo—, aterra: cáncer, desde el proceso de un suero que deja gotear el citostático que te dejará sin cabello, sin cejas, sin pestañas…: «todo el cuerpo; una aguja que no debe moverse a riesgo de que ocurra una extravasación del líquido hacia tu mano, peligro mayor, un frío que te come las entrañas en el cubículo donde un televisor intenta distraerte sin conseguirlo». Pero esto es solo lo externo, parte del proceso necesario para vivir un poco más, para que el paciente tenga «mejor calidad de vida», divisa de los médicos oncológicos, pero también de todos los médicos.
En estas páginas se habla de eso, del suero llamado Zometa, que debe fortalecer los huesos; pero también del alma, del ser que somos, el sentir que estamos en tiempo de sobrevida, de un regalo que nos concede la naturaleza o un Ser Superior. No sé. Libro carente de mistificación, libro sincero, nada amable, riesgoso para un lector frágil. Como astros muertos en el espacio sideral, hubiera preferido que nunca lo hubiera escrito y publicado, pero el libro existe y hay que enfrentarlo, sabiendo que nunca habrá momentos oportunos para leerlo, porque los versos no son benévolos, y podemos constatar lo despiadada que se puede presentar la vida en un abrir y cerrar de ojos.
En su breve prólogo Roberto Manzano habla de la lucidez como «acto tremendo que penetra en lo tanático, sin perder el rumbo». Tal se nos presenta Subsuelos, entrañable en su raigal y comprensible pesimismo, libro del cuerpo doliente, pero también del alma dolida, cuerpo que puede extenderse al cuerpo nación, como apunta Damaris Calderón en su nota de contracubierta. En «Lección de vida» leemos:
Si el dolor no sabe qué cosa es aquello ante lo cual entregarse entonces conviértete en el dolor.
Presenciamos la doble aventura que es el dolor en su más absoluta ambigüedad, una especie de descubrimiento del misterio que es la dolencia del cuerpo cuando puede incorporarse sentimentalmente a nuestro ser íntimo. Dolor, al fin, que puede ser heroico en su silencio, porque lo llevamos dentro y no es compartible. Es nuestro, mío, no lo puedo prestar, no lo quiero prestar, me pertenece y su presencia me hace egoísta, porque se nos presenta como un mundo inconmensurable, explorador de ansiedades, asesino del tiempo que se nos desliza lentamente en un lecho que no es de rosas. Porque es lo único que me queda.
Declaro que Subsuelos es un libro patético, apostólico en su decir, menguado en el estilo, no por falta de él, sino porque no lo necesita, porque se levanta sobre sí mismo sin ayuda de nadie y de nada. El que lleva por nombre «TAC» (Tomografía Axial Computarizada), viene a ser una especie de sublimación del acto de introducir al ser humano en una especie de cápsula planetaria que recorre nuestro cuerpo buscando lo que hay, lo que pueda haber, lo grande y lo pequeño, lo que ahora no está, pero podría estar, porque hay signos que lo anuncian:
Es difícil imaginar cuántos
campos de fuerza
y cuánto debemos pagarle
al hombre formado
revolucionariamente
para que inyecte
en un gastado brazo
una robada sustancia
que permitirá ver
pasado un tiempo
imágenes contrastantes
en un campo de exterminio.
Lenguaje directo, preciso, huido de la retórica, escapado de la grandilocuencia, escrito para remover el espíritu mediante una tensión sostenida, libro de amable cinismo y de amable ternura, carente de mistificación y de misticismo.
No quiero volver a leer Subsuelos. Me sobrepasa. Me trastorna. Pero, a pesar de todo, este libro es también mío, mío por derecho, porque yo también me puse el suero Zometa, porque una aguja mal manipulada me provocó una extravasación que me ha dejado dolorosas secuelas, una mano, la izquierda, inservible, porque la derecha está a media máquina, porque de ese lado fue el tajazo y no puedo abusar.
Yo también estoy en el subsuelo, pero me salvan algunas cosas, como esta de escribir una reseña a Subsuelos, distinguido con el Premio de la Crítica 2022, que solo recomiendo para los fuertes de espíritu, aquellos que no se dejan vencer por algo imponderable llamado cáncer.
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