En la calle Obispo, en el local marcado con el número 55 —hoy 261, sede de la actual librería Fayad Jamís—, vivió el poeta Julián del Casal. Radicaba allí entonces La Galería Literaria, y el poeta de Nieve, por concesión generosa de la viuda de José Pozo, propietaria del establecimiento, disfrutaba de una pequeña habitación que se asomaba al patio. En esa librería nació en 1885, la revista El Fígaro y se celebraron tertulias memorables de las que participaban, entre otros, Manuel Sanguily y Manuel de la Cruz, y a las que asistía eventualmente el mayor general Antonio Maceo en los días de 1890 en que era huésped del cercano Hotel Inglaterra. Hoy, la librería Fayad Jamís ocupa el lugar de La Galería Literaria, de la que el cronista ha hablado en otras ocasiones y sobre la que vuelve ahora a fin de aportar nuevos elementos.
No siempre La Galería Literaria ocupó el mismo sitio. Se ubicó en sus inicios, también en Obispo entre Cuba y Aguiar, pero en la acera de enfrente, en un local reducido, de dos puertas. Allí José Pozo, un hombre de baja estatura, rechoncho, cabezón y ojos saltones, recibía a los marchantes y dictaba órdenes a sus empleados sentado siempre ante un pequeño pupitre que se alzaba sobre una tarima en el medio de la librería. A su muerte, quedó el negocio al cuidado de doña Concha, su viuda, fanática del crochet.
La carta robada
Gustavo Escoto, uno de los empleados de la casa, que era un lector excelente, sentía especial agrado en leer a los habituales de la librería, apilados todos en el cuartico que en el patio ocupaba Casal, páginas enteras de Castelar, Montalvo, Perera…
Fue precisamente Escoto quien sustrajo, de una de las habitaciones del hotel Inglaterra, la carta que Enrique Dupuy de Lome, embajador de Madrid en Washington, dirigió al político y periodista español José Canalejas, a la sazón en La Habana, misiva que, en días anteriores a la explosión del acorazado Maine, acrecentó la tensión entre Estados Unidos y España y propició a los círculos de poder norteamericanos la adopción de medidas extremas contra el gobierno madrileño.
Manuel Serafín Pichardo y Ramón Agapito Catalá, director y administrador de El Fígaro, respectivamente, acudieron al Inglaterra a saludar a Canalejas y, ya en su habitación, advirtieron que la abundante correspondencia recibida por este desde su llegada a La Habana, en diciembre de 1897, procedente de EE.UU., se amontonaba sobre una mesa y caía por el piso. Confesó Canalejas su imposibilidad de revisarla y contestarla y pidió a sus visitantes que le buscaran a quien lo ayudara en ese empeño.
Fue así que apareció Escoto. Se topó con la carta del embajador que calificaba al presidente McKinley de «débil y populachero». Intuyó oscuramente su trascendencia y la sustrajo. El documento llegó a manos de don Tomás Estrada Palma, delegado del Partido Revolucionario Cubano en Nueva York, y se publicó en un periódico norteamericano con las consecuencias que son de imaginar, la ruptura diplomática entre ambas naciones. En un inicio Escoto intentó vender la carta por cuatro mil dólares a un periodista norteamericano, pero no se pusieron de acuerdo en cuanto al precio. Algunos afirman que terminó vendiéndola a la delegación del Partido Revolucionario Cubano, lo que nunca ha podido probarse y no parece ser cierto pues a partir de ahí desempeñó un empleo muy modesto en el periódico Patria.
Tertulias
Todos los días, de dos a cinco de la tarde, un grupo de jóvenes escritores se reunía en torno a Pichardo y Catalá en La Galería Literaria. No pocas iniciativas surgieron de aquellas tertulias, entre ellas, la famosa velada en la que Lola Rodríguez de Tió leyó en el Gran Teatro Tacón aquello de «Cuba y Puerto Rico son…» y que terminó de mala manera, pues a Manuel de Salamanca y Negrete, capitán general y gobernador de la Isla, invitado a la ceremonia, no gustó del poema ni un poquito, y amenazó con la cárcel a los organizadores de la fiesta. También en aquellas reuniones surgió la idea del banquete con que, en el restaurante París, de la calle O’Reilly, se congratuló a Rubén Darío durante su paso por La Habana de camino a Europa, y el almuerzo de despedida que se ofreció a Emilio Bobadilla cuando determinó trasladarse a España para alternar allí con los grandes críticos de la época.
Zola, Daudet, Bourget, Maupassant, Pérez Galdós… eran los escritores del momento, y los tertulianos de la librería de Obispo se regodeaban con los libros que llegaban desde Madrid. Títulos como Safo, Una vida, Cosmopolis, El ensueño… despertaban su entusiasmo intelectual. En aquellas tertulias se leyeron páginas de Cromitos cubanos, de Manuel de la Cruz, y fragmentos de conferencias que Enrique José Varona pronunciaría en la Caridad del Cerro; capítulos de Mi tío el empleado, de Meza, y de Leonela, de Nicolás Heredia. Y artículos de Sanguily y Gastón Mora; poemas de Pichardo y Federico Villoch a quien en cierta ocasión se le rindió homenaje en el café Europa, de Obispo y Aguiar con un bufet de cuarenta centavos por cabeza que incluía pasteles, cerveza y un café con leche.
Porque no era extraño que, una vez finalizada la tertulia, sus asistentes se fueran a merendar al café Europa, donde se expendían los mejores pasteles de La Habana. Eran momentos en que el doctor Benjamín de Céspedes hablaba del avance de su investigación sobre la prostitución en La Habana, que terminó publicando en un libro, Catalá daba avances sobre lo que aparecería en su Cris cris, de la semana siguiente en El Fígaro, y Casal retocaba algún que otro poema mientras sorbía lentamente el té que le servían en una taza con motivos chinescos expresamente reservada allí para él.
Todo en La Galería Literaria acabó con la muerte de doña Concha. Desapareció el gran sillón en el que ella se sentaba para entregarse a sus eternas labores de crochet, y también el pupitre donde Escoto hacia remisiones y facturas y se tapió la puerta que conducía a la pequeña habitación de Julián del Casal para dar espacio a una tienda donde podía encontrarse cualquier cosa que se buscara menos libros.
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