
I
En su falso discurso de ingreso en la Real Academia Española, supuestamente pronunciado a finales de 1956, Max Aub estaba fingiendo suceder a Ramón María del Valle-Inclán en la institución, y a la hora de lanzar la clásica, casi ritual, laudatio del antecesor, Aub afirmaba que el gallego «tal vez no fue el mejor poeta, ni el mejor autor dramático, ni el novelista más importante de su tiempo, pero no apostaría nada —tan amigo del juego como soy— en contra». Aparte de confesar en ese inciso de la cita su amor a las bromas (y no deja de ser estupendo que lo admita en el corazón de la que yo considero la «gamberrada» más genial de todas cuantas maquinó, por encima incluso de la exitosa invención del pintor Jusep Torres Campalans), Aub apunta algo que se le podría aplicar a él mismo: nuestro autor no fue el mejor novelista de sus años, ni el mejor dramaturgo, ni el mejor crítico, ni el mejor ensayista, ni el mejor diarista, ni por supuesto el mejor poeta de su contexto… y, sin embargo, tal vez con la excepción insuperable de su admirado Juan Ramón Jiménez, seguramente no hay un escritor más completo y sólido entre la nómina del exilio republicano español. Desde luego, muy pocos como él, no siendo un autor precisamente fácil o cómodo o complaciente, han sido tan atendidos y bien estudiados, aunque para ello haya habido que esperar mucho, casi hasta este mismo sigo xxı, en el que la obra de este escritor excepcional (gracias fundamentalmente a los esfuerzos de la Fundación Max Aub de Segorbe, a algunas otras instituciones valencianas y a la iniciativa heroica de algunas editoriales privadas) va ocupando el lugar que incontestablemente merece.
He escrito español porque, aunque estrictamente no lo era, él siempre se sintió como tal (y eso, según él mismo razonó en varias ocasiones, es lo que cuenta; es muy célebre aquella sentencia suya —aunque él se la atribuyó a un impreciso «no sé quién»— que afirma que «uno es de donde ha hecho el Bachillerato»), aunque las circunstancias y los desplazamientos de sus primeros años condicionaron de un modo irreversible a ese corazón apátrida que siempre fue, ciudadano especialmente consciente y sensible del mundo real e histórico, pero habitante también de un universo interior muy singular, en buena medida inextricable.
Nacido en París el 2 de junio de 1903, hijo de una parisina de origen sajón y de un viajante comercial de Baviera (el nombre del padre impresiona: Friedrich Wilhelm Aub Marx), Max Aub se hizo valenciano de hecho y de corazón en cuanto sus padres se establecieron en España en 1914, no por alejar sus identidades judías (aunque agnósticas) de los escenarios de la Primera Guerra Mundial, aún no inseguros para ellos, sino porque el padre, como alemán, no podía volver a Francia. Durante las semanas posteriores al decisivo pistoletazo de Sarajevo, Friedrich andaba trabajando por España, y es allí donde tuvo que quedarse y recibir a su familia, de modo que la Gran Guerra, tan espectacularmente trágica para el continente, trajo al menos un regalo tan casual como enorme para la literatura española.
Y es que el niño Max, perfectamente bilingüe en francés y alemán, aprendió el español y el valenciano enseguida, y, muy pronto, lector insaciable y omnívoro, se familiarizó con la literatura de su nuevo país. Las fechas hablan por sí solas, y ser adolescente o ya joven por aquellos años implicaba en lo literario y artístico un frenesí de novedad en el que Aub, tan curioso como era, no pudo sino sumergirse gozosamente, sin descuidar por ello el estudio de la tradición, sin compartir las excesivas afrentas hacia lo heredado que sobrevolaban el ambiente renovador. Suscrito a un buen número de revistas europeas de vanguardia —muchas de ellas, como la determinante Nouvelle Revue Française (NRF), se conservan en la Fundación Max Aub de Segorbe—, durante sus propios desplazamientos como representante comercial de objetos de bisutería (pues, en efecto, decidió muy pronto seguir —literalmente— los pasos de su padre) dedicaba horas a la lectura, aparte de que trataba de asomarse a los círculos literarios de cada lugar. En ese sentido, según explicó en una entrevista de 1967 con André Camp, fue determinante aquel día de 1921 en que conoció en Gerona a Jules Romains, con quien habló algunas horas y quien, tras la charla, le dio una carta de presentación para Enrique Díez-Canedo, amigo del poeta francés y muy admirado por el joven aspirante a escritor. Esa carta no fue utilizada hasta 1923, cuando Aub pudo ir por fin a Madrid, y fue entonces cuando entró en contacto no solo con Díez-Canedo, sino con Valle-Inclán o Manuel Azaña, y compartió primeras tertulias con Federico García Lorca o Pedro Salinas.
La deshumanización del arte, como libro exento, no apareció hasta 1925 (el mismo año del debut libresco de Aub), pero tanto José Ortega y Gasset como las ideas que ordenó en ese título ya eran desde mucho antes la referencia principal, casi monopolizante, de los nuevos escritores. La celebración o más bien el anuncio de un nuevo modo de escribir, y el descrédito poco menos que obligatorio de las viejas formas consagraron a escritores ya casi veteranos, cuya literatura se vio de repente explicada y certificada de un modo definitivo (fue el caso de Ramón Gómez de la Serna, cuya actitud lúdica algo enseñaría al veinteañero Aub, quien también sabría compatibilizar la ambición con el desenfado, el desparpajo con la autoexigencia, las mixtificaciones con el afán de escarbar en quiénes somos…), y dieron impulso a toda una generación de jóvenes, esa «otra Generación del 27» formada por prosistas entre quienes Aub siempre reclamó un lugar, y no tanto por oportunismo estratega ni, desde luego, afán gregario como por una estricta reclamación de lo que resulta obvio si se comparan sus primeras narraciones con las de la canónica nómina formada por Antonio Espina, Antonio Marichalar, Mauricio Bacarisse, Juan Chabás, Fernando Vela, Rosa Chacel o Francisco Ayala.
Otro de los más destacados entre ellos, y por quien Ortega sentía una demostrable debilidad, fue Benjamín Jarnés, quien en 1927 aceptaría publicar un fragmento del relato breve titulado Geografía en otra de las principales iniciativas del filósofo madrileño, la crucial Revista de Occidente. Para entonces, Aub ya había publicado poemas en el semanario España en 1923 y emergido en 1925 con un libro de versos, Los poemas cotidianos, cuya mínima tirada de cincuenta ejemplares quedaba un tanto compensada con el prólogo que puso al frente Enrique Díez-Canedo, el cual impidió su completa invisibilidad. Pero aquel libro aparentemente intrascendente ocultaba, como bien ha explicado Juan Manuel Bonet, una primera «trampa», un juego discreto que hizo que la literatura de Aub estuviese llena de secretos inquietantes desde su mismo comienzo. En aquel caso inaugural, el artificio residía precisamente en el hecho casi desasosegante de que unos poemas que parecen responder radicalmente a su título, en los que se canta muy a lo Francis Jammes la vida doméstica, las cosas del día a día, las cuitas con los trabajos y los niños, y que muy coherentemente están dedicados «A mi esposa»…, son en realidad la obra de un poeta soltero (se casaría con Perpetua Barjau en 1926) y, por supuesto, sin hijos. El autor real no coincide con el autor implícito, el yo que escribe no es el yo que canta, esa primera persona consciente y creadora no es (o, al menos, no es exactamente) la primera persona conformista y serena que se expresa en los poemas (poemas de una calidad nada desdeñable, en todo caso, aunque Aub nunca querría acordarse mucho de esta ópera prima suya). No sé si ese artefacto literario es muy meritorio, pero no puede haber duda de que es extraordinariamente revelador de la actitud de Aub desde sus primeros balbuceos y, lo mismo que el signo de la clave al comienzo de las partituras musicales, creo que debemos interpretarlo como un primer aviso para leer toda la obra literaria posterior, aunque, por supuesto, con matices esenciales en cada caso, y con excepciones evidentes (y tal vez indeseadas: si Aub no se hubiera visto moralmente obligado a escribir libros testimoniales sobre la Guerra Civil, sobre los campos de concentración argelinos, sobre el antisemitismo…, es probable que, sin tener que renunciar por ello al contenido social y de denuncia, toda su literatura hubiera incidido en lo juguetón significativo, lo gamberro elegante, todo teñido siempre con un humor de la más alta nota. Pero la Historia tenía, digamos, sus propios planes y tomó otros rumbos, y, como el mismo Aub explicó inapelablemente: «Si existe algún escritor español en cuya obra no haya repercutido la guerra abominable que nos ha sido impuesta, o no es escritor o no es español»).
La edición completa de Geografía se publicó en 1929 en otra colección insustituible de aquellos años, esos Cuadernos Literarios, tan modestos y hasta pobretones formalmente, como textualmente «avanzados», en los que, junto a algunos títulos de autores del 98 o de su órbita (Pío Baroja, Ramón Menéndez Pidal, Santiago Ramón y Cajal, Azorín, José Gutiérrez Solana…), publicaron obras ya decididamente vanguardistas el propio Benjamín Jarnés (Ejercicios), Ernesto Giménez Caballero (Julepe de menta), José Moreno Villa (La comedia de un tímido), Antonio Espina (Lo cómico contemporáneo) o Fernando Vela (El arte al cubo). Allí vería la luz también por primera vez el Manual de espumas, de Gerardo Diego (en cuya revista, Carmen, Aub había colocado en 1928 su poema «Luna»), junto a una serie de Caprichos de Ramón o un opúsculo de Manuel Azaña sobre Juan Valera. Geografía encajaba naturalmente en esa serie de publicaciones, pues tiene el inconfundible aire de la época, un cuento estilizado y libérrimo, lineal, pero con un tratamiento del tiempo peculiar (a lo cual contribuyen notablemente sus páginas epistolares), tanto como la propia identidad de los personajes. Comienza de un modo memorable, a modo de greguería («Los mástiles de los barcos traíanle los palotes que hiciera, cuando niña, en el colegio»), y todo lo que sigue rebosa de esa poesía moderna y exuberante que Ortega quería leer también en las novelas: «Las cartas que vienen del mar no tienen hora»…
Es extraño que, según el testimonio de Aub, Jarnés desdeñase Fábula verde para la Revista de Occidente, pues si algún calificativo merece ese nuevo cuento es, precisamente, el de «jarnesiano». El valenciano recuerda muchísimo al aragonés en esa fantasía vegetal, de prosa coherentemente selvática pero refinada, silvestre pero lírica, voluptuosa pero distinguida. Tras ese presunto rechazo Aub autoeditó su cuento, en formato grande y con estuche de cartón, en la Tipografía Moderna de Valencia. Como sucediera con Los poemas cotidianos, Aub mostró en aquella ocasión su superdotado buen gusto para la tipografía, que exhibiría hasta sus últimos libros mexicanos y españoles. «En el fondo —llegó a decir— lo que soy es un tipógrafo. La tipografía es una síntesis de la literatura y de la poesía […] Una esbelta joven nunca lo será tanto como una letra bodoni». Si Cataluña había sido muy relevante para él por el ya comentado encuentro gerundense con Romains, también lo fue en el afianzamiento y perfeccionamiento de sus pasiones tipográficas, y en ello jugó un papel destacado un personaje un tanto oscuro con quien Aub compartió tertulias, escribió cartas a cuatro manos y en cuyas revistas publicó incluso más allá de 1939. Como quien escribe estas líneas dedicó las mejores horas de los mejores años de su cancelada juventud a investigar la vida y la obra de ese hombre, el poeta falangista Luys Santa Marina, me permito un paréntesis que, sin embargo, no solo no me parece secundario, sino que de algún modo insinúa una alegoría agridulce de lo que fue 1936, de esa fractura que condicionaría para siempre las cosas y forjaría una enemistad íntima, un extraño y receloso afecto a distancia, una ternura fría entre dos hombres que habían sido camaradas en los bares de Barcelona. Y dado que siempre que se habla de Max Aub en los años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil, o cuando se trata de entender el nítido cambio estilístico que la escritura del valenciano mostró desde entonces (un estilo «sentencioso y rebuscado» en el que José-Carlos Mainer, con su habitual puntería, encuentra «numerosas deudas con el de Unamuno, algún parentesco con el de José Bergamín y, en su trasfondo, muchas páginas leídas en los clásicos españoles»), se habla de la muy perceptible influencia de Santa Marina sobre Aub, tal vez no sea este mal momento para intentar explicar qué fue aquello tan especial que los unió y los separó, para finalmente reunirlos cuando toda reconciliación era casi imposible.
II
Hay libros de Antonio Bonet Correa o de Antoni Martí Valverde muy convincentes a la hora de impugnar lo que voy a decir, pero como historiadores creo que no debemos caer en el habitual error de sobrevalorar las tertulias literarias de café, la literatura de «recado de escribir». Hacer mitología o apologías de las conversaciones de café demuestra demasiado apego a un anecdotario cultural menor, a la periferia más ociosa, perezosa y castiza de un panorama intelectual. Es cierto que las tertulias son un lugar de transmisión de informaciones, de vigilancia mutua y adopción de tics estilísticos o sociales, de absorción de ademanes, inquietudes y urgencias, pero casi todas poco literarias. Pombo fue importante porque calmó el hambre de una generación de jóvenes que tuvo mucha; la que fundó Ramón de Basterra en Bilbao fue también fecunda al fabricar esa extraña «Escuela Romana del Pirineo», mientras que en otros sitios la convivencia de pintores y escritores dio lugar a estéticas provincianas concretas, unánimes, programáticas… Es probable que la revista Azor, por venir a lo que ahora nos importa, no se explique sin la tertulia que Luys Santa Marina más o menos capitaneaba en el Lyon d’Or, pero la importancia está en la revista, no en la reunión. Una no existiría sin la otra, desde luego, pero eso no debe confundirnos. Creo que todo lo que tenemos que hacer, por tanto, es asomarnos un segundo a la puerta del Lyon d’Or. Allá está Luys Santa Marina, un poeta, narrador, periodista y biógrafo nacido en Colindres en 1898 que se había trasladado a mediados de los años veinte a Barcelona para trabajar en los negocios editoriales de unos familiares. De vez en cuando interviene, pero no es el más activo, no lleva él la voz cantante entre esas «gentes diversas a quienes unía la comunidad de vehículo expresivo: el castellano», según retrató Xavier de Salas, ya en 1940, en la revista Destino.
Se trataba de un local que ya había cobijado entre sus paredes muchos años de tertulias y bohemia (Josep Pla habla del Lyon d’Or de finales de los años diez en su estupenda Vida de Manolo contada por él mismo), nunca interrumpidas. En el recién citado artículo de De Salas, tras enumerar los temas de conversación habituales a comienzos de los años treinta, el que acabaría siendo entre 1970 y 1978 director del Museo del Prado recuerda que «también el teatro español aparecía ciertas veces con ocasión de aquellos viajes, entre literarios y bisuteros, que por toda España hacía el ahora tan lejano Maxito». Y es que, en efecto, Max Aub también cayó hechizado ante el carisma que al parecer desplegaba Santa Marina en aquel tiempo. Aub reconocería, ya en su exilio (en el texto recogido por Mainer en el póstumo Cuerpos presentes), que su vehemente amigo cántabro «tuvo influencia —no por sus obras, sí por su gusto— en el evidente rebuscamiento de mi vocabulario, de 1935 a 1942», y esa confidencia nos ayuda a comprender por qué en 1943, en sus «Tres notas» iniciales a Campo cerrado, Aub escribió: «Sale este libro, o mejor galería, tal y como nació en 1939», es decir, la época en la que estaba influido por ese exaltado Salomar que, trasunto crudo de Santa Marina, protagoniza algunos capítulos violentos de la novela. Aunque a veces estos eran sanguinarios (como la ejecución que lleva a cabo el jefe falangista sobre uno de sus hombres), en una carta que José Jurado Morales y Santa Marina le enviaron a México en un ya tardío 1957, ambos le aplaudían la novela con quince años de retraso. Jurado Morales, escudero de Santa Marina durante décadas y coeditor de Azor, le informa de que «recibimos tu libro sobre nuestra guerra o sus jornadas preparatorias, que es muy bueno. A Luys le ha gustado extraordinariamente y también a mí y, desde luego, ambos nos hemos encontrado en él, lo que quiere decir que nos tienes presentes en tu recuerdo. A nosotros nos pasa lo mismo. Muchas veces hablamos de ti, evocando aquellos pasados tiempos de nuestra tertulia, cuando Álvarez Petreña andaba por las páginas de Azor… ¡Felices días!», mientras que el de Colindres, siempre más lacónico, pero sin asomo de adustez en este caso, escribe unas líneas de postdata: «Maxito: Leí tu novela. La parte de la infancia y adolescencia del protagonista es lo mejor. Y muy bien escrito. ¡Vaya leyenda de que me rodeas! ¡Que Dios te conserve la imaginación! De todos modos te agradezco tu recuerdo, tan lleno de simpatía».
Todo ese afecto, como vemos, venía desde los primeros años treinta, cuando el oficio de viajante comercial de Aub le llevaba a Barcelona y a alternar con los escritores de la ciudad. Por las mañanas podía encontrarse con Santa Marina en el Café Universitario, por las tardes en El Oro del Rhin (y a ese otro local y a la tertulia que allí tenía el falangista Salomar dedicó Aub todo un capítulo en Campo cerrado) y las noches eran para el Lyon d’Or, donde alguna vez se quedaron bebiendo ellos dos solos, como demuestra la golfa y juerguista carta que escribieron a José María de Cossío, en folios del propio mesón, tomándole el pelo sobre ciertas desdichas futbolísticas del Racing de Santander, equipo del que Cossío era directivo. Allí, aunque Luys ya estaba afiliado a la Falange, ambos escriben un poema satírico a cuatro manos. Para entonces todavía existía Azor, y en él, como recordaba Jurado en su carta, se estaba publicando por entregas la entretenida novelita titulada Luis Álvarez Petreña, que visitó las prensas entre los números 3 (del 15 de diciembre de 1932) y 18 (de junio de 1934), y después fue un librito exento que, según Andrés Trapiello, fue «el primer libro de Aub con personalidad tipográfica propia […] La estética es de Azor, la revista de Luys Santa Marina en la que colaboraba Max Aub, así que la edición de Petreña podría ser de él. El pie editorial es, en cambio, de Luis Miracle […] Pero el libro se imprimió en Valencia, y lo mismo podría ser de Max Aub. Lo que yo creo es que Max Aub se inspira en Santa Marina, y lo fabrica con ese aire».
Años antes, en 1931, Santa Marina escribía a Cossío para preguntarle: «¿Recibiste un libro de Max —Teatro incompleto? ¿Te gusta la edición? Se ha hecho en una imprenta muy pintoresca, que recuerda las «oficinas» del xvı: yo le ayudé un poco a corregir las pruebas» (en carta que se conserva en la Fundación José María Cossío, en Tudanca). Pero la guerra, naturalmente, no solo los alejó, sino que enfrió una amistad que, sin embargo, nunca llegó a quebrarse completamente, sostenida sobre todo gracias a los bondadosos esfuerzos y la nostalgia positiva de Jurado Morales. Libros de los tres cruzaron el Atlántico, enviados con dedicatorias cariñosas. También, como hemos visto, hubo cartas, y no pasaba mucho tiempo sin que, desde Barcelona, se acordasen de Aub o viceversa. El 3 de noviembre de 1954, por ejemplo, al enterarse de la muerte de Juan Chabás, Aub escribió en su diario: «Cuando muera yo o José Medina, ¿quién se acordará de tantas noches? ¿Luys Santa Marina? Pasamos y no queda nada sino lo que dejamos, que no es nada». Aún más descorazonadora es la entrada del 22 de noviembre de 1967: «Cartas, cartas, cartas, pruebas y más pruebas… ¡Tiempo, Señor, tiempo! Y no hay de dónde sacarlo. Xavier de Salas me habla de Luys Santa Marina, medio ciego, encontrado en la calle: —¡Es Xavier, Luys, es Xavier! —le dice la mujer. ¿Volver a España para que me diga o le diga a Peua: —¡Es la Puerta de la Sangre, mujer, la Puerta de la Sangre!?» (ambas citas han sido editadas por Manuel Aznar Soler, la primera en Diarios (1939-1972) y la segunda en Nuevos diarios inéditos). Dos años después de eso, sin embargo, se produjo por fin el periplo español que Aub contó en La gallina ciega, y en él un reencuentro que no acababa de ajustarse bien al tosco cariño que se habían demostrado por escrito (y qué reconfortante es siempre la ternura que puede llegar a unir a dos hombres más bien rudos…). Hubo afecto, sin duda, pero inevitablemente discutieron, incapaces de no subir a la superficie temas controvertidos y dolorosos, aunque acaban riendo, distantes y reconciliados a un tiempo, rivales que en el fondo se entienden sin entender por qué. Hablan de asuntos irreconciliables en el idioma privado de la amistad, y eso los salva. «Luys sigue tan o más agresivo para esconder su ternura», sentencia Aub tras la primera cena. Y en 1972 volverían a verse, y entonces el periodista Rafael Manzano, que estuvo presente, contó cómo, de nuevo, hubo debate caliente (esta vez sobre la «polémica Aranguren-Joan Fuster en las páginas de La Vanguardia»), pero, a pesar de que «el diálogo roza el peligroso y resbaladizo temario político, de ayer o de hoy», al final «se abrazan. ¿Imagino que hay humedad en los ojos de estos dos agonistas? ¿Hay dos Españas insolidarias u orillas que sueñan puentes de tolerancia tendidos sobre los abismos?».
El 22 de julio, apenas una semana después de este artículo (escrito por Manzano en El Noticiero Universal del 16 de julio), Aub muere en México, y entonces es Santa Marina quien le dedica en el número 49 del nuevo Azor uno de los últimos textos que él mismo publicaría, aunque le quedaban ocho años de vida. Es una necrológica cuyos descuidos multiplican su capacidad de conmoción, y que está llena de cariño contenido. Termina contando, precisamente, la misma comida y el mismo abrazo que narró Manzano:
En la última vez que le vi comimos con un grupo de amigos y lo pasamos muy bien. Hablamos sobre todo de libros, de sus libros […] Fue un encanto de charla. Pero noté un no sé qué en su cara, en su gesto, en su mirar, que me inquietó. Me dijo que salía para México y, a las dos semanas, poco más o menos, me enteré de su muerte. Lo sentí de veras porque tuve un presentimiento al abrazarle, al despedirnos: sabía que era por última vez.
En otra cita de esos Diarios (1939-1972) que tan impecablemente seleccionó, exhumó y comentó Aznar Soler, Max Aub se preguntaba en 1951 «¿dónde andará a esta hora Luys Santa Marina?». Esa es una pregunta que, en cierto modo, sigue esperando respuesta, pero queda más o menos aclarada por lo que respecta a Aub, que es lo que ahora importa: la presencia de Luys Santa Marina es patente en la profunda y visible influencia que su devoción por los clásicos barrocos ejerció sobre el socialista parisino y sobre el estilo literario que exhibió durante años.
III
Buena parte de la magia de Max Aub está en su particular «idioma» literario, sin duda, aunque tal vez sean también las dificultades que plantea las que impiden a muchos lectores acercarse a sus libros, o permanecer en ellos mucho tiempo. Sea como sea, en esa encrucijada vital en la que Aub reformuló su estilo, tal vez subyacía una posible crisis que el autor resolvió con una formidable pirueta lingüística que, en cierto modo, le arraigaba a la tradición literaria de un país que ya no era el suyo, y que se veía forzado a abandonar. Por su parte, Pedro Álvarez de Miranda ha recordado en uno de sus estupendos trabajos sobre diccionarios que, en el mismo texto de Cuerpos presentes en el que Aub reconocía el influjo de Luys Santa Marina, el parisino explicaba además «que durante su cautiverio en campos de concentración franceses solo pudo disponer de dos libros: unas poesías de Quevedo y un diccionario castellano», y Álvarez de Miranda deduce con sagacidad que la presencia de ese diccionario durante tantas horas vacías de tantos años penosos explica en buena medida la metamorfosis del léxico maxaubiano a partir de ese momento.
El majestuoso Campo cerrado es el libro que marca un antes y un después en su obra. Durante los confusos días parisinos de 1939 en los que rumiaba la derrota y, ante todo, lamentaba sus consecuencias, Max Aub fue tejiendo una novela que pudo entregar a un amigo antes de verse enviado a un campo de prisioneros en Argelia, tras una denuncia anónima en la que se le acusaba de comunista: «No lo he sido nunca, por la vieja raigambre liberal», diría él, y, en 1951, escribiría una carta al presidente de la República Francesa para buscar una reparación a su vieja condena, nacida de una acusación que, aparte de mezquina y cobarde, era simplemente falsa. Mainer ha sabido expresar cómo «es un milagro, y no un reflejo de egoísmo, el que en esos momentos alguien escriba y crea en la superioridad moral de la literatura y, más allá del espanto, en la existencia de un público». La novela no vería la luz hasta 1944, cuando el propio autor pudo recuperarla en México y la entregó al Fondo de Cultura Económica (que ya había publicado el año anterior su «tragedia» para las tablas San Juan, el primero de sus libros mexicanos, aunque escrito o al menos concebido durante el cautiverio, pues, como afirmaría Aub treinta años después en el texto que colocó al frente de su Teatro completo (1968): «Las cárceles y los campos, contra lo que se puede suponer, me dieron espacio, si no para escribir, para pensar»). A Aub le dolió aquella demora entre la escritura y su publicación, pues enturbiaba el mérito de haber sido escrita en pleno duelo, inmediatamente después de los últimos partes de esa guerra en la que Aub —es bien conocido, pero es importante recordarlo— había ejercido de agregado cultural de la Embajada de España en Francia. Como tal se ocupó, primero, de la organización del casi legendario pabellón de España en la Exposición Universal de París de 1937 (fue él quien trasladó a Picasso el encargo del Gobierno de pintar el Guernica, y quien le pagó sus honorarios), y año y medio después acompañó y asesoró a André Malraux durante el rodaje de la película Sierra de Teruel, cuyas últimas secuencias se rodaron en Barcelona en enero de 1939, mientras las tropas franquistas entraban en la ciudad para hacerla definitivamente suya.
Aunque Campo cerrado, pues, no fue escrita durante la guerra, su creación fue tan madrugadora que puede ser comparada en ese sentido a las magníficas narraciones sobre la propia tragedia que Manuel Chaves Nogales, Agustín de Foxá o Ramón J. Sender escribieron (y publicaron) antes del 1 de abril de 1939. El escritor Emilio Trigueros es, por tanto, exacto al destacar que Aub «escribió literatura de ficción sobre la guerra casi en tiempo real». Con ese título el autor iniciaba el que es probablemente su proyecto literario más importante, el posteriormente titulado El laberinto mágico: un retablo de seis novelas que ofensivamente, y como denunció Antonio Muñoz Molina en su propio discurso de ingreso en la RAE, son difíciles de encontrar y «vergonzosamente suelen ignorarse cuando se escribe la historia de la literatura española de postguerra». Campo francés mereció en 2008 una buena edición crítica en Castalia a cargo de Valeria de Marco; Campo cerrado fue reeditado en 2010 por el sello madrileño Capitán Swing, y todos están bien editados y anotados en las obras completas que la Institució Alfons el Magnànim (de la Diputación de Valencia) acometió a comienzos de siglo, en torno al centenario del nacimiento de Max Aub. Pero apenas hay más, y es simplemente inexplicable que esos seis títulos no estén presentes y disponibles en las colecciones que recogen de forma crítica y ecdótica las mejores muestras de la literatura contemporánea en español.
En una reveladora entrevista que le hizo Emir Rodríguez Monegal a Max Aub en 1967 (y que al año siguiente incluiría en El arte de narrar, donde me la ha descubierto Abelardo Linares), el crítico uruguayo calificaba El laberinto mágico de «una caudalosa novela-río que constituye el novelesco más importante que hasta la fecha ha motivado la guerra civil española». Después, aparte de dar pistas sobre el modo en que fueron escritas y publicadas las seis novelas del ciclo, Aub apuntaba que el título general lo tomó de san Pablo, y reconocía influencias de Thomas Mann, de Roger Martin du Gard y, de nuevo, del unanimismo de Jules Romains, para acabar reconociendo, con más fatalismo que modestia, que «yo hubiese querido escribir Guerra y paz, y he perdido mi tiempo y he perdido mi vida, porque no la he escrito». Pero lo cierto es que su valor es firme como el de muy pocas series narrativas de nuestra literatura contemporánea.
Preocupado, acaso excesivamente, por la posteridad, Aub sufrió la falta de lectores, la previsible indiferencia, o más bien hostilidad, de la España oficial, y vivió un tanto mortificado por el hecho de que no se representasen sus obras dramáticas. Pero jamás desfalleció en su consciente labor de escritor, y su producción literaria durante el exilio es abrumadora en cantidad y calidad. Ese tramo de su vida y su obra se ha contado y se ha estudiado mejor, pero es necesario destacar, por su enorme potencia emocionante, el ya citado discurso de ingreso en la Academia Española. En la primera línea de este texto he hablado de «Real», pero por supuesto no lo era, porque la fantasía que despliega Aub en ese texto es la de que la Guerra Civil no ha sucedido, y en el apéndice, donde se da cuenta de la nómina de académicos a la altura de 1956, se ve con una nitidez dolorosa lo que podría y debería haber ocurrido. Fernando de los Ríos es el presidente de la República y desde los ilustres sillones escuchan Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda (quien, por cierto, no tenía muy buena opinión de Aub), Ramón J. Sender o Corpus Barga, junto a Ernesto Giménez Caballero, José María Pemán o Dionisio Ridruejo… Es imposible concebir un texto más lacónico y poderoso sobre lo que significó, sobre la literatura, la agresión militar de 1936.
Tuvo más repercusión la fenomenal «gamberrada» de la muy verosímil novela Jusep Torres Campalans (según Muñoz Molina, «sin duda la más sólida y la más desvergonzada de las muchas bromas literarias de Aub»), en la que Aub se inventó a un pintor (con cuadros incluidos), trampa en la que muchos cayeron (y algunos, como Margarita Nelken, le reprocharon…), y cuya traducción al francés publicó la NRF (con lo cual, en cierto modo, Aub regresaba a su mismísima formación intelectual, cerrando al menos un círculo, atando uno de los cabos de su vida. No con todos sucedería lo mismo, y ni siquiera su regreso a España en 1969 (y más brevemente, en un ya epilogal para él 1972) supondría una sutura, pues fue una experiencia amarga, frustrante. Si para cualquiera es imposible regresar a casa, mucho más para alguien que llevaba el desarraigo, el destierro y la identidad múltiple en su misma genética. Tampoco fue más satisfactoria su visita a Israel, en la que soñaba con encontrar cierta sintonía con sus remotos orígenes judíos, y otros viajes a los Estados Unidos o Cuba le dieron una perspectiva suficiente de otros aspectos de un mundo que no era, plenamente, «su» mundo. En México había logrado ser por fin un hombre libre, y por tanto un escritor libre, pero al llegar la década de los setenta todo era ya para él un poco fantasmal, y como además «la muerte es idiota, no tiene la menor idea de lo que hace» (Cuerpos presentes), finalmente se apagó su voz, que, demasiado ignorada durante demasiado tiempo, ya nunca podremos dejar de reivindicar como una de las más valiosas de su tiempo y de todo tiempo, y cuyo prestigio futuro está blindado por la fuerza de su imaginación, por la calidad civil de sus textos, por la buena factura de su concepción del humor y, en fin, por el talento excepcional de sus ocurrencias y el fulgor narrativo de sus relatos.
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Tomado del Centro Virtual Cervantes
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