Algunos de los mejores momentos de mi vida los he pasado charlando con Juan Rulfo después de la media noche y muchas veces me he preguntado si verdaderamente lo conozco. Siempre deja una sensación de tristeza, de lejanía, de que está en otra parte a pesar de que habla con una naturalidad absoluta, empleando el lenguaje refinado y popular de sus personajes, un lenguaje que él mismo se ha inventado y que no encontré nunca en ningún otro escritor.
Cuéntame algo de las gentes de tu provincia.
Bueno, ¿te acuerdas de la vez que pasamos por Zapotlán y traje un pan que ya no comemos en México? Pues ese pan me lo dieron las hermanas de Arreola. Ellas lo hacen, ellas hacen los mejores dulces y compotas de Jalisco y de eso se mantienen. A los Arreola les llaman los «Chiripos», porque parece que todo lo hacen de chiripa. Ninguno terminó siquiera la primaria. Su hermano Librado es inventor. Sin que nadie le haya enseñado, es capaz de abrir las más complicadas cajas fuertes o de armar viejos coches inservibles. Librado, cuando está en su casa y llaman muchas veces a la puerta se asoma por una ventana y dice: — ¿Qué, no ven que está cerrado? Esto quiere decir que yo no estoy y como no estoy es inútil que llamen, Juan José era el recitador del pueblo. Recitaba a Ramón López Velarde. Siempre ha leído a Marcel Schwob, el autor de Vidas imaginarias y de cuentos muy semejantes a los de Arreola. Después leyó a Borges, a Kafka, a Claudel. Todo lo que lee y oye se lo aprende de memoria. Fuera de eso no ha leído gran cosa, pero le gusta jugar y baraja de tal modo sus cuatro o cinco autores que da la apariencia de una gran erudición. Es una especie de mago, que hace de un milagroso miligramo un camino encantado. Ha sido Juan José mi amigo de la infancia y no he dejado de quererlo a pesar de que nos separan los ríos de la colonia Cuauhtémoc y los tiempos.
¿Y tú Juan, cómo viniste a la ciudad de México?
Llegué a México debido a la huelga de la Universidad de Guadalajara que duró de 1933 a 1935. En la Preparatoria no me revalidaron los estudios y me iba como oyente a Mascarones. Asistía a los cursos; pero aprendimos literatura en el café, donde se reunían José Luis Martínez, Alí Chumacero, González Durán, gente toda venida de Guadaljara. Comentaban a los Contemporáneos, que eran nuestros gurúes. Yo comencé a leer a Korolenko, al Sachka Yegulev de Andreiev que estaba de moda. Hoy me resulta enfadoso. Tiene Andreiev cosas mejores como Océano y sus cuentos. Logré reunir ocho tomos de sus cuentos. Por supuesto, en aquella época leía a Hansum, a Selma Lagerloff, a Ibsen.
¿Y cómo te sostenías en México?
Trabajaba de archivero en la Secretaría de Gobernación ganando 84 pesos mensuales. Vivía en el Molino del Rey con mi tío el coronel David Pérez Rulfo, miembro del Estado Mayor del general Ávila Camacho. Luego me destinaron a fábrica El Molino, tuve que alquilar un cuarto en una casa de huéspedes.
¿Qué hacías en Gobernación?
Manejaba el archivo de extranjeros. Recibía órdenes de ocultar algunos expedientes y los guardaba en un cajón secreto. Inventé un sistema de clasificación que no era alfabético y del que yo solo tenía las claves. Debían recurrir a mí forzosamente. Bueno, era pura maña, porque vivíamos en las transas y hasta que allá arriba no aflojaban la lana, no aparecían los expedientes.
¿Ya practicabas tu oficio de novelista?
En las noches, como no tenía amigos, me quedaba en el archivo y escribía una novela. Se titulaba El hijo del desaliento y Efrén Hernández me animaba diciendo que era una buna novela. Mandé un capitulo a la revista Romance que hacían los españoles y, por supuesto, nunca lo publicaron. Dialogaba con la soledad y era tan cursi como su título. Decidí tirar a la basura mis trescientas cuartillas. Ya para entones nos reuníamos en un café de Dolores, donde nació la revista América . En América publiqué dos o tres cuentos, «Talpa» y «La cuesta de las comadres». No recuerdo otro, tengo muy mala memoria.
¿Y cómo nació Pedro Páramo?
Debido al fracaso de mi novela, escribí cuentos tratando de buscar una forma para Pedro Páramo, a quien llevaba en la cabeza desde 1939. La idea me vino del supuesto de un hombre que antes de morir se le presenta la visión de su vida. Yo quise que fuera un hombre y muerto el que la contara. Originalmente sólo Susana San Juan estaba muerta y desde la tumba repasaba su vida. Allí, entre las tumbas, estableció sus relaciones con los demás personajes que también habían muerto. El mismo pueblo estaba muerto. Debo decirte que mi primera novela estaba escrita en secuencias, pero advertí que la vida no es una secuencia. Pueden pasar los años sin que nada ocurra y de pronto se desencadena una multitud de hechos. A cualquier hombre no le suceden cosas de manera constante y yo pretendí contar una historia con hechos muy espaciados, rompiendo el tiempo y el espacio. Había leído mucha literatura española y descubrí que el escritor llenaba los espacios desiertos con divagaciones y elucubraciones. Yo antes había hecho lo mismo y pensé que lo que contaban eran los hechos y no las intervenciones del autor, sus ensayos, su forma de pensar, y me reduje a eliminar el ensayo y a limitarme a los hechos, y para eso busqué a personajes muertos que no están dentro del tiempo o el espacio. Suprimí las ideas con que el autor llenaba los vacíos y evité la adjetivación entonces de moda. Se creía que adornaba el estilo, y sólo destruía la sustancia esencial de la obra, es decir, lo sustantivo. Pedro Páramo es un ejercicio de eliminación. Escribí 250 páginas donde otra vez el autor metía su cuchara. La práctica del cuento me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y dejara a sus personajes hablar libremente, lo que provocó, en apariencia, una falta de estructura. Sí, hay en Pedro Páramo una estructura, pero es una estructura construída de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas, donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un «no tiempo». También perseguía el fin de dejarle al lector la oportunidad de colaborar con el autor y que llenara él mismo esos vacíos. En el mundo de los muertos el autor no podía intervenir.
Las historias de fantasmas sólo pueden originarse de un modo enteramente fantasmal. Si tú me dejas un hilo colgante, yo lo tomo y el hilo me conduce al inframundo de los indios. Si todo principio ya contiene su fin, para los aztecas todo fin, toda muerte, ya contiene la resurrección y la vida.
El pueblo donde yo descubrí la soledad, porque se van de braceros, se llama Tuxcacuesco, pero puede ser Tuxcacuesco o puede ser otro. Mira, antes de escribir Pedro Páramo tenía la idea, la forma, el estilo, pero me faltaba la ubicación y quizá inconscientemente retenía el habla de esos lugares. Mi lenguaje no es un lenguaje exacto, la gente es hermética, no habla. He llegado a mi pueblo y la gente platica en las banquetas, pero si tú te acercas, se callan. Para ellos eres un extraño y hablan de las lluvias, de que ha durado mucho la sequía y no puedes participar en la conversación. Es imposible. Tal vez oí su lenguaje cuando era chico pero después lo olvidé, y tuve que imaginar cómo era por intuición. Di con un realismo que no existe, con un hecho que nunca ocurrió y con gentes que nunca existieron. Algunos maestros norteamericanos de literatura han ido a Jalisco en busca de un paisaje, de unas gentes, de unas caras, porque la gentes de Pedro Páramo no tienen cara y sólo por sus palabras se adivina lo que fueron y, como era de esperarse, esos maestros no encontraron nada. Hablaron con mis parientes y les dijeron que yo era un mentiroso, que no conocían a nadie que tuviera esos nombres y que nada de lo que contaba había pasado en sus pueblos. Es que mis paisanos creen que los libros son historias reales, pues no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una trasposición de hechos, que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. La literatura es ficción y, por tanto, mentira.
¿Y por qué la obsesión de la muerte?
Tal vez fue cosa de la infancia. Mi abuelo murió cuando yo tenía cuatro años; tenía seis cuando asesinaron a mi padre porque, tú sabes, después de la revolución quedaron muchas gavillas. Mi padre tenía autorización para confirmar del obispo de Papantla, pues en tierras agitadas podían delegar ese sacramento en los seglares. Recaudaba el dinero de las confirmaciones y lo daba a los curas. Regresaba de una gira cuando fue asaltado y muerto por los gavilleros. Tenía treinta y tres años. Mi madre murió cuatro años después. Entretanto mataron a dos hermanos de mi padre. Luego, casi en seguida, murió mi abuelo paterno. Murió de tristeza porque al que más quería era a mi padre, su hijo mayor. Otro tío mío murió ahogado en un naufragio, y así, de 1922 a 1930 sólo conocí la muerte.
¿Cómo ves la actual literatura?
No sé qué decirte. Lacan y la semiótica llevaron la novela a un callejón sin salida, a la antinovela, a la escritura por la escritura misma. Pero se trata de una crisis pasajera. La novela no morirá. No hay nada que la sustituya.
¿Y de ti, qué decir?
Sí, qué decir. En cuatro meses escribí Pedro Páramo y tuve que quitarle cien páginas. En una noche escribía un cuento. Traía un gran vuelo pero me cortaron las alas. Ahora algo madura, algo se forma y necesito un poco de paz y de silencio para reanudar mi trabajo. Espero la magia de otras noches, porque yo soy un tecolote. Todo lo hago de noche.
Abajo, muy abajo, la ciudad duerme envuelta en su cobija de estrellas artificiales. Juan vino de lejos y aquí se ha quedado. Rulfo no ve su reloj y me dice:
Serán las tres. Aquí no se ven las estrellas.
Es hora de dormir.
Es hora de tratar de dormir. ¿Sabes? A veces amanezco queriendo no despertar.
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Tomado de Araucaria de Chile. Nº 33. 1986
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