Desde que empecé a escribir en el año 1969 me interesó el conocimiento de los personajes populares y su aplicación en mi escritura narrativa. Quizás porque nací en un barrio de pescadores, el barrio de Puerto Arturo, del municipio de Caibarién, por entonces lleno de personajes populares, algunos muy interesantes.
De ahí salió la inspiración para mi primer libro de cuentos, Bajo el cuartel de proa que surge de entrevistas a estos vecinos conocidos por todos. A partir de entonces comprendí cuánta razón tuvo García Márquez cuando decía que «la vida no es la que uno ha vivido, si no la que uno recuerda, cómo la recuerda, y cómo la escribe». Y es que resulta formidable a veces lo alocado de la imaginación y los recuerdos deformados por el tiempo y el propio devenir de la existencia, que daban lugar al surgimiento de una combinación entre ficción y realidad muy interesante para el lector y esencial para su eficiente aplicación por el escritor.
Recuerdo que una vez hace ya varios años, la Dirección de Aficionados del Ministerio de Cultura me invitó a dar una conferencia en una reunión nacional celebrada en Ciego de Ávila sobre este tema que a los asistentes les resultó interesante.
Pero quiero referirme específicamente a aquellos personajes populares que lo son por su extravagancia, su conducta disociada, quizás alocada o loca, en fin, aquellos que andan a contracorriente de la sociedad.
Cada generación arma su lista de personajes populares de acuerdo al lugar donde vive, su estilo de vida, su cultura, su educación y su punto de vista.
En el barrio donde nací pernoctaban un sinnúmero de personajes populares: «Bella la Cuica», «el Tiburón» (su marido), «Mediopeje», «Juruminga», «Ñico Mestril», «Cañandonga», entre otros, casi todos borrachos consuetudinarios y de la mañana a la noche.
Este fue mi entorno y ellos fueron mis personajes populares de la infancia. Nacidos casi siempre en los estratos más pobres de la sociedad —a veces llegaban a ser parte del detritus social―, han servido de apoyatura a muchos escritores para construir sus historias y sus propios personajes literarios.
Vamos a algunos ejemplos clásicos:
La más importante obra de la literatura hispanoamericana, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha comienza así: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, (un astillero era entonces un estante), adarga antigua (esto es un escudo de cuero), rocín flaco, y galgo corredor».
Del otro personaje central, Sancho Panza, Cervantes escribe: «…un labrador vecino suyo, hombre de bien, pero de muy poca sal en la mollera…», díjole (el Quijote), «que tal vez podría ganarse alguna ínsula y lo dejase por gobernador».
Es muy curioso la manera en que Cervantes presenta a sus personajes principales, observen que nunca dice el lugar donde viven, seguramente para evitar la identificación, porque es evidente que toma de personajes reales la sustancia para construir los suyos a su medida.
Víctor Hugo en Los miserables inicia su tomo cuatro diciendo:
Paris tiene un hijo y la selva un pájaro. El pájaro se llama gorrión y el hijo se llama el pilluelo… alegre, no come todos los días, va a los espectáculos, no tiene camisa, ni zapatos, ni techo, es como las moscas del cielo que no tienen nada. Tiene entre 7 y 13 años, vive en bandadas, corre, espía, pregunta, pierde el tiempo, desgasta pipas, frecuenta las tabernas, conoce a los ladrones, tutea a las mujeres públicas, canta obscenidades y no tiene mal corazón.
Y con esos menesteres en su mano Víctor Hugo crea el personaje de Jean Valjean, a quien describe «ruidoso, descolorido, listo, despierto, truhán de aire vivo y enfermizo. No tenía casa, ni pan, ni lumbre, ni amor, pero estaba contento porque era libre».
Quienes hayan leído Los miserables sabrán que Jean Valjean era un pícaro, que escapaba de la justicia con astucia y audacia, que salió al rescate de una hija de la cual no tenía conocimiento, que la introdujo y se introduce él mismo en un convento de monjas de clausura donde escapa de la persecución policial. En fin, el autor lo convierte en un personaje legendario, un héroe del bajo mundo, una suerte de Robin Hood.
Onelio Jorge Cardoso fue otro de los grandes escritores que usó, y profusamente por cierto, personajes populares para conformar sus personajes literarios.
Tuve la suerte de ser su amigo por largos años, lo que propició largas conversaciones de las cuales, por supuesto, yo era el más favorecido. Cierta vez, hablando precisamente de personajes populares que había conocido y aprovechado, (en alguna ocasión Onelio había sido vendedor ambulante por zonas campesinas, otra vez fue maestro rural), me contó que allá por la zona de Manzanillo había conocido a un mitómano, es decir, un personaje que magnifica e hiperboliza las cosas y los acontecimientos, pero que generalmente no inventa mentiras, y cree a pie juntillas lo que dice, molestándose cuando alguien lo desmiente.
En fin, aquel personaje, que de alguna forma influyó en la concepción del personaje «Juan Candela», y a quien Onelio le llamaba Navea —aunque este no era su nombre oficial, pero por respeto nunca lo dijo―, era un tipo excepcional.
De Navea me contó Onelio que el día en que lo conoció, mientras le oía contar las cosas más fantasiosas, uno de sus acompañantes, por aquello de «buscarle la lengua», le había dicho: «Navea, ¿tú viste pasar a Colón con las carabelas?», y el hombre contestó: «Estaba yo por la Plata Baja cuando pasaron pegaditas a la costa las tres naves. Iban para abajo, como para el rumbo de Pilón, y delante Cristóbal, de pie en la proa de la Capitana, mirando siempre al frente, con su melena, su saya con cinto y sus medias de pelotero».
Estoy seguro que todos entenderán que Navea era muy especial, y que tenía sustancia para fomentar la creación de más de un personaje literario. Hay que decir que esta genial descripción de su «encuentro» con Colón, Onelio la colocó textualmente en su cuento «Abrir y cerrar los ojos» publicado en el libro del mismo nombre.
Muchísimos de sus cuentos tienen personajes centrales creados con retazos de personajes populares. Vayan algunos ejemplos:
- Quintín el espiritista en «Una visión».
- Guadalupe, el mulato cuentero en «En la caja del cuerpo».
- Baltasar de los Pinos en «Leonela».
- Juan Candela en «El cuentero».
- Mario Benjamín Velarde en «Los cuatro días de Mario Benjamín».
- El hombre que buscaba en el mar en «El caballo de coral».
- La mujer de Trinidad en «Memé».
- El Gallego en «La ciénaga».
- El viejo Crespo en «La otra muerte del gato».
- El Zonzo en «Un brindis por el Zonzo».
- Pepe Lesmes en «Los sinsontes».
- Moñigueso en «Moñigueso».
- Samuel en «Nadie me encuentre a ese muerto».
- Muñoz en «Algunos cantos de gallo».
- Hilario en «Hilario y el tiempo».
- El narrador omnisciente en «Abrir y cerrar los ojos» (por cierto, un cuento extraordinario de Onelio al que no se le ha dado la importancia que tiene, por cuanto rompe con todo su estilo anterior y entra en una nueva forma de narrar, una suerte de realismo mágico coincidente en el tiempo con Cien años de soledad).
- Adelaido Ramírez en «Un queso para nadie».
- Albio en «Dos tiempos de mentir».
De Onelio Jorge Cardoso ha dicho Josefa de la C. Hernández Azaret en «Algunos aspectos de la cuentística de Onelio Jorge Cardoso» que una primera etapa su creación fue agridulce, contando las pequeñas historias de los explotados, que en una segunda etapa primó el humor, eran hombres que vivían o niños con imaginación y fantasía los que contaban, y que en general mostraban virtudes elementales, dignidades y conductas racionales. Que Onelio utilizaba modelos vivos para caracterizar sus personajes, tomando retazos de varios de individuos.
En mi primer libro Bajo el cuartel de Proa, evidentemente influido por Onelio, tuve la suerte, primero, de tener variedad de personajes populares a quienes echarle mano para construir mis personajes literarios, así aparecen Zacarías Miracielo en mi cuento «Zacarías», Quin en «De cuando Cheo Redal enseñó las unas», el protagonista de «Ramón», el narrador omnisciente en «Bezetero», Juan Zumbón en «A la deriva», el Gallego en «Un hombre». Y, en segundo término, tuve también la suerte de encontrarme un mitómano, pero en asuntos de la mar: Augusto Blanco.
Con Augusto supe de leyendas de pescadores, tesoros de piratas escondidos en playas y cayos, y además del caballo marino, la mariposa marina, el elefante marino, el que te llamen por tu nombre en Cayo Las Voces, del cura que sale en el Canalizo del Cura, del esclavo encadando en el Farallón del Muerto, de la sirena de la Canal de los Barcos, del orangután que sale en cayo La Vela.
Para terminar quiero demostrarles cómo un personaje popular, que ayuda a construir esa pequeña historia de los barrios y bateyes cubanos, y que nunca será parte de la gran historia, puede convertirse en un personaje literario, y para ello les brindo la historia de Diego el Bizco. Fui testigo en mi infancia de esto que les cuento, que como es literatura no está exento de ficción, no es imitación de la realidad (que además nunca será realidad objetiva y estará deformada también por el recuerdo y los años), sino la creación de una nueva «realidad». Entonces ahí les va:
***
Diego el bizco alcalde.
Pero vamos a la historia, les propongo ir al Caibarién de los años cincuenta del siglo pasado y ver qué pasaba.
Resulta que el alcalde de Caibarién fue por muchos años un médico al que llamaban Alonsito, un hombre de baja estatura, enteco, con unos espejuelos de aros redondos, siempre de traje con un lacito ridículo y la cara de un japonés samuray. Era representante del Partido Liberal, el que siempre ganaba en el pueblo. Añorga, su oponente permanente y miembro del Partido Auténtico vivía en la otra cuadra del Cinema, es decir, en el mismo barrio nuestro.
Al final a la gente poco le importaba quién fuera o no el alcalde, si un liberal o un auténtico, si Alonsito o Añorga, y por eso muchas personas no votaban durante las elecciones. Ser «apolítico» estaba de moda entonces, y ello le venía muy bien a los políticos, porque al haber menos votantes todo era más fácil, incluso la manipulación en el conteo de votos.
Pero en cierta ocasión y durante un proceso electoral del municipio, a alguien se le ocurrió la genial broma.
El hecho es que los acontecimientos se sucedieron de una manera armónica y al parecer muy bien planificada.
Los que somos de aquella época podemos recordar cómo eran las boletas para votar por los candidatos de los muchísimos partidos políticos que existían, y recordar también que al final de las casillas había algo llamado «la columna en blanco», por si usted decidía votar por alguien no postulado por algún partido. Aquello era toda una hipócrita falacia, porque en esas condiciones nadie podría alcanzar los votos requeridos, a no ser que muchos se pusieran de acuerdo, y eso mismo pasó, a alguien se le ocurrió que podían llevar a un candidato utilizando la columna en blanco que compitiera tanto con Alonsito como con Añorga, los aspirantes permanentes a la alcaldía, los cuáles, por cierto, eran médicos ambos.
Diego el Bizco era un personaje muy popular en el barrio de Puerto Arturo. Vivía, lo recuerdo clarito, en unas casuchas tipo «llega y pon» que había a la orilla del mar, al lado del Sindicato Alonso Uno, a las que se accedía a través de unos viejos tablones de madera carcomida que tenían la mar debajo.
Diego se dedicaba a la compra y venta de cuanto fuera vendible y comprable, esto es, usted quería vender una silla o un sillón, una mesa o un escaparate y hablaba con Diego, le ponía precio y él se lo echaba al hombro y lo proponía por todo el pueblo. Cuando lo vendía, siempre le ganaba unos pesos por encima del precio propuesto por usted, así vivía.
Diego hablaba muy rápido, los pescadores generalmente lo hacen, y también muy alto, como si fueran sordos, quizás el constante ruido de la mar propiciara este defecto; y a Diego casi no se le entendía nada, porque además atropellaba las palabras al salir de su boca
Hay muchas historias que lo caracterizan.
Se cuenta que una vez una señora del barrio, de cierta posición social, le entregó muy discretamente varios discos del gran Caruso para que los vendiera. Aquella mujer no quería, bajo ningún concepto, que se conociera públicamente que ella estaba vendiendo, a través de Diego, sus discos; y ello fue aprovechado muy alevosamente por nuestro personaje. Pasaron los días y los días y la mujer veía que Diego el Bizco no le entregaba el ansiado dinero de la venta, pasaron semanas, Diego cruzaba por delante de ella y hacía como que no la veía, hasta un día en que la mujer se decidió y aprovechando cierta soledad de la calle se acercó a Diego y le dijo: Oiga ¿ya vendió los discos de Caruso? Y Diego, alzando la voz para ser oído por todos le respondió: ¡Mire señora, no me diga nada, que me he comido a Caruso y a todos los cantantes! La mujer desapareció como llevada por el demonio y por supuesto Diego nunca le dio un centavo. Ese era nuestro hombre. Y entonces, como ya usted debe suponer, Diego el Bizco fue el elegido para postularlo como Alcalde de Caibarién por la columna en blanco. Quién lo convenció y qué le dijeron sigue aún hoy en el más profundo misterio, solo sé que un domingo por la noche se convocó al barrio para Alonso Uno a las ocho, y fueron miles de personas que comenzaron una manifestación que recorrió todo el pueblo llevando a Diego el Bizco en hombros y portando carteles donde se leía: «Vote a Diego el Bizco alcalde por la columna en blanco». Cuando la manifestación pasó por la esquina del Cinema todos los muchachos nos incorporamos a ella y fuimos hasta el Parque La Libertad y de ahí a la glorieta que está en el medio del parque, donde había un micrófono. Diego siguió subido en hombros hasta que fue depositado junto al micrófono para que hiciera un discurso electoral, discurso que fue absolutamente incoherente, duró varios minutos y arrancó carcajadas y aplausos. Al rato se acabó el meeting y volvimos al barrio.
A la semana fueron las elecciones. Diego el Bizco sacó cinco mil ciento catorce votos.
Ganó Alonsito, pero Diego estuvo por encima de Añorga.
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