Algarabía silenciosa diría yo, algarabía subterránea, algarabía de imágenes melodiosas que interrumpen en el alma, la sacuden, la cuestionan, y ya al punto de aniquilarla, la conmueven y la salvan. Algarabía sutil, algarabía profunda, algarabía silenciosa e invisible de arroyos de fuego que queman y curan, algarabía que como una sinfonía calla sus instrumentos para luego volver estremecedora y aterradora, y así traernos los mensajes de aquellas voces que acaso pudieran ser solo una. Algarabía silenciosa diría yo para definir lo que Luis Lorente ha llamado La excepcional belleza del verano.
Y es el verano, más allá de una palabra, más allá de sus significados establecidos, una estación poética, un ir y venir entre el miedo y el desasosiego, entre la vida y la muerte, entre la vida sin retorno y los deseos de recuperarla. Es el verano, más allá de un símbolo, sustancia idílica, elemento esencial en la construcción de una existencia-baluarte que ha de revitalizarse para mantenerse erguida y fuerte ante los vendavales, temporales y huracanes del destino. Es el verano, más allá de una metáfora, una condición muy humana, una manera de soñar y vivir, una manera de amar. Verano significa patria, sangre, creación. Es Cuba, la Cuba que soñamos y anhelamos, la Cuba cuya excepcional belleza es motivo de preocupación y ocupación poéticas, razón para convertirla en poema y protegerla de sus noches antimartianas, de sus fantasmas endemoniados que amenazan la esperanza. Es Cuba, la Cuba de todos, pero también la Cuba del poeta, su Cuba, la que siempre ha acunado en su recinto muy peculiar de verla y de vivirla; Cuba, su hallazgo, como dijera Vallejo, su hallazgo personal de la vida.
Es por ello que cuando invoca a Dios para hablarle de Plácido, o cuando habla de la pasión y soledad del tren de Hershey, o cuando dice: «Huele a embori, asere, a chivo muerto»; hay un redescubrimiento de su entorno, incorpora nuevos islotes al archipiélago simbólico de la nación. Y así le escuchamos decir:
Allá saliendo casi de La Habana
envuelto en un frágil solemne aire
de agua, como una cáscara de nuez,
el tren de Hershey inicia la aventura
por las inmediaciones de la desolación.
Sin embargo, la Cuba de Luis traspasa su frontera geográfica y se convierte en un mapamundi que cuelga entre retratos de bodas y posguerras, alumbrado por la luz que alumbra el viento, la luz del mar. Cuando el bardo expresa: «Tú debes saber, señor, quién fue Gabriel Valdés, llamado Plácido, aquel mulato / solícito y airoso hermano mío / que desde entonces hizo allá en Matanzas / de nuestra antigua casa su morada», además de evocar la vida y la muerte del autor de Plegaria a Dios; sintetiza en la frase «nuestra antigua casa» su relación con un lugar que no es solo su natal Cárdenas, ni la Matanzas donde amó y fundó, ni el Vedado donde ahora vive rodeado de gatos, mujeres y poesía, ni los países que ha visitado. Esa «nuestra casa antigua» es también el universo, su universo, cuya esencia está constituida por una visión lírica que lo acompaña desde siempre.
La excepcional belleza del verano es un poemario cuyo poema homónimo es su cuerpo central. Como un río caudaloso, el poema atraviesa el blanco de las páginas para poblarlas de palabras que van edificando diferentes escenas de una pieza polirrítmica. En el texto-río desembocan los demás títulos, los cuales, amén de su función como aguas tributarias, enriquecen y fortalecen el corpus textual, muy bien concebido dramatúrgicamente.
Desde Las puertas y los pasos hasta el libro que hoy presentamos, se aprecia una extraordinaria labor. Luis Lorente, en mi modesta opinión, es una de las voces más significativas de la poesía cubana, no solo por su calidad escritural, sino también porque su obra contiene una musicalidad genuina, un cosmos auténtico y un estilo muy consolidado.
«Se levanta el telón, se corren las cortinas», dice el poeta. «Uno llueve, uno truena, uno relampaguea, se ahoga, se derrumba, cae de rodillas, víctima de un oscuro manotazo». A pesar de que muestra toda esa pesadumbre, vemos el verano, su excepcional belleza, la única luz que puede salvarnos.
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Tomado de La Ventana
Ver también: La excepcional belleza de una representación
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