
La Macorina, del escritor y periodista Miguel Ojeda Silva, es el título del libro publicado por la Editorial Letras Cubanas, para beneplácito de quienes tanto hemos escuchado ese número musical, popularizado por prestigiosas agrupaciones charangueras insulares. Con apoyo en los hallazgos de una exhaustiva pesquisa histórica y periodística, así como en los testimonios aportados por personas que conocieron personalmente a La Macorina, quien se dedicara a ejercer la prostitución como un medio de vida fácil, el también miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) indaga acerca de la coyuntura socio-histórica que dio lugar a la mítica presencia de la principal inspiradora del popular estribillo: «ponme la mano aquí, Macorina, pon, pon […]», que —desde la pasada centuria— forma parte del pentagrama sonoro insular y de un poco más allá de nuestras fronteras geográficas, así como del rico folclore caribeño.
Por lo tanto, incita al lector a meditar (hacer silencio interior para escuchar los sonidos que emite nuestro yo, el auténtico, el verdadero), acerca del alcance y la huella sociocultural dejada por La Macorina, en la memoria histórica de la población cubana.
La lectura de ese libro, escrito en forma de crónica, revela que la sociedad habanera de la época percibía a esa «señora de vida pública» como una persona bella de cuerpo, mente y alma, educada, y, además, incapaz de proferir palabras malsonantes delante de terceras personas.
Dicha narración —no exenta del chispeante humor criollo— trasciende la frontera entre lo histórico, lo artístico, lo biográfico, para elaborar un paradigma, donde convergen la espontaneidad de los testimonios de los entrevistados, y por ende, sobredimensionan el origen de la «dama del perrito y el fotuto» (fue la primera mujer en la Ciudad de las Columnas que se atrevió a conducir un automóvil), con la crudeza —que linda con el naturalismo— de las declaraciones formuladas por familiares, amigos, músicos, la prensa y personalidades de la cultura cubana con quien la famosa meretriz solía relacionarse o de quienes —sin pedir permiso— la integraron a su mundo imaginario y fantasioso.
Tan próspero resultó para la mesalina tropical el negocio más antiguo del mundo, que abrió una casa de cita (prostíbulo), en el capitalino municipio de Centro Habana, amasó una fortuna, que dilapidó con el discurrir del tiempo, compró joyas valiosísimas y varios autos, e incluso, tuvo hasta choferes particulares.
Esos argumentos, tanto los positivos como los negativos, son coherentes con el rigor profesional con que el autor maneja la documentación visual y musicográfica que ha logrado reunir, y que confirma —con creces— el desafío que simboliza la tristemente célebre popularidad de La Macorina, así como las disímiles motivaciones que generara en poetas, compositores e intérpretes, cuyo quehacer aún enriquece el acervo musical cubano.
Por otra parte, habría que destacar el hecho de que ella detestaba —con todas las fuerzas de su ser— la letra de los danzones u otros géneros musicales que había inspirado. Y que fueron interpretados por agrupaciones charangueras, algunas desaparecidas del pentagrama musical cubano, y sepultadas en el «baúl de los recuerdos», mientras que otras se mantienen hasta hoy en plena actividad…, a pesar de todos los pesares.
Ellas son: Charanga de Papaíto Torroella, Orquesta Antonio María Romeu, Orquesta de Cheo Belén Puig, Orquesta Almendra (con Dominica Verges – DV), DV y la Charanga Típica de Cuba, Orquesta Aragón, Orquesta Sensación (con Abelardo Barroso), Charanga Rubalcaba, y Orquesta Original de Manzanillo.
Por último, Miguel Ojeda Silva refiere que no se ha podido precisar con exactitud quién es el verdadero autor de La Macorina, ya que hay musicólogos e investigadores que les otorgan la paternidad —entre otros— a los maestros Tomás Corman (1885-1957) y Antonio María Romeu (1876-1955), así como al carismático cantante Abelardo Barroso (1905-1972), quien la convirtió en un verdadero hit al incluirla en el repertorio de la Orquesta Sensación. No obstante, la partitura original no consigna el nombre del creador, cuyo secreto —presumiblemente— se lo llevó a la tumba.
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