No te serán entregados los instrumentos
hasta que aprendas el rito: leer el código de las
albas el temblor imperceptible del cayado
indicando tierra buena, ojos confiables, cielos prometidos.
Yoel Mesa Falcón
Cayados.
Con este texto donde Francisco López Sacha evoca sus inicios como escritor, invitamos a participar en el Coloquio dedicado a su vida y obra que tendrá lugar en la Sala Nicolás Guillén de La Cabaña el próximo 16 de febrero a las 11:00 de la mañana con la participación de Laidi Fernández de Juan, Senel Paz y Arturo Arango, como homenaje a uno de los autores a los que se dedica la 32 Feria Internacional del Libro de La Habana.
Cuando yo no soñaba con ser escritor, y mucho menos cantante de rock, encontré en mi mochila de alfabetizador, junto a la cartilla y el manual, un curioso ejemplar de Robinson Crusoe condensado por Alejo Carpentier para la Imprenta Nacional de Cuba. A mis once años, ese único libro, leído en las noches de oscuridad serrana a la luz parpadeante de un quinqué, o en las noches de barrio marginal en el reparto La Pachanga, en Manzanillo, donde terminé la Campaña, significó mi entrada a la literatura, mi verdadero bautismo de palabras.
En realidad, entonces, todavía era un niño. Aún jugaba a las postalitas y escuchaba episodios radiales después de la lección en la casa de Gloria Bullaín, cuando una extraña fuerza me hacía retornar para volver al libro. Leía y releía sus páginas sentado en un taburete en la casa de tablas y techo de zinc donde vivía hasta sentir la emoción de construir una balsa, lanzarla al río, aprovechar la pleamar y salvar del naufragio dos barriles de pólvora, un fusil, yesca y pedernal, agujas e hilo grueso y, sobre todo, un tintero, una resma de papel, varias plumas con puntas de acero y todos los enseres posibles para sobrevivir en una isla desierta. Esos viajes sucesivos de Robinson, con la balsa a punto de zozobrar y, en particular, el conteo preciso de todos los objetos salvados, crearon la intimidad en mí. En esa lectura me refugiaba en la magia de las cosas, en un universo cerrado, y creaba sin darme cuenta mi futura adicción a las palabras y la emoción por los actos heroicos y solitarios con los que Robinson reconstruía su vida. Esos capítulos iniciales significaron para mí el encuentro placentero con la demora, con el lento decursar de la acción, con el tanteo fugaz de otros sucesos al margen de la línea principal y, finalmente, con esa diabólica gradualidad con la que Robinson se adueñaba del mundo.
Para entonces, desde el año anterior, pintaba con tempera y aquellos pinceles de cerdas finas que mi padre me compró en el taller de Horacio P. Téllez. Allí encontré de modo simultáneo el olor a cartulina nueva, a la tinta de imprenta, a la resina cromada del forro de los libros, al rojo bermellón diluido en agua, al azul prusia, al violeta, a la soledad de pintar y pintar con esos brochazos para darle vida a los cuadernos de la colección «Encuentros salvajes», con tigres de un amarillo radiante y jirafas enormes veteadas de marrón y grandes elefantes de blancos colmillos con insistencia en el lila y en el rojo y en el azul celeste y en el verde cagajón de la hierba y de los árboles dispersos en la lejanía.
Yo sabía que todo lo dominaba el color y era necesario pintar y embarrarse los dedos para sentirlo. Lo que aún desconocía era mi amor profundo por la música, que se despertó de súbito una mañana en el Campamento Granma, en Varadero, cuando Motoneta le señaló a otro muchacho un altavoz y de improviso pude escuchar a Luis Bravo cantar «Adán y Eva». En ese instante algo cambió en mí. Los vi a los dos, de pie, sonriendo, vestidos con la camisa gris acero y el pantalón verde olivo de bolsones en ese extraño páramo de sonido en la neblina de los años 60 en Cuba, y de pronto sentí que era alguien, que formaba parte de algo nuevo, que yo pertenecía a un lugar, a un país. Creo que a partir de ese instante comenzaba a tener, sin saberlo, las herramientas para ser escritor, y para amar el rock y cantarlo, y para sentir el olor y el color de mi mundo, y para dedicar mi vida a esta aventura,
Pero aún no lo sabía. Tenía que sufrir todavía mi larga y oscura adolescencia que alcanzó su plenitud en La Habana una mañana de enero de 1965 cuando escuché a Los Beatles. Soy incapaz de repetir con palabras lo que sentí entonces. Eso que escuchaba, que escapaba hacia un lado, hacia otro, que resultaba difuso y original, y único, que me comprometía con un tiempo y me integraba por primera vez a una época, era como un rencor y una profunda agonía y un deseo de vivir más allá de mis sueños y remontarme a un futuro donde no estaría solo nunca más. Todo era sombrío, hasta entonces, todo era extraño, todo era ajeno, en esa ciudad, para mí, hasta que escuché aquella paliza sonora y la lejana compañía de Los Beatles resultó mi escudo contra la desdicha. Puedo afirmar hoy que aquí se fortalecieron mis sueños, ante todo de amar y ser amado, de tener novia, de tener mujer, de saber mucho y de todo, de vivir, vivir.
Todavía tenía una idea muy difusa de los libros que leía, todavía me encerraba en la biblioteca del Acuario para leer a Verne y a Salgari, cuando leí El Motín del Caine y volví a enfrentarme con la literatura. Había algo, algo, que era como un centro secreto y hacia él se dirigían las palabras. Y estaba la belleza del cine —A pleno sol, El eclipse, La dulce vida—, que no podía comprender, pero que me imantaba, y el teatro que visité una vez en la calle Galiano para ver a mi primo Rolen Hernández en Romeo, Julieta y las tinieblas. De esa sensación, de esa angustia, del sonido de la música beat que ya dominaba plenamente, de mi amor irrenunciable a la pintura, a las palabras, a los sueños, salió mi primer texto en 1968, un cuento cuyo argumento no puedo recordar, pero que se titulaba así, «La mariposa fugaz de los sueños de amor», y que dediqué a mi amiga Minerva Román, de quien estaba enamorado en secreto.
Fue un momento de cambio. Matriculé Letras en Santiago de Cuba huyendo de las matemáticas y encontré un espacio intelectual muy propicio para la lingüística, la semiótica y el cine. Mis amigos Hugo Vergara, Guillermo Castro y René Muiños me alentaron a escribir ficción, pero entonces yo creía que solo tenía talento para la crítica. Me convertí en crítico de cine, incluso con carnet del ICAIC, y me metí de cabeza en la lectura de Umberto Eco, Galvano Della Volpe y Roland Barthes, y me acerqué al existencialismo, y fui un voraz lector de filosofía. No escribí una sola línea de ficción en esos años a pesar del empeño de Rafael Carralero y Waldo Leyva y el propio José Soler Puig. ¿Qué hacer con los sueños? ¿Por qué imaginar otra vida?
Ese era un tema de conversación en la casa de la calle Aguilera en Manzanillo donde probé el milagro de la literatura mucho después de graduarme de Letras. Allí vivía Yoel Mesa Falcón, a quien yo visitaba en las tardes para llevarle mis primeros cuentos, aquellos que escribía en una libreta, y volvía a escribir cuando me equivocaba, y recortaba entonces con una tijera, y los repetía por completo para ganar confianza mientras la libreta adelgazaba poco a poco con páginas escritas que no tenían fin. Es curioso, y lo supe después, gracias a Julio Girona. Escribía bajo la sombra de una parra en el mismo lugar donde Luis Felipe Rodríguez se sentaba a revisar sus cuentos pasados a máquina por Ángel Cañete.
Pero el trabajo continuaba allá, en la vetusta casa de madera, luego de aquel ritual en el que Yoel Mesa levantaba el ganchillo de la puerta y me señalaba hacia el cielo que perdía el azul, hacia la bóveda entristecida donde aún se percibía el tenue resplandor del sol y ya aparecían las primeras estrellas. En ese estado especial del firmamento no era de día, ni de tarde, ni de noche. Entrábamos al verdadero espacio de la magia con la complicidad de esa extrañeza. Así vivíamos, en la región más encantada del oficio, sin esperar nada, ni premios, ni reconocimientos, ni publicaciones. Solo nos bastaba leer en un estado de alucinación mientras caía la noche y tomábamos café, iluminados por la luz fría de una lámpara, que iluminaba también la obra maestra de Cézanne, El muchacho del chaleco rojo.
Yoel me miraba leer y movía hacia un lado la cabeza, y yo temblaba de miedo, y Yoel se levantaba del balance y encendía un cigarro y me decía que no. Varias veces me dijo que no. En una ocasión, levantó la cabeza y cerró los ojos. Hizo un gesto casi imperceptible con la mano hacia arriba y una ligera contracción con los labios que interpreté, de súbito, como una brusca señal de aprobación. Ocurrió en mi tercer cuento, «El informe y la vida». Entonces me detuve y me dije en silencio: «sí, puedo escribir, puedo ser escritor, puedo expresar algo distinto y quizás algo nuevo. Puedo contar, cantar y pintar contra la página en blanco».
Fue un ejercicio logrado, tal vez una revolución. Abandoné la libreta y comencé a escribir en cuartillas y aprendí a tachar y a suprimir. Imaginé una fuga con Julio César Imperatori y la conté, y la muerte del primer guerrillero en Bolivia, y un encuentro nocturno en el parque Masó entre un luchador clandestino y un oficial de la tiranía. Escribía, escribía con más soltura y no sentía la presión de la mano en el papel. Pero todavía no sabía por qué. Una noche, en el parque Céspedes, en Manzanillo, en el mismo banco donde senté a Mauricio Infante en mi relato «Los gorriones bajan al atardecer», después de soltar una larga bocanada de humo, Yoel me dijo: «Usted escribe para ser recordado, yo no, yo escribo porque la vida es». Todavía no podía entenderlo, todavía no me habían sido entregados los instrumentos. Aún me faltaba lo esencial.
Aunque ya había leído La ciudad y los perros, La guerra y la paz y El rojo y el negro. Cien años de soledad, Rayuela y Adiós a las armas, no encontraba mi tono en las cosas que escribía. Algo de mí se mantenía en secreto, en la oscuridad, algo me retenía para expresar mi mundo. Todavía peleaban en mí el crítico y el narrador, tenía la osadía de decirle a Cortázar que en su breve relato «Historia verídica» se encerraba una síntesis de toda su obra, y era incapaz de crear aún una auténtica metáfora narrativa.
Entonces me tocó sufrir, otra vez. Viví nueve meses en la calle, en el invierno de 1979, durmiendo en los portales en la estación de trenes, lejos de mi hijo y de mi hija, solas con mi destino, sintiendo que cada día podía ser el último, o ser el primero. Así comprendí a Marco Aurelio: «Vive cada día de tu vida como si vivieras en una montaña», y comprendí mejor a Yoel y empecé a comprenderme a mí mismo. Pero sobreviví.
Ya estaba casado de nuevo y el poeta Amado del Pino me visitó y me leyó su poema «La casa retoñada» y, de improviso, en un rapte me habitó una novela completa. Ella, la casa, mi gran protagonista, iba a expresar mi dolor, ella iba a alcanzar lo que yo no podía.
La novela me consumió dieciocho meses de trabajo, alternando con mis clases en Teatrología, en la maravillosa compañía de Rine Leal, Raquel Garrió y Gloria María Martínez. Cuando empecé a escribirla, en julio de 1980, todavía no había asistido al Primer Encuentro de Narradores Cubanos organizado por Joel James, Waldo Leyva, José Fernández Pequeño, Aida Bahr y Jorge Luis Hernández en Santiago de Cuba. Allí nació nuestra generación, allí estuvieron Senel Paz, Arturo Arango, Leonardo Padura, Miguel Mejides, Rafael Carralero, Abel Prieto y Guillermo Vidal, entre otros, acompañados por Jesús Díaz, Eduardo Heras León, Manuel Cofiño, Onelio Jorge Cardoso y José Soler Puig. Estaba de moda la literatura policial y algunos de sus representantes pidieron la palabra para dar fe de su trabajo, dedicado a homenajear a los heroicos combatientes del MININT. Soler Puig pidió la palabra: «Esto que voy a decir me va a traer más enemigos de los que tengo, pero lo voy a decir». Abrió los brazos: «Por eso esas novelas son tan malas». Se detuvo. «La literatura no se hace para rendirle homenajes a nadie». Yo tenía que escuchar esa verdad para saber cuál era mi camino.
Adopté desde entonces una consigna que sostengo hasta hoy: «Basta de iconos, que los tártaros pueden transportar a su país» un verso tomado del poema «Andrei Rubliov», de Yoel Mesa Falcón. Basta de mentir o de fingir la verdad o de redactar páginas inútiles para complacer a otros. Basta de hacer el juego a lo que otros quieren escuchar. Hay que sangrar para poder escribir. Sin duda, Soler no influyó en mi estilo, aunque sí en mi sentido de la existencia y en mi proyecto moral como escritor. Estaba obligado a realizar una literatura auténtica, sin concesiones, si de verdad creía en sus palabras.
En diciembre de 1981, bajo un frío inclemente, en uno de los peores inviernos importados que vivió La Habana, mientras pasaba en limpio El cumpleaños del fuego a petición de mi amigo el narrador uruguayo Fernando Butazzoni, tenía tanto dolor en las articulaciones, y en los dedos, y en todo el cuerpo, que me dije de pronto que yo no era escritor y saqué bruscamente la cuartilla del rodillo de la máquina, la misma Erika en la que todavía escribo. Entonces vino a mí la imagen viva de José Soler Puig que revisaba un manuscrito con un ojo tapado, un parche de tela en el cristal izquierdo de sus espejuelos, vino la imagen de un hombre envejecido, encorvado, tal vez triste, que miraba con tenacidad su texto bajo un foco de luz, que se entregaba a él, que lo sufría, y recogí la cuartilla y la coloqué de nuevo en el rodillo y comencé a teclear otra vez, y comprendí que la literatura, además del placer de escribir, era esfuerzo, dedicación, sacrificio, e implicaba dolor.
En ese mismo año, de visita en la casa de mi hermana en la calle Lealtad, con mi hija en brazos, Florencia vio el cuco de un reloj y se asombró del pájaro de madera que entraba y salía y se apretó a mi pecho. Más tarde me miró y sonrió con alegría. Toda la belleza del mundo me cayó encima. Así pude escribir «Arte cuántica» y expresar mi naturaleza más profunda. Escribo para despedirme, esa es mi íntima verdad. A partir de ese instante tenía la vida, con todo su dolor, y con todo su encanto, tenía la belleza, el amor, la pintura, las palabras, la música y mi propio país, y podía decir como Lezama, ritmo hesicástico, podemos empezar.
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