El fin del mundo se presenta como una epifanía, como un archivo grabado en la conciencia de la última testigo, la elegida que solo guarda la responsabilidad de lo humano en los archivos de su mente. El fin del mundo es mesiánico y, hasta cierto punto, esta es solo una revelación a cuentagotas, el testimonio de una mujer agonizante que ha percibido el milagro —y ha creído en él— mientras todo a su alrededor se desmoronaba. La mujer es una nueva María, y el ente que la habita solo la sumatoria mecánica del ciclo nacimiento-muerte-renacimiento. El valor de lo humano es el testimonio, el hecho de sobrevivir —ha sido elegida para ello— a pesar del lastre de los recuerdos.
II.
Memoria. Evocación. Flashback. Hilo del hilo. Hilo dentro del hilo. Madeja impenetrable. Los recuerdos de Milagros son, por primera vez en mucho tiempo, solo suyos. Esta condición de testigo —en letras capitulares— ha deshumanizado a nuestra protagonista, le ha quitado el derecho a la mortalidad humana. Pero el relato se contenta con mostrar a esta nueva María en su momento postrero, cuando la experimentación y el ejercicio han terminado, cuando la soledad ha tocado a las puertas de lo humano, de aquello que largamente agoniza. El texto es un manuscrito sobre la desolación y la purga, pero también un testimonio sobre el valor de la memoria. Hilo por hilo, el autor reconstruye los acontecimientos de una vida demasiado larga en experiencias, en décadas y sufrimientos. La sumatoria de la soledad.
III.
Hay un juego —es insoslayable— entre el tiempo pasado y el presente. Un juego que se vale del flashback para vincular el sentido de la pérdida con lo desolado de la situación actual. Escenarios cotidianos y extracotidianos se reúnen en un ritual, en un púlpito de sensaciones que son, de alguna manera, no únicamente la memoria de Milagros sino también la sumatoria de la memoria de la humanidad. Esa humanidad desaparecida, que ha quedado aniquilada en su propio experimento pero que, de alguna forma, sobrevive en aquel último ente, aquella criatura que ha trascendido el tiempo mortal para convertirse en una de las formas de la encarnación de lo beatífico.
IV.
Recálquese la importancia de la mirada sobre la neomitología que el autor ofrece en su texto. Podría ser este un manuscrito mesiánico pero, todo lo contrario, se convierte en un testimonio descarnado de la lucha —no tan silenciosa— entre lo divino y lo corriente, entre el Hacedor y Su criatura. Hay anagnórisis y sacrificio. Existe la anunciación pero, sobre todo, a lo que asistimos como espectadores es a la culminación del ejercicio de la fe, a la dureza de la realidad que enfrenta el ser humano cuando se sabe único y elegido, y cuando cierta parte de su ser ha sido habitada por la divinidad. Una divinidad que aquí es, de cierta forma, máquina. Una divinidad que juega a los dados, que experimenta, que copia datos y acumula la información necesaria para iniciar un nuevo ejercicio.
V.
En el dolor y la crudeza existe lo bello. El autor de este relato lo nota y, por ello, concibe el escenario de su cuento como cierto paraje que ha dejado de ser idílico pero que, incluso en su desamparo, muestra una forma ajada de belleza. La narración se detiene en los detalles, en los pequeños acontecimientos, aquellos que marcan un punto, un reborde que dota de profundidad y forma —es casi palpable— a las palabras, a ese material verbal que, de cierta manera, siempre se descompone en la lectura. Horror y preciosismo, junto a un valor de imagen que bebe de lo cinematográfico y que utiliza recursos —y móviles— del séptimo arte para presentarnos un cuadro completo —o quizás, un cuadro a trozos que el lector deberá recomponer.
De alguna manera, Bendita es el testimonio de la memoria que nos aplasta, y también de cierto apocalipsis interior donde lo humano encuentra su verdadera raíz.
Néstor Darío Figueiras (Buenos Aires el 18 de noviembre de 1973). Es escritor, músico y productor musical. Su producción literaria se enmarca principalmente dentro del género de la ciencia ficción. Ha publicado en la mayoría de las revistas digitales del género y en numerosas antologías, fanzines y revistas en papel, como la célebre revista húngara Galaktika. Sus historias han sido traducidas al francés, al catalán, al italiano, al húngaro y al griego. Entre los premios más destacados que ha obtenidos por su labor se encuentran una mención de honor del Premio “Más allá” 1991, por su cuento “Organicasa” –escrito a los dieciséis años–; una mención de honor en el Premio Andrómeda 2005, por “Reunión de consorcio”; y el primer y el segundo puesto del Premio Ictineu 2012, en la categoría “Mejor cuento traducido al catalán”, por “Reunión de Consorcio” y “El mejor de los nombres”, respectivamente. En 2016, la editorial Textosintrusos ha editado en Argentina El cerrojo del mundo está en Butteler, una antología de trece relatos que alternan ciencia ficción, fantasía y ficción especulativa. En marzo de 2017, la editorial Peces de Ciudad editó su segundo libro de cuentos, Capricho #43, el cual va por su tercera edición.
Bendita
Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.
“Sola y su alma”, Thomas Bailey Aldrich
Milagros se emociona en secreto, como lo hacen todos los viejos, mientras mira el crepúsculo a través del ventanal. Sus ojos están irritados de nostalgia, ese vicio de los que más han vivido. Los recuerdos fugaces se le quieren escapar en cada suspiro, pero ella los retiene a fuerza de no cerrar los ojos vidriosos. De viejo se recuerda con los ojos bien abiertos, aunque estén medio ciegos, porque todo lo que uno ve en derredor obliga a recordar.
Es la hora del amanecer. La mecedora rechina largamente. La madera de la noble silla se ha ido resecando junto con su ocupante, adiestrándose en la misma rutina cada mañana. Casi se diría que ella es quien empuja y no la vieja.
Todo es penumbras en la casona hasta que los primeros rayos del alba, que parecen perforar la tierra, penetran en la habitación. Entonces emergen lentamente de la oscuridad las estampitas deslustradas que empapelan las paredes y las figuras polvorientas de los santos, frente a los cuales hay velas que hace mucho tiempo permanecen apagadas. El resplandor del sol que entra por las ventanas es enfermo y senil, macilento, carente de los bríos de la juventud estelar. Sin embargo, es letal. Milagros aún no se molesta en encender los potentes filtros polarizados de los cristales. Mientras la luz nociva del amanecer trepa por el cielo sucio con pinceladas desmañadas, la vieja se asoma a la superficie vidriada y deja que las mejillas ajadas le ardan con ese escozor casi placentero. Los ojos, empequeñecidos entre tanta arruga, lloriquean al tratar de observar el mundo. La cara se le contrae. La sonrisa exhibe nueve o diez dientes amarillos, precariamente enhiestos entre encías que son como cimientos inútiles. El pelo canoso, sujeto en un rodete que parece un ovillo de lana, comienza a teñirse de la luz rojiza. Sujeta el rosario que le cuelga del cuello con la desesperación que nace de la pérdida de la fe, y murmura: Padre nuestro, que estás en los cielos…
Milagros mira el río a través de los cristales. La corriente viscosa, abrasiva, serpentea entre las estribaciones del suelo agrietado, royendo la explanada. No le preocupan los descuidados robots que cayeron al agua ayer —los últimos que quedaban en estado operativo— y que fueron corroídos por el caudal mortífero. Piensa que solo eran hojalata que adolecía de una programación flemática. Cree que ya no serán necesarios.
Ella intuye que esta mañana es diferente porque aún no ha comenzado a compilar y a transmitir compulsivamente. Aunque aún la siente dentro de sí, la máquina-ente que ha anidado en su interior durante tantos años hoy le da un respiro. Y por eso adivina que la tarea apremiante y descomunal ha sido terminada.
Ahora que puede hacerlo, solo quiere recordar por iniciativa propia. Esta mañana, cada una de sus fibras se estremece al evocar. Hoy se trata de la memoria de su cuerpo gastado, no de esa inexorable inteligencia ajena que la posee, ni de su manía de recabar minucias, de amontonar enormes pilas de datos mancomunados en imágenes contrahechas, de inventariar sus sensaciones más íntimas sin escrúpulos, haciendo que su cerebro parezca estallar. Ella intenta recordar con la sangre cuajada que le circula esforzadamente por las venas. De revivir las impresiones de su piel deslucida, de rememorar las tristezas y las bienaventuranzas acopiadas, enquistadas en su carne. Por una vez, no se trata de esos procesos maquinales y automáticos.
La visión de ayer le antepone un sinfín de imágenes a la visión de hoy…
…y ve el río —un río todavía lo suficientemente limpio como para poder pescar por diversión algún que otro mutabagre con hilo de hiperaleación—, y ve a dos chicos corriendo a lo largo de la ribera, sus filtroescudos transparentes destellando en el aire recalentado por la luz de sol. Ríen y retozan sin cesar, corriendo tras una pelota verde. También ve a su padre y a su madre, que cuidan que no se acerquen demasiado al agua. Los dos adultos también están guarnecidos con filtroescudos reverberantes. La madre sabe que un amparo mayor que el de los filtroescudos protege a su familia, aunque también sabe que no durará por siempre…
Involuntariamente, Milagros se sorprende a sí misma intentando reproducir la alborotada risa infantil tan querida. Quisiera llenar la casona con ese tintineo amado. Pero no puede. Solo logra recordar un eco vago de ese lejano sonido. Las lágrimas se agolpan en sus pestañas. Su memoria humana es frágil e imprecisa. Es incapaz de imitar la rememoración prodigiosa de las poderosas ciberneuronas de la máquina-ente. Es obvio que esta mañana el demonio que la posee ha cesado de funcionar.
Piensa en la risa perdida, piensa: la música se ha ido del mundo.
Los recuerdos la llevan hacia atrás, sin darle tregua, desfilando junto a ella en una procesión en reversa.
…y ve a los amantes retorcerse uno sobre otro, entre agitaciones y palabrotas. La luz rosada de una luna demasiado cercana entra por la ventana. La cama se queja del maltrato. Él dice, luego de la última convulsión de ella, “te amo”. Las palabras son dolorosas y cuesta trabajo pronunciarlas. Las vierte en el oído de ella sin ganas, porque a él toda la pasión se le escapó por entre las piernas. Ella sonríe, y los dientes brillan en la oscuridad. La sangre le estalla en toda la piel. Lo abraza y le contesta que también lo ama, que fue hermoso, que la abrace. Se callan y se duermen enredados hasta que el llanto del bebé los despierta en la madrugada, y ambos esperan que el otro se levante a preparar la mamadera. Ella se enoja porque él no atiende a la criatura. Él le contesta. Gritan. Se enfurruñan, y ambos terminan entibiando la leche sintética, estorbándose mutuamente, masticando reproches trasnochados. Y el bebé sigue llorando, imperativamente. Una vez que la mamadera se vació y las lágrimas cesaron, se acuestan de nuevo. Se abrazan a regañadientes y pronto vuelven a disfrutar del calor de sus cuerpos, anhelando que las horas corran hasta el próximo entrevero de piernas y lenguas. En el jardín, antes de que amanezca, rondan despatarrados algunos cadáveres, reanimados por la combinación horrorosa de desperdicios que contamina el suelo, bailoteando estupefactos como si del ensayo de una obra de espanto se tratara. Antes de dormirse, ella le recuerda que él le había prometido que se mudarían a algún otro lugar donde hubiera más gente sobre el suelo que debajo de él, y donde la que estaba debajo no saliera a pasear cada tanto. Si es que todavía existía un sitio como ése. Tal vez la ribera del río.
Ahora el sol agonizante golpea con furia la tierra asolada. La vieja siente que la piel de la cara se le incendia. Se aleja de la ventana, y a su pesar enciende los filtros del ventanal. Un brajasapo rojizo y venoso, plagado de ventosidades minúsculas, salta repentinamente sobre la cara externa del cristal, y se adhiere a ella con un desagradable chasquido, en busca del calor concentrado. Milagros se sobresalta. Bicho de mierda. Aún no se acostumbra a ellos. Recuerda que vio el primero un mes atrás, y ese descubrimiento fue la última cosa realmente interesante que compiló e informó.
Brajasapo. Se ríe con la risa cascada de los viejos: el nombre que inventó le calza a la perfección a esas cosas. Tienen aspecto de brajasapo, ni más ni menos.
Sabe que para el mediodía todas las ventanas de la casona estarán recubiertas por multitudes apretadas de esos monstruitos, las únicas criaturas que ahora viven en el exterior y que parecen disfrutar de las radiaciones letales y los gases tóxicos de la atmósfera.
Se recuesta sobre la silla rechinante y siente todo el cansancio del mundo expoliado sobre sus hombros. Y sigue recordando…
…ve un bar atestado, atrincherado en una esquina perdida entre calles distantes. La gente trajina afanosamente, tratando de eludir la guerra que golpea como un martillo oculto, inalcanzable, bajo la base de todos los cráneos. A algunos se les ve en los ojos que van aprendiendo a esperar la muerte, que han abandonado la idea de sobrevivir, una posibilidad que se hace impensable conforme pasan los días. A otros se les ve que la guerra les resulta una molestia mediática que interrumpe los negocios, el placer y el distraído y enajenado andar de sus vidas. Se les ve en el temblequeo de las manos al sostener los cigarrillos, en las ojeras moradas, en las maneras constantemente irritadas. Él la espera sentado a la mesa de siempre, la mesa de ambos, con una taza humeante en la mano. Cuando lo ve, el corazón de ella da un respingo. El amor continúa pulsando, subterráneo, subcutáneo, a pesar de la guerra. Se abalanza sobre él, y lo llena de besos. Se hablan sin dejar de mirarse a los ojos, tomados de las manos. Se admiran, insuflados por los humores de la fase más pura del amor. Entonces la alarma estalla, imponiendo un cambio de ritmo en la ciudad. Todos dejan de lado sus quehaceres. Las flechas verdes se encienden y fosforecen con fuerza, mostrando el camino más corto a los bunkers. Todos caminan con celeridad, con movimientos ya estudiados, tratando de contener el pánico. La pareja de jóvenes avanza como si un fuera una sola entidad de cuatro brazos y cuatro piernas, desesperada de amor y de terror. ¿Será una bomba de nanopunks? Qué desagradable sería morir infectado por las hordas de esos minúsculos artefactos. ¿O esta vez se trata de alguna arcaica, pero igualmente terrible bomba H? Los dos, fuertemente abrazados, llegan al bunker, bajan con la multitud a las profundidades y se ubican como pueden en la gris estancia abarrotada. Se inicia el zumbido de las máquinas recicladoras de aire. Empieza a sonar una musiquita estúpida, como si estuvieran en la sala de espera de un consultorio odontológico. Y silenciosamente se desperdigan tres o cuatro pantallas ingrávidas sobre los cientos de cabezas. Se encienden y muestran la propaganda de la guerra. Obviamente, las pérdidas sufridas por nosotros son menores, y desde luego, son ellos quienes torturan a los prisioneros en campos de concentración; y por supuesto, el Alto Mando asegura que en un plazo muy breve las acciones se desenvolverán a nuestro favor. Él comienza a hablarle al oído las palabras que tanto había ensayado. No sabe cuándo cesará la alarma y podrán regresar al bar, y no se quiere morir con esas palabras dentro de sí, sin que ella las escuche. Los ojos de ella se humedecen cuando él le propone casamiento, cuando le promete amor, hijos, y felicidad. Se humedecen también porque sabe que le sobrevivirá a él, a sus hijos y a su felicidad, que ni aún la guerra la matará. Él le muestra el anillo dorado, y se besan largamente, y el beso ahoga su angustia, mientras las pantallas siguen publicitando esa guerra esponsoreada…
Milagros se pregunta por qué habría de levantarse de su silla, si está muy vieja, y cansada, y sola. Ya no hay robots que limpien las ventanas llenas de brajasapos. La invade una tristeza profunda, nunca ha habido en el mundo alguien tan apesadumbrado como ella lo está ahora. ¡Maldito! ¿Por qué no se presenta de una vez y termina con todo esto?
Sigue evocando, inmersa en una regresión irrefrenable…
…y lo ve a Él, apareciendo como en una ensoñación, en medio de su habitación en el convento, pasmando sus sentidos crédulos de novicia apasionada. Una figura etérea, angelical, que se posa sobre ella, en medio del éxtasis de la oración y la penitencia. Permanece sumida en un silencio embriagado. Siente una paz indescriptible, y solo cuando oye Su voz dentro de sí, gime sofocadamente… Bendita tú eres, Milagros, entre todas las mujeres… ¿Una teofanía? Mi Señor… ¿Quién soy yo? ¿Qué has visto en esta, tu hija indigna, para mostrarle tu gloria? Y puede sentir entonces que Él pone algo en su interior. Ahora hay algo depositado en su seno. Se confunden en sus lágrimas el susto y la culpa aprendida entre los muros de piedra, la culpa que la asalta furiosa y la muerde al ver el placer con el que se estremece debajo de la figura vaporosa. Bendita y favorecida eres tú, para ver el final de las cosas… Ve la envidia reflejada en las madres superioras, que descreen de su experiencia, desacreditándola, denigrándola. —¡Loca! ¡Pecadora inmunda! ¡Perra blasfema!—. Finalmente se ve forzada a abandonar los hábitos. Pero nadie puede quitarle la maravilla, o el horror, de saberse elegida. Siente cómo eso va creciendo, la va invadiendo, hasta cambiarla por completo. La voz que le habla desde adentro le dice que lleva en su interior la salvación, que cobija a un ente de tejidos metálicos y órganos sintéticos que la poseerá y retardará el envejecimiento de su cuerpo penetrado. Una máquina-ente —¡un parásito!— que funcionará meticulosamente, y que se servirá de sus sentidos alterados. Un ser que no quiere ser parido, sino solo persistir en ella como si su cuerpo fuera una cáscara vacía, solo permanecer anclado en ella, prolongando la duración de su carne mientras sea necesario. Un observador puntilloso de los últimos afanes del hombre, un cronista, un corresponsal que testificará, recopilará y transmitirá. Y Él y los que con Él están —¿Cuántos serán? ¿Acaso serán iguales a Él?— observarán y escucharán durante cada mañana lo que les informe el testigo que ella cobija…
El sol mortífero ha empezado a transitar la segunda mitad de su arco en el cielo, anunciando así que la última mañana del tiempo ya ha muerto.
Cuando la temperatura exterior empieza a descender y el viento barre con furia los eriales y las ruinas, los brajasapos se retiran ruidosamente de las ventanas, dejando espumarajos viscosos y chorreantes que ensucian las paredes externas de la casona tenaz.
Entonces aparece en la estancia la figura vaporosa y blanca, tan seráfica como ella lo recuerda, inmutada, insoslayable. Aunque ella no puede dejar de maravillarse ante ese encuentro largamente esperado, le escupe el reproche contenido:
—Me dejaste sola.
—Siempre estuve contigo, bendita Milagros. Y con los tuyos, protegiéndolos. Aún ahora estoy contigo, cuando todos los demás están muertos, y cuando no hay nadie más en este mundo —la voz profunda y calma no brota de esos labios perfectos, sino que resuena dentro de ella.
Milagros calla. Difícilmente logra ocultar el devastador efecto de la abrumadora belleza de Él.
—Has estado recordando fragmentos de tu vida. Todo el día.
—Los más felices, supongo. Hasta que llegué a mi nacimiento. Porque yo nací cuando Tú me cubriste… Antes de eso no hay nada en mi memoria… —Los ojos le lagrimean a su pesar. Aprieta el rosario fuertemente, hasta que los nudillos se le ponen blancos—. Pero ya no es como esa primera vez. Antes te deseaba. Tenía fe y candidez. Ahora estoy llena de muerte. Mis ojos se colmaron de lo que me obligaste a ver. Mis sentidos se inundaron de lo que me forzó a percibir eso que pusiste en mí, eso que me convirtió en un engendro. Ahora… —El torrente de sus ojos revienta y las lágrimas contenidas desde el amanecer fluyen libres.
La beatitud inmaculada que emana de Él parece no tener piedad de su angustia y vacío. Pero aún así, ella lo ama. ¿Por qué no puede sentir otra cosa hacia Él?
Él dice, sonriendo:
—El fin del hombre y su mundo ha sido documentado a través de tus impresiones, bendita mujer. Auguramos gran éxito para este novedoso método. El Consejo de los Otros pronto analizará la valiosísima información que has compendiado y transferido. Perfeccionaremos el nuevo intento que tenemos en mente gracias a tu consagración. La máquina-ente que hospedaste durante doscientos setenta y ocho años ya no compila ni transmite. Ha finalizado su misión y ha muerto. La extirparemos de tu carne y tú vendrás con nosotros. Aún no has nacido al plano de existencia que te está reservado, Milagros. Verás la gloria de lo alto.
—¿Por qué crees que me interesa tu voluntad? ¿Te has interesado Tú en mis anhelos? Yo ya estoy cansada de vivir. No iré —y esa es su última palabra.
La consternación se dibuja en Sus rasgos etéreos por primera vez. No todo tenía que resultar perfecto; al fin y al cabo los humanos son humanos, y por lo tanto, impredecibles, piensa Él. La simulación del proyecto de su Antecesor había usado una numerosa cantidad de las llamadas “teofanías”, y había necesitado filtrar enormes cantidades de información clasificada a modo de “revelaciones” o “profecías”. Y aun había despilfarrado una tremenda cantidad de energía en una autoinoculación, que más que heroica fue innecesaria y peligrosa, seguida de un ciclo fecundación-alumbramiento-muerte-resurrección, que implicó la organización de un multitudinario equipo de “ángeles”, para seguimiento y asistencia. Y la resolución del procedimiento había sido demasiado apoteótica para su gusto. Está convencido de que ese plan padece de un sentimentalismo nocivo, y que será vetado por los Otros. Espera que, a pesar de la imprevista reacción del sujeto predestinado, el Consejo perciba que su propuesta es ostensiblemente más económica, al requerir sólo la inoculación de un Observador descartable. Y cree que también es más conveniente, al no someter el experimento a los riesgos de un esquema mesiánico. Está seguro de que lo mejor es dejar colapsar este ensayo prematuro, y echar a correr otro, perfeccionado a partir de los valiosos datos almacenados. Ansioso, piensa que la decisión del Consejo se sabrá en instantes, cuando finalice esta simulación.
Abandona solo la casona, ascendiendo suavemente. Deja hermosas estelas celestiales tras de sí.
Milagros, más vieja que nunca, se arranca el rosario de un tirón. Continúa meciéndose en la silla crujiente mientras el sol agonizante se pone por última vez. Por fin la casona es tragada por las tinieblas que purgan el universo.
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