I
Renée Méndez Capote[1]
Yo había oído hablar de una incendiaria comunista que había hundido el lujoso vapor Morro Castle y que era hija, a su vez, de un ilustre patriota de nuestra Guerra de Independencia. Y es que en mi casa se hablaba de todo, sin pudor, valorando muy poco la curiosidad y el poder de captar las cosas de los que históricamente recogíamos la migaja de los adultos.
En mi casa no sospechaban, por supuesto, que el niño distraído y hasta un poco tonto, iba a convertirse en el historiador lírico de aquella «sagrada familia». El nombre de Renée Méndez Capote por mucho tiempo resonó como una explosión de dinamita en los oídos esterilizados de la burguesía cubana: esa clase a la que ella perteneció por una ocurrencia de la historia y de la que ha sido su oveja más negra.
Renée no hundió el Morro Castle, pero hizo algo más colosal. Se batió —pluma en ristre—, qué digo, pistola en mano, contra toda la costra de su época. Dictaduras, corrupción moral o administrativa, fraudes y latrocinios, envaselinados literatos, fantoches, ídolos falsos, tuvieron en Renée su Richelieu, la escoba amarga del dios de los caminos. Yo siempre he pensado que Renée lleva una antorcha en una mano y en la otra un ciprés: destruir lo malo con el fuego de la memoria que purifica y ver crecer lo bello —que es lo necesario—, como un árbol cuyas raíces nacen de la alquimia de todo lo vivido. Los ojos del recuerdo engrandecen el mundo, es cierto.
Pero también hacen que las cosas se compongan en su sitio definitivo, desplazándolas de viejos rincones gastados o simplemente haciéndolas calar más hondo en la tierra del corazón. Renée ha sabido meter las manos en su baúl y removerlo todo. Ha sabido lanzar a la pira del olvido los desechos pútridos. Y se ha quedado con el retazo limpio y resistente que fulgura en el fondo, casi siempre debajo de los grandes trapos sobrantes.
Escándalo de La Habana «bien», por sus muchas audacias a las que ella llama atrevimientos, esta cubanita que nació con el siglo —85 años es nada cuando se ha vivido una vida que es parábola de la juventud—, cometió la hazaña de darle la patada a la sociedad dividida en clases que la vio nacer, saltando de un mullido Packard descapotable a un sitio callado entre las trabajadoras de nuestra seudorrepública. Porque supo a tiempo dar ese salto —casi mortal— se salvó de la hoguera en que gran parte de su generación se hizo cenizas. De las cenizas de muchos de esos hombres y mujeres nos escribe a veces con dolorosa cordura.
Ella que ha sobrevivido vendavales, que ha resistido azotes inclementes, injurias e ingratitudes. La quemadura íntima, la personal, no ha hecho más que convertirla en una burladora del mito de la soledad. Señora mundana por los pabellones del vacío, llena de gracia maliciosa del ángel de la jiribilla. Toda su persona, como su obra, está contaminada de ese desdén burlón, sustancia salvadora, de esa mordacidad maravillosamente inteligente con que compensa el latido del tedio cotidiano. La vida, indiscutiblemente, ha sido su mejor amiga, su maestra grande.
La vida, dirán ustedes, lo es de todos. Mas no es cierto. Hay quien no puede con la vida, quien no la sabe domar, quien no le encuentra su inmanencia, quien sencillamente no le saca partido. Renée ha vivido más. No ha tirado por la borda ese tiempo presente, mezcla, de pasado y futuro, de que hablara Elliot. «Yo vivo a plenitud. Mientras esté viva tengo que vivir. Yo estoy decidida a vivir.
Después hay mucho tiempo para descansar». Es por eso que no vemos cicatrices dolientes en su rostro, sino marcas profundas del tiempo transcurrido en gestión alegre y creadora. «Yo era una niña muy curiosa, lo quería saber todo», me dijo una tarde sentada en su estrechísimo balcón de la calle B. Esa curiosidad la llevó a registrar la entrada serena pero alucinante en las calles habaneras del Caballero de París, a percibir el rumor vocinglero de la calle, ese que tanto persiguió Proust, a dejar grabados en deliciosas viñetas los paseos de la Macorina por el Malecón o las vicisitudes del maestro de inglés en medio de un huracán del trópico.
Pero sobre todo a sacar de la memoria familiar los viejos recuerdos, apuntalados por la tradición, de las epopeyas cubanas de las guerras de nuestra independencia, que tan sensiblemente ha trasmitido a las generaciones actuales. La raíz de rebeldía que siempre la alimentó y que la ha hecho comprender profundamente la filosofía materialista —gracias también a la amistad que sostuvo durante décadas con Juan Marinello—, nos la ganó en amplia ventaja con su clase para la Revolución Cubana. ¿Y quién ignora la fidelidad sostenida por Renée a las ideas de Fidel y a la causa del pueblo cubano? «El mundo se transforma, hagámonos dignos de vivir el tiempo que alborea», escribió una vez su amigo Enrique José Varona.
Que Renée ha entendido estas palabras del maestro no se discute, y que es digna de los tiempos que alborean es una realidad palpable. Cuando la conocí en la Biblioteca Nacional, justo al triunfo de la Revolución, sentí el impacto poderoso de su magnetismo. Aún no había escrito sus Memorias de una cubanita que nació con el siglo, clásico de la literatura de memorias en todo el continente, aún las páginas indiscretas de Por el ojo de la cerradura no habían visto la luz, como tampoco los Relatos heroicos, las Amables figuras del pasado, El remolino, y ya Renée era una leyenda viva.
Recuerdo nuestras charlas durante sus guardias milicianas bajo la efigie de Minerva a la entrada de la Biblioteca Nacional. Y digo con orgullo que si yo me acerqué a ella, ella también se acercó a mí. Yo era muy joven y llevaba una boina roja de la AJR. Cuántas nostalgias de vieja revolucionaria no habrá sentido al conversar con aquel joven de aspiraciones intelectuales. Con gran calor ha recibido siempre mis respetos. Y no ha cejado jamás en abrirme su archivo, que bien puede decirse que es una parte de su corazón. Escribí una nota —creo que la primera— sobre sus Memorias de una cubanita que nació con el siglo para La Gaceta de Cuba. El tiempo ha pasado. Renée ha recogido su pinol. La historia de nuestra literatura no puede escribirse sin su nombre. Porque lo cubano, esa esencia intangible —híbrida y profunda—, graciosa y sentimental, ha tenido en Renée un virtuoso exponente. Ya conocemos de su desenfado y su fiero sentido del humor. Por eso no vamos a cerrar estas palabras con ningún lugar más común que ella pueda burlar con una carcajada estentórea. Vamos a decirle, sencillamente, lo que todos sentimos cada vez que ella nos entrega un nuevo libro: «Gracias, Renée».
* * *
II[2]
A mediados del siglo pasado apareció publicado en París el libro Viaje a La Habana, de la Condesa de Merlín. Este libro, escrito por una cubana destinada a la vida europea, ha enriquecido nuestra literatura con sus deliciosas páginas, llenas de la atmósfera de la época colonial. Las numerosas descripciones que contiene y el timbre finísimo en que está escrito, la han situado entre las obras más valiosas de nuestro siglo pasado.
Junto con los libros de los viajeros extranjeros que explotaron el país, abrió un camino para el mayor acercamiento a nuestras costumbres, a nuestro estilo de vida, a nuestro paisaje. Camino que fue recorrido por muy pocos de nuestros escritores. El tema criollo no constituía el acento principal de nuestras novelas, cuentos, narraciones, etcétera. La inclinación hacia una temática universalista, sin sedimento nacional recio, interesó a la mayoría de los escritores cubanos que publicaron durante la República. Ello no resta calidad estética a estas obras, aunque sí los desnaturaliza bastante. Pero un buen día, como decimos aquí, de zopetón, nos vemos recorriendo el Vedado de tunas espinosas, poblado el aire de auras tiñosas y totíes entre las furnias gigantescas, de la orilla derecha del Almendares.
Y es que la Universidad de Las Villas ha publicado las memorias de Renée Méndez Capote. Que nació inmediatamente antes que la República. Y como ella bien dice: «desde el nacimiento nos diferenciamos: ella nació enmendada y yo nací decidida a no dejarme enmendar». Quien lea estas memorias quedará convencido de que esta cubana que nació con el siglo, por su sensibilidad y temperamento, no pudo haberse dejado enmendar jamás. Fue hija de Domingo Méndez Capote, quien en la época que se refleja en el libro gozaba, por su prestigio, de un hogar bien acomodado.
Esta situación y la línea materna de rancio abolengo, ¿quién desconoce que los Chaple fueron criollos distinguidos?, proveen a la niña de los bienes materiales más numerosos. En medio del lujo de una familia, vamos a decir aristocrática, pero de gran calidad humana, pues casi siempre lo aristocrático va mezclado con lo deleznable, esta niña desarrolla una sensibilidad que aflora en los pasajes más variados del libro. En la bruma de los recuerdos más lejanos de su infancia surgen personajes de color humano como Nana, su niñera, «con sus manos dulces y negras donde reside la seguridad y la confianza». Y vienen a su memoria las calles estrechas y ruidosas de La Habana Vieja, en un traslado fatal de Varadero.
La autora expresa su predilección por esta playa donde «la infancia se prende en las canastas de sardinas plateadas que se fríen golosamente y se comen cabezas y todo». Allí pasó junto con su familia largos años «sobre pisos de madera y cangrejos blancos». No conocemos otras descripciones de Varadero, pero creemos que el reto por una mejor es tarea difícil.
La curiosidad que en su infancia siente la autora por los hombres humildes del pueblo es excepcional. Desde los más pintorescos y raros, hasta los más serenos y callados. Gracias a esta inquietud leemos descripciones llenas de ingenuidad y escritas con pulso fino, maduro. Como aquella de los gitanos que poblaron La Habana en los albores de la República. O la de los titiriteros, los verdaderos titiriteros, los titiriteros que tienen que existir «en alguna parte lejana y perdida, en algún rincón de tierra virgen que tiene que haberle quedado al mundo todavía…».
Renée alcanza a expresar, con todo el encanto de una página de Colette, el ambiente perfumado y religioso de la alcoba de su madre. Lo hace puntillosamente, con un afecto muy especial. Trata las reliquias con respeto pero también con alguna ironía. Confiesa que es mística y pagana a la vez.
Paralelamente con el candor y la belleza de algunas narraciones nos encontramos el dramatismo de otras. Escenas terribles, llenas de horror, como la de los pescadores náufragos del Almendares. Aquí demuestra su talento de escritora, su maestría. La chispa criolla encuentra buen leño en su vida. Así, aparecen diálogos en el libro que hacen reír al más entumecido calambuco. El capítulo donde narra su aventura en el primer automóvil que monta es de un humor candente. El revuelo que causó en toda la familia aquel acontecimiento nos da la idea de cómo deben haber sido las experiencias de los cubanos de la época sobre aquellos carros que parecían «casas que roncaran, gritaran y se estremecieran».
Desde el punto de vista etnológico e histórico el capítulo noveno es todo un tratado que veníamos deseando hacía ratos. En unas pocas líneas la autora evoca detalles objetivos de la familia cubana, de la vida social, pero solo como escalones para llevarnos a lo subjetivo de su pensamiento. El sillón, el abanico y la bata son símbolos que forman parte del contexto de la vida diaria. La autora los menciona consciente de su importancia. Los pasajes en que ocurren situaciones entre esclavos, reconstruidos de labios de su madre, añaden al libro un realismo incuestionable. Aquí, los esclavos son hombres de carne y hueso que sufren el yugo de la colonia. Nada de tipos románticos que cantan arias bajo la luna. Y es que la madre de Renée no despreciaba a los negros, ni los utilizaba con tono paternalista. Creía en ellos. Otro tema que emerge con toda la intensidad de lo legítimo, es el de la guerra de Independencia. Largos sucesos de mambises que no quedaron anónimos en nuestra historia. En ellos Renée Méndez Capote penetra con espíritu revolucionario, de gran amor por su Patria, de ternura y vigor singulares. Nosotros no sabemos si Renée tuvo pretensiones de hacer gran literatura en este libro. O si solo aspiró a dejar un panorama fiel de los primeros años republicanos, con sus memorias infantiles. Si en efecto pretendió lo primero, a nuestro juicio, lo ha logrado con innovaciones considerables. Lo segundo, el camino que dejó abierto la Condesa de Merlín, lo podrán recorrer los lectores con la seguridad de que se volverán a topar con bandadas de totíes y auras tiñosas en las calles amarillas del Vedado.
* * *
III
Llegó jadeante pero llegó[3]
Llegó jadeante pero llegó. Y no era precisamente una Sílfides. Era una señora envuelta en carnes y cerca de los ochenta años de edad. Envuelta en carnes es un eufemismo. Era una gorda deliciosa, pícara y con una juventud que cualquier quinceañera envidiaría. Fueron cuatro implacables pisos que accedían a mi apartamento de la calle 2 del Vedado. Éramos los dos del Vedado, lo que marcaba una seña de identidad, un pacto de sangre. Sobre sus calles de arboledas y sombras cruzó fugaz nuestra infancia y más fugaz aún nuestra adolescencia.
Su padre, Domingo Méndez Capote, un mambí miembro del Consejo de Gobierno de la Guerra Grande y más tarde vicepresidente del último período de Tomás Estrada Palma. El mío, descendiente de catalanes, aficionado a la historia y vendedor estrella de neumáticos en dos sucesivas compañías norteamericanas la Goodrich y la Firestone.
Llegó a mi casa con un cáustico sentido del humor y dispuesta a someterse a una entrevista para La Gaceta de Cuba y a beber un horroroso café, al que en vez de azúcar le eché dos cucharaditas de sal, porque entrevistar a una escritora tan peculiar y con una vida tan azarosa le ponía los nervios a mil a cualquiera.
Renée Méndez Capote era entre otras increíbles aventuras, sobreviviente del naufragio del Morro Castle que se hundió a pocas millas de La Habana en la década del 30. En ese mediático naufragio perdió dos manuscritos de novelas que había escrito en Nueva York pero se salvó gracias a su corpulencia que la hizo flotar sujeta a una escotilla del barco. No se arrepintió nunca de perder sus textos porque según ella eran brotes de juventud sin mayor transcendencia. Así que pelillos a la mar. Renée tenía la figura rubensniana de la Belle Époque, sin embargo, se instaló en los años 20 con una personalidad y un encanto que producía encarnizados y competitivos duelos entre los hombres.
Vamos, que tenía lo que llamaríamos hoy, mucho carisma. Sus voluptuosas formas ya no estaban de moda pero ella supo imponer los tributos de un atractivo intelectual incomparable. Tuvo amores y desamores. Se casó con un rico comerciante del jet set de esos años y luego con alguien menos conocido.
Tuvo una hija rutilante que brilló en las tablas de los más encumbrados cabarets de las décadas del 50 al 70, imponiendo los pasos de varios ritmos del momento como el Pacá, el Pilón, y desde luego su belleza. Muchas anécdotas podría contar de Maricusa Cabrera, la glamourosa hija de Renée, unas confesables, otras no. Sin embargo, no voy a dejar al lector con la miel en los labios, ahí va esta:
Ya en los años 50 cuando los Méndez Capote y la propia Renée no contaban con un patrimonio solvente y solo les quedaba el prestigio social acendrado y la estela que un padre patriota dejó en la arcas del linaje familiar, Maricusa recibía en su casa joyas de políticos y ricachones que la asediaban.
Renée, como madre austera nunca quiso aceptar los regalos de aquellos señores. Pero un día el dinero para costear los gastos de la casa no alcanzaba. A espaldas de su hija y sellando el secreto «con tinta de sangre del corazón», llegó una sortija corruscante de platino con una amatista orlada de brillantes que encandiló los achinados ojos de la escritora. La casa de empeño quedaba cerca y allí fue donde Renée guió sus pasos. Como por arte de magia la familia se recuperó.
Las ocultas martingalas de Renée jamás fueron descubiertas por su hija que siguió recibiendo regalos que tanto ella como su madre rechazaban. Renée Méndez Capote dejó lajas de sus memorias en ese libro delicioso que es Una cubanita que nació con el siglo. De él se ha hablado bastante aunque nunca lo suficiente. Cintio Vitier fue uno de los primeros que lo reseñó en una hermosa crónica escrita a las pocas semanas de haberse publicado. Fue un suceso literario y un acontecimiento para la memorialística cubana, hermana pobre de la historia, que algún día será reivindicada.
La entrevista fluyó como era de esperar, con tremendo gusto, porque ella era una mujer excepcional, aunque no llegó a tomarse el café.
Su simpatía de criolla de pura cepa ostentaba un ADN inequívoco. Yo sentía que dialogaba con alguien de mi generación, o mejor dicho con una deidad intemporal. Ella estaba a la vanguardia de la vanguardia. Había sido fundadora del Lyceum Lawn Tennis, club de mujeres de su época que rompían esquemas y violentaban el termómetro de lo que hoy llamamos cultura de género. Se adelantaron en lo político y lo cultural y ella encabezaba la tribu. Como una de las fundadoras también de la junta directiva de la Sociedad Pro Arte Musical de La Habana llevó artistas cubanos y extranjeros a hospitales, asilos de ancianos y prisiones.
Fue antimachadista, antibatistiana y murió fidelista como pocos. La bandera cubana que la cubrió parecía respirar sobre su féretro. Escribió para niños y adolescentes páginas inéditas de las guerras de independencia, así como un nostálgico Costumbres de antaño publicado por la editorial Gente Nueva. Y el indiscreto Por el ojo de la cerradura que con Una cubanita… constituyen, a mi parecer, el binomio estelar de su obra.
Su pluma no fue otra cosa que la extensión de ese ojo que todo lo observa con una mirada oblicua y a través de una cerradura para la cual solo ella tenía la llave. Halló en la catarsis de su memoria la herramienta más útil para interpretar la época que le tocó vivir. Insumisa, desoyó los discursos machistas y rechazó la politiquería. Se irguió frente a hechos que pudieron alguna vez lapidarla y escribió como quiso y lo que quiso sin hacer concesiones. Frente al estilo ampuloso, retórico y antinatural de los años en que inició su carrera de escritora, estrenó su estilo limpio, despejado y poético. Su idea de la literatura iba acompañada de una base moral y una estética pura. Uno sufre al pensar que no vivió estos años en que muchos de sus sueños se han cumplido.
Hubiera marchado junto a nosotros por el niño Elián, por los Cinco Héroes, junto a los movimientos sociales en defensa de la Humanidad, por el orgullo Gay, contra la guerra en Iraq y por supuesto junto a Chávez. Ella era hoy o mejor mañana. Nunca tuvo edad porque fue intemporal. Colocó una piedra fundacional en la literatura memorialística del siglo xx cubano. No está olvidada del todo, lo sé, pero hay que rescatarla.
* * *
Ver también Renée Méndez Capote, la cubanita que amó la Biblioteca Nacional
[1] Tomado de: Granma, febrero 16 de 1980.
[2] Publicado en La Gaceta de Cuba, Año II, no. 22, 18 de julio de 1963.
[3] Tomado de Miguel Barnet: Nuevos autógrafos cubanos, Ediciones cubanas, 2020.
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