Hace poco más de una década el muy prestigioso British Film Institute declaró a Orson Welles el mejor director de la historia del cine. Entre la boutade y el capricious appraisal, un juicio así merece, sin embargo, alguna atención, porque Welles es el hombre que hizo Citizen Kane (1941), Touch of Evil (1958), The Trial (1962) y F for Fake (1975). Cuatro obras maestras a las que cabría añadir The Lady from Shanghai (1947), donde Welles, actor y director, interpreta a Michael O’Hara, el “irlandés perverso”, el hombre que salva la vida de Elsa, la esposa de Arthur Bannister, abogado criminalista y lisiado con muletas. Bannister cumple con ella y, en agradecimiento, busca a Mike para ofrecerle trabajo en su yate.
Lo mejor, en la temprana década del cuarenta, es que Welles como director comprendió que una trama donde prosperan recelos, falsos propósitos y ambiciones mortíferas debía complejizarse (y complicarse laberínticamente) no sólo en el nivel de los hechos, sino también en paralelo, desde la perspectiva de las formas características de un estilo narrativo que tiene, en el tenebrismo y la mirada oblicua, dos marcas esenciales.
En el yate, tras una borrachera donde Bannister se desploma y Mike tiene que cuidarlo, todos le dicen a este que debe estar allí, que tiene que aceptar el trabajo y quedarse. A pesar del misterio, o del peligro encerrado en el misterio, Mike decide trabajar para Bannister. Elsa se encuentra allí, en el yate, y parece que le suplica. Y van por el Caribe, de sitio en sitio, y Mike conoce a George, el socio de Bannister. Este le propone un trato: que lo mate a él, de manera fingida, para cobrar el seguro, y que firme una confesión del crimen que no lo pondrá en peligro pues el cuerpo nunca será encontrado. Pero las intenciones de George son otras. Hará algo tras pagarle a Mike. El joven no sospecha nada. No puede ver lo que se trama frente a él. Está empeñado en apoderarse de una mujer bella e ininteligible. A medida que la acción avanza, los primeros planos se hacen numerosos. Los rostros importan mucho: el contraste entre la candidez vacilante de Mike y el cinismo grosero de George, cuya cara es siempre sudorosa y grasienta, y el que se produce entre Bannister (tullido, fachoso, de ojos saltones) y Elsa, una Rita Hayworth acabada de salir del éxito de Gilda (1946), de Charles Vidor, sólo que aquí, en la película de Welles, tiene el cabello corto y rubio y su actuación se aleja de ese mood animalizado e hipersensual.
Según Elsa, Syndey Broome —un personaje que aparece en el yate sin motivo aparente— es un detective contratado por Bannister para vigilarla. En un momento de intimidad, mientras desembarcan para hacer un picnic en la costa mexicana, este le dice a Sydney que él sabe que quieren asesinarlo. Por otra parte, George usa de vez en vez un catalejo para observar los movimientos de Mike y de Elsa. Es un mirón nato. Durante el picnic, todos excepto Mike hablan de modo reticente, con odio, aludiendo a oscuras circunstancias del pretérito. Elsa le pregunta a Bannister, que tiene un problema con el alcohol, si quiere que le cuente a Mike cómo llegó a ser su esposa. Bannister, ya ebrio, dice que no le importa que ella y Mike estén enamorados. Ella es joven y bella, él es joven y fuerte y está lejos de ser un hombre acabado.
Cuando llegan a San Francisco, de regreso, ya Elsa y Mike son amantes. Welles consigue ofrecer la dimensión intrincada y ambigua de ese viaje que más bien es una excursión fuera de los paisajes físicos. Los personajes no están atentos a los pasos y facilidades del turista. Son viajeros. Y, como viajeros, hurgan dentro de sí mismos y aceptan el tortuoso linaje que les toca comprender o rechazar. Así, por ejemplo, cuando Elsa y Mike se encuentran en el acuario de la ciudad, hablan de escapar, de los peligros que están corriendo, de la muerte fingida de George. Los amantes se mueven y por detrás de ellos también se mueven los animales y así va creándose una analogía semi-onírica entre los pequeños tiburones, las morenas, los pulpos y ellos mismos.
Sydney descubre el complot de George y le exige dinero por su silencio, pero George le dispara. Mike y Elsa oyen el disparo, y entonces Sydney entra en la cocina, ensangrentado, arrastrándose. ¿Qué ocurre, en verdad? Que el laberinto es perfecto: George quiere fingir su muerte no para cobrar un seguro, sino para tener una coartada tras asesinar a Bannister. Cuando, ingenuo, Mike simula dispararle a George, corre por una empalizada junto al mar —esta toma, muy arriesgada, es de una eficacia extraordinaria— y llama por teléfono a la mansión. Quien responde es el muy herido Sydney, quien le explica todo brevemente, antes de desmayarse y morir. George intenta matar a Bannister, pero quien termina muerto es George. Cuando Mike busca a Bannister, la policía ya está en el sitio. Y entonces lo registran y leen la confesión de un crimen extraño, disparatado.
De Mike es la voiceover que narra, con impudor irónico, cómo le fue al involucrarse en la vida de Elsa. La película es la regresión ilustrada —la voz de Michael O’Hara se encuentra lejos de ser autocompasiva— hacia una aventura peligrosa que trae una moraleja. Tras ser apresado y encarcelado, Mike es sometido a juicio. Se le acusa de la muerte de Sydney. Las sesiones del juicio son extrañas, pues aunque Bannister lo defiende, el fiscal llama al propio Bannister a declarar como testigo. Unos segundos antes de la entrada del jurado que va a condenarlo o absolverlo (en realidad Bannister odia a Mike), este traga unas píldoras (las de Bannister) y se produce una gran confusión. Y entonces escapa.
La carrera de Mike por el barrio chino de la ciudad es un modelo de ese tipo de edición que procura traducir el vértigo interior y la inevitabilidad del sobresalto. El barrio chino se hace turbio, enrevesado, se ensombrece en sus espesuras, y Mike acaba escondiéndose en un teatro. Elsa va tras él y lo encuentra. Hace como si lo protegiera. La extravagancia de las figuras, más un entorno donde el enmascaramiento disimula lo que ya se sabe, van trastornando la percepción de los hechos. Mike siente el efecto de las píldoras y cae en el suelo. Pero ya sabe que es Elsa quien ha estado detrás de las muertes, moviendo los hilos, como en ese teatro fantasmagórico que Welles usa para aumentar, en lo que a Mike concierne, las sospechas de maquinación e intriga. Todos lo han usado a su antojo. Todos.
Los acólitos de Elsa se llevan a Mike a un parque de diversiones. Allí, rodeado por efectos de ilusionismo que expresan justamente el carácter ilusorio de las verdades en que había creído, comprende, al despertarse, que Elsa y George habían planeado matar a Bannister, pero que Sydney ya sospechaba de ellos. Elsa acabaría con George tras la muerte de Bannister. Y él, Mike —un necio enamorado—, ¿dónde quedaría?
Al final, en la secuencia que ya asegura el culto rendido a The Lady from Shanghai, cada personaje se enfrenta a la multiplicación de sus identidades en el Magic Mirror Maze del parque de diversiones. Pero antes, Mike tiene que experimentar la angustia simbólica que le proporciona el ir y venir por esa Fun House demoníaca. Welles hace una relectura inmediata y funcional del ámbito —distorsión, tenebrismo— de una película como Das Cabinet des Dr. Caligari (1920), de Robert Wiene. Y así, en el Magic Mirror Maze, cada quien examina la pertinaz proliferación de la imagen del otro. Bannister y Elsa empiezan a dispararse mutuamente. Van eliminando reflejos engañosos e imágenes falsas hasta acertar. Bannister muere. Elsa queda en el suelo, abandonada por un Michael O’Hara que sobrevive a una devastación. En ese momento su semblante es el de un alucinado. Y sale de allí. Ya ha amanecido. Sus últimas palabras aluden a una certeza amarga: Everybody is somebody’s fool. Y añade este práctico consejo: The only way to stay out of trouble is to grow old.
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