Palabras leídas en el panel «60 años de El siglo de las luces» celebrado en la Biblioteca Nacional de Cuba el 12 de octubre de este año.

La música
Analizo, en este trabajo, con un enfoque esencialmente lingüístico pero de apoyo al análisis literario el dominio de experiencia sonora musical y distingo dos formas de empleo: el término musical utilizado en sentido directo y el término musical utilizado en sentido figurado. Ambos casos son extraordinariamente abundantes en El siglo de las luces.
En su sentido directo es especialmente rico el muestrario de instrumentos musicales mencionados: a la flauta (que, como sabemos, desempeña un papel protagónico), los clarinetes, las arpas, los clavicordios, los pianofortes, los violines, los címbalos, los instrumentos de madera, los órganos, los pífanos, los laúdes y las violas de gamba, (que muchos considerarían instrumentos más bien «nobles») se suman las cornetas, la batería turca, los redobles de cajas, la batería de redoblantes y las dianas, que proporcionan el tono marcial que también acompaña el relato. A estos instrumentos se añaden los de origen más popular, entre los cuales se destacan la guitarra, el tres y la vihuela, pero también hay gongs, pífanos vascongados, tamboras y tejoletas, para terminar con tambores, cencerros, calabazos, sonajas, pieles y parches de los tambores, macumbas, tambores djuka, entre otros, que suelen aparecer cuando el ingrediente africano así lo exige. Además, el concepto general de orquesta es recurrente y, en particular, la reiterada orquesta de monos.
La riqueza que refleja la selección de los instrumentos musicales en la novela es multifacética: encontramos instrumentos de cuerdas, de teclado, de viento y madera, de viento y metal, de percusión, si nos atenemos a la clasificación más tradicional; pero también hay una diferenciación entre los que encontramos en la música europea de forma más general y los que poseen una marca regional como pueden ser la vihuela, los pífanos vascongados, el tres o las tejoletas o castañuelas. A estos se suman los instrumentos de ascendencia oriental, como los gongs y la batería turca y los de evidente origen africano, como los tambores djuka. La «orquesta» que Carpentier nos revela en El siglo de las luces prefigura la concepción de barroco (como mezcla) que se va a manifestar de manera mucho más explícita en el Concierto barroco, ya que los elementos de muy diverso origen que la integran se funden en un todo armónico.
Los géneros musicales más mencionados son la música religiosa, la música militar (en la cual podemos incluir los himnos revolucionarios, muchos de los cuales surgieron como marchas militares) y la ópera. Sin lugar a dudas, son los géneros esenciales en El siglo de las luces y a ellos nos referiremos con más detalle más adelante; no obstante, para contribuir al barroquismo musical que emana de la novela, encontramos también otros géneros muy en boga en la época que describe Carpentier, tales como pregones, guarachas, canciones creoles, baladas escocesas, tonadillas, ballets, aires vascos, himnos masónicos, coplas, valses, sinfonías y toques de tambor.
Nuestro novelista no es un simple diletante, sus personajes protagónicos suelen ser, como resultaba frecuente entre las clases educadas europeas, no solo espectadores, sino también ejecutantes de buena música; por ello no es sorprendente que aparezcan muchos otros términos musicales que encontramos utilizados en su sentido directo tales como papel de música, desafinar, clave cifrado, teclado, caja armónica, ejecución, solfa, ensayo, director de orquesta, variaciones, compás, calderón, obertura, bordón, tono.
El uso metafórico de esa y otra terminología musical es también muy frecuente. A los usos ya casi banales de términos musicales para describir otros dominios de experiencia, tales como ritmo, compás, tiempo, medida, coro y registro, se suman otros de uso menos frecuente:
Tañendo la cuerda amistosa, invocaba el recuerdo de Sofía y de la casa lejana donde todos «habían vivido como hermanos». [p. 126]
Pero nada era comparable, en alegría, en euritmia, en gracia de impulsos, a los juegos de las toninas… [p. 196]
…las toninas se integraban en la existencia de la ola (…) imprimiéndole un tiempo y una medida, un compás y una secuencia. [p. 197]
Se destaca el uso reiterado del término «diapasón» en su dimensión metafórica. Y no es casual: el diapasón puede significar búsqueda de equilibrio, concertación, orden, norma, en fin, la búsqueda de todo aquello que falta en ese mundo convulso de la Revolución. En estos dos primeros ejemplos que brindo, el vocablo anda aún cerca de su empleo metafórico coloquial:
Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem… [p. 13]
A poco se alzó violentamente el diapasón de las voces. [p. 144]
Pero más tarde, el término llega a la selva y se encuentra en compañía de otros términos musicales, pero en un entorno decididamente desacostumbrado:
El rápido ensombrecimiento de la luz se acompañaba de secos capirotazos en las más altas ramazones, y, de repente, era la caída de lo gozoso y frío, hallando distintas resonancias en cada materia —dando la afinación de enredadera y del plátano, el diapasón de lo membranoso, la percutiente sonoridad de la hoja mayor. [p. 180]
Notable resulta también la descripción, que no podemos sino denominar «musical», del asma de Esteban:
Su pecho exhalaba un silbido sordo, extrañamente afinado en dos notas simultáneas, que a veces moría en una queja. [p. 18]
Pero creo que se destaca, sobre todo, la descripción mucho más musical de las sonoridades marinas, donde el desconocimiento de la terminología oscurecería decididamente la imagen que nos trasmite el narrador:
Ciertas mañanas el mar amanecía tan quieto y silencioso que los crujidos isócronos de las cuerdas —más agudas de tono cuanto más cortas fueran; más graves cuanto más largas— se combinaban de tal suerte que, de popa a proa, eran anacrusas y tiempos fuertes, appogiaturas y notas picadas, con el bronco calderón salido de un arpa de tensos calabrotes, de pronto pulsada en un alisio. [pp. 212-213]
Como último ejemplo del uso metafórico dentro del contexto musical, baste mencionar la decepción de Esteban que, destacado en el País Vasco, se siente marginado y piensa que:
…no valía la pena haber venido de tan lejos a ver una Revolución para no ver la Revolución; para quedar en el oyente que escucha, desde un parque cercano, los fortísimos que cunden de un teatro de ópera a donde no se ha podido entrar. [p. 119]
En estos casos, sobre todo, el contexto musical deja de ser una mera «banda sonora» para integrarse a la esencia misma del relato.
Veamos ahora la música no ya como concepto más bien abstracto, sino como manifestación concreta, lo que implica la alusión a obras, autores e intérpretes. En primer término, como ya dijimos, se encuentra la música religiosa. Escuchamos primeramente un requiem, luego vendrán un memento de difuntos, los salmos de la Vigilia, maitines, varios te deum, dos magnificat y el Cántico a la Virgen del Perpetuo Socorro, otro requiem, para terminar con varios Dies irae, uno de los cuales resulta ser la última cita musical de la novela. De manera que comenzamos con un requiem y terminamos con su segmento más enconado, el Dies irae, que tanto inspirara a Goethe, ya que lo cita casi íntegramente en la escena de la catedral en la primera parte de su Fausto y que, en el caso de Carpentier es una referencia reiterada, ya que además de sus frecuentes apariciones en El siglo de las luces (cuatro en total), lo encontramos en El reino de este mundo, en Los pasos perdidos, en El acoso, y en el Concierto barroco, para convertirlo así en una suerte de leit-motiv intertextual. En el caso de la novela que nos ocupa, ese día de la ira divina que reduce a cenizas toda la creación, guarda una estrecha relación con la imagen explosiva de la catedral.
He observado que esta música religiosa nunca indica autor o intérprete. Es curioso. Carpentier es un conocedor, no hay que repetirlo, de la música barroca o neo-clásica y de sus autores europeos; sabemos también que fue él quien dio a conocer a muchos la obra de nuestro Esteban Salas (presente no solo en La música en Cuba, sino también en Oficio de tinieblas, donde aparece de nuevo el Dies irae). Sin embargo, nunca se mencionan autores ni intérpretes. La música religiosa es, pues, un «fondo musical», no un espectáculo y por ello es mejor dejarla en el anonimato. Hay una excepción: los himnos masónicos de Mozart, que tal vez, como su Flauta mágica resultan demasiado «música», para ser identificados solamente con la música que acompaña los ritos de esa comunidad religiosa. No podemos estar seguros, pero tal vez mucha de la música de origen africano que se escucha en El siglo de las luces participa del mismo carácter religioso y, tal vez por ello, tampoco se precisa, no ya de autores o de títulos (lo que sería bastante difícil, si no imposible), sino que tampoco se alude directamente a sus intérpretes que se mantienen, en la inmensa mayoría de los casos, si no en su totalidad, desconocidos.
En segundo lugar, veamos la música militar y revolucionaria. Por supuesto que La Marsellesa, La Carmagnole, incluida una Carmañola americana citada in extenso, no podían faltar; es sabida la rapidez con la que estas obras se difundieron en América y la notable influencia que tuvieron, no solo por sus inflamados textos donde se hacen loas a la libertad y quedan muy mal paradas la monarquía y la aristocracia, sino también desde el punto de vista musical, como lo atestigua, por ejemplo, la primera versión de nuestro propio himno nacional. Pero también tenemos aquí los himnos El árbol de la libertad, el Himno a la Razón, El despotismo aplastado, Himno al Salitre, El despertador de los patriotas, el Cántico a los mil herreros de la Manufactura, todas de François Girouet. Este autor, hoy prácticamente olvidado, disfrutó de un considerable éxito en su tiempo gracias, justamente a este tipo de composiciones, de espíritu popular y de textos muy transparentes: allí donde la prédica de los grandes oradores de la revolución no llegaba o no era totalmente comprendida, sí llegaban las canciones de Girouet. De este autor es la canción que todos cantan en Pointe-à-Pître: J’ai tout perdu et je m’en fous (Lo perdí todo y me importa un bledo). También se escuchan las populares coplas de Los tres cañoneros de Auvernia y El despertar del pueblo, cantada por el tenor Faucompré, tan histórico como el propio Víctor Hugues. Por último, se escucha una marcha de Gossec, mejor conocido como compositor de gavotas y otros opúsculos mucho más frívolos pero que, en su momento, alcanzó gran popularidad también con esas muy oportunas marchas
Si, como hemos visto, en El siglo de las luces las obras religiosas son siempre anónimas e incluso las canciones revolucionarias pueden serlo en ocasiones, la ópera, en cambio, es espectáculo, y como tal, proclama títulos, autores e intérpretes. Dicho sea de paso: si fuera cierto que cada novela de Carpentier es una paráfrasis literaria de una forma musical, El siglo de las luces, sería probablemente la más cercana a la ópera, por su teatralidad, por su musicalidad, por ser una novela en la que los personajes principales se identifican también por su registro vocal y donde el coro es un acompañante eficaz de la trama.
Dos autores son especialmente citados: el primero, Grétry, que constituyó un vínculo entre el ya caduco neo-clasicismo (aunque revolucionario para la ópera, sobre todo francesa) de Gluck y el romanticismo (incipiente y todavía en vísperas de una consolidación con autores de ingenio superior) de Auber, de Méhul y de Halévy, ninguno de los cuales puede en rigor ser mencionado en la novela; el segundo es Rousseau. Esos dos autores, pues, Grétry y Rousseau, constituyen la antítesis estética que en el campo de la ópera nos propone Carpentier.
Si del primero se mencionan fundamentalmente Zémire et Azor y Richard Coeur de Lion (las de argumento más inocuo) y del segundo solo se alude al Adivino de la aldea, de contenido más filosófico, es porque Carpentier ha querido oponer dos maneras de concebir el espectáculo operístico: el simple entretenimiento musical de la vieja ópera del XVIII y el nuevo estilo que se aproxima, más «contenutista» y menos subordinado a la tiranía musical, donde el texto asume una importancia cada vez más creciente. Algunos años más tarde Giuseppe Mazzini, en su Filosofía de la música, sentará definitivamente las bases de la ópera del futuro: espacio ideológico y, si es necesario, político y siempre de difusión cultural, que tuvo un impacto en el mundo occidental durante todo el siglo XIX, solo comparable al del cinematógrafo en el XX.
Otros autores más o menos «clásicos» mencionados son Haydn (el más importante si exceptuamos a Mozart) del que «escucharemos» una sinfonía y Pergolesi —del que «oiremos» fragmentos de su Serva padrona ópera que, a diferencia de la mayoría de las otras aludidas, se mantiene en la actualidad en los repertorios de muchos teatros y en las grabaciones gracias a su deliciosa partitura, pero también por el atrevido tema para su época que ya se deja entrever en su título: la sirvienta que deviene ama—; esa pequeña ópera bufa (junto al Stabat mater del mismo autor) acompañará a Carpentier hasta El arpa y la sombra, cerrando así el contexto operístico en el marco de sus novelas.
También se mencionan músicos que hoy pudiéramos considerar «menores», tales como Stamitz, Monsigny, Philidor o Cannabich. Se producen asimismo vagas alusiones a dos grandes: Cimarosa y Paesiello, pero no se menciona ninguna de sus óperas. Esto confirma, en mi opinión, la tesis de que Carpentier ha querido establecer la oposición entre Grétry y Rousseau, el primero, por su superficialidad y el segundo por su carácter de músico-filósofo. Cimarosa y Paesiello, músicos de transición, sobre todo el segundo, y cuyas obras se caracterizan por un alto nivel musical y, sobre todo por contar con libretos de mayor calidad hubieran podido servir para fines semejantes, pero es obvio que el autor prefirió atenerse a los ejemplos que le brindaba Francia. No olvidemos que Mozart también hubiera sido un serio contrincante para Grétry en esta oposición que establece Carpentier: su Bastien und Bastienne nos presenta aproximadamente el mismo argumento que El adivino y la música es ya —a pesar de que el autor está en plena adolescencia— impecable, pero, sin dudas el hecho de ser austríaco lo excluyó del contraste, además de que, musicalmente hablando, hubiera sido una competencia desleal para con Grétry.
De manera marginal, aparecen otros elementos musicales: coplas, pregones, tonadillas y, en particular, la Tonada del marabú. Acaso mención especial merezca la canción creole cantada por Ogé, parte de cuyo texto es citado, y que contrasta con la balada escocesa que interpreta Sofía y el aria de Grétry cantada por Víctor. Lo que es una notable ironía del autor, ya que esa aria fue utilizada en esa época reiteradamente con un significado monárquico.
Con respecto a estas alusiones precisas a obras, autores e intérpretes, resulta interesante consultar La música en Cuba del propio autor, donde encontramos información acerca del contexto musical del Caribe en el período que abarca la novela. De hecho, el novelista Carpentier se sirvió ampliamente de lo que el estudioso ensayista Carpentier había descubierto.
La función
Hasta aquí he propuesto un estudio vertical de lo que llamamos contexto musical de El siglo de las luces, pero cabe preguntarse cómo se observa esto de manera horizontal, esto es, al ritmo de la lectura. Imaginemos que la novela es un concierto o una función de teatro lírico. Veremos que el elemento sonoro, y en particular el musical, no está distribuido de manera homogénea en la obra. Más bien aparece en momentos importantes que contrastan con el «silencio» de otros fragmentos.
El contexto sonoro (y también el musical) es fuerte en el primer capítulo; encontramos aquí orquestas, sonatas, flautas, cencerros, funciones de ópera, truenos, ruido, diapasón, silbidos, notas simultáneas caja de música y orquesta de monos y encontramos los verbos «sonar» (dos veces) y «cantar».
Luego se produce como un silencio en las secciones V, VI, VII y VIII (enfermedad y cura de Esteban, y alarma por la persecución de los francmasones). Es obvio que el casi total silencio, solo interrumpido por el asma de Esteban es también un elemento de importancia en la «banda sonora». Los silencios son parte importante de la música y nuestro novelista sabe sacar mucho partido de ellos: recordemos, por ejemplo, el siniestro silencio de La Habana a la llegada de los viajeros procedentes de México, en Concierto Barroco.
Un paréntesis sonoro en esa sección lo constituye el huracán, que viene asociado, como en casos ya citados, a la música.
El contexto sonoro y la música en particular se animan en la finca, donde se prefigura una especie de concierto barroco, por la mezcla de géneros que allí escuchamos, que es el sentido que en mi opinión tiene el concepto de «barroco» en la futura novela.
Este ambiente musical se mantiene durante el segundo capítulo hasta que llegamos a la polémica sobre la guillotina, donde se produce como un silencio. No resulta fácil imaginar qué sonoridad, musical en particular, correspondería a una temática de tal sordidez.
Vuelve la música en Pointe-à-Pître y nos acompaña hasta la última sección de ese capítulo. Se aprecia que Carpentier nos brinda casi todo el texto francés de las nostálgicas coplas del Marqués de Bouillé, lo que tiene particular importancia, dado que en ellas se aprecia la presencia de lo que el novelista llama «dialecto isleño». Otra cita, notable también, es la de la canción de Girouet en la que se califica a Jorge III de «tirano de Inglaterra» y se le hace morder el fango del oprobio.
El capítulo tercero es el más musical de todos; encontramos aquí el triunfo de la ópera en su sección XXVII. El contrapunteo Grétry-Rousseau fue suficientemente comentado más arriba, de manera que no es preciso añadir nada a su significado en el contexto de la novela. Señalemos, no obstante, que, al narrar la puesta en escena del Adivino de la aldea, Carpentier cita textualmente fragmentos del aria de Colette, sobre todo de la de Colin, ya que en esta se encuentran los pasajes cargados de significado político y dice:
El público, muy agudo en lo de agarrar alusiones al paso, supo aplaudir las estrofas dotadas de algún contenido revolucionario que el personaje de Colin, interpretado por Monsieur Faucompré, se afanaba en señalar con guiños dirigidos al Agente del Directorio, y a los oficiales y capitanes acompañados de sus amigas. [p. 224]
El cuarto capítulo, que se desarrolla en Cayena, es bullicioso, en particular la sección XXXII, donde nos encontramos con Billaud-Varennes y que contiene el único adverbio del dominio sonoro presente en toda la obra: rítmicamente. En este capítulo, además, encontramos el hermoso segmento del crucifijo que posee, desde el punto de vista sonoro un montaje muy singular. Luego de un profundo silencio que dura varias páginas, tenemos una discreta reminiscencia sonora:
…y me acuerdo ahora de la caja de música con su pastora traída a mi cuarto por aquellos Reyes en una Epifanía que me fuera particularmente dolorosa a causa de la enfermedad… [p. 245]
Pero luego hay una interrupción de ese silencio, discreta también, pero ahora decididamente sonora:
Sacado de sus reflexiones por un toque de corneta arrojado desde lo alto de la fortaleza, pasó bruscamente a pensar que la debilidad de la Revolución que tanto atronaba el mundo con las voces de un nuevo Dies irae, estaba en su ausencia de dioses válidos. [p. 246]
Se diría que asistimos a una puesta en escena donde las reflexiones del personaje, el decorado y la música se han puesto de acuerdo para sobrecogernos.
De regreso a La Habana, el contexto sonoro se anima notablemente y se hace muy musical, sobre todo en Artemisa. Donde una orquesta de treinta músicos negros interpreta obras de Stamitz, Cannabich, Telemann o Pergolessi (de nuevo se alude a La Serva padrona).
A partir de aquí disminuye el elemento sonoro, pero se activa notablemente a nuestra llegada a Madrid:
Un concertado jaleo de tacones pegaba recio, a compás de guitarras, en el suelo del piso principal… [p.373]
Aquí escucharemos la tonada del marabú, se menciona el Polo del contrabandista, se cantan soleares y recordaremos la orquesta de monos. No obstante, pronto la música vuelve a su inicial tono luctuoso.
El Dies irae cierra musicalmente la novela, que había comenzado con un réquiem. Este día de la cólera es el 2 de mayo y, en efecto, parece que se avecina el juicio final:
Las calles estaban llenas de cadáveres, y de heridos gimientes, demasiado destrozados para levantarse, que eran ultimados por patrullas de siniestros mirmidones, cuyos dormanes rotos, galones lacerados, chacós desgarrados, contaban los estragos de la guerra a la luz de algún tímido farol, solitariamente llevado por toda la ciudad, en la imposible tarea de dar con el rostro de un muerto perdido entre demasiados muertos… [p. 383]
¿Qué mejor fondo musical que un réquiem? ¿El de Mozart? Tal vez. Pero Carpentier, que gustaba de los rejuegos temporales no hubiera desdeñado la posibilidad de que fuera el de Verdi, que todavía no ha nacido. En esta ocasión lo más importante, en todo caso, no es quizás la música, sino el texto:
Dies irae, dies illa…
Y siendo explosión (la de la catedral) la última palabra del dominio sonoro en El siglo de las luces, acompañemos esa imagen del cuadro olvidado con las últimas palabras del texto ritual, en medio de las descargas de fusilería con uno de los pasajes más famosos del texto litúrgico:
Lacrimosa dies illa Qua resurget ex favilla Judicandus homo reus.
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