La tragedia de la guerra —para aquellos que, desde las alturas de la Creación, nos observan— ha de ser el hecho de atestiguar los acontecimientos, de recogerlos en un particular libro de experimentación, en un tubo de ensayo donde se va cociendo la humanidad a trozos. Ver, tomar datos y no hacer nada: he aquí la fórmula que durante milenios han aceptado estos ángeles que ya no creen en el hombre ni en su quimera, que ya apenas creen en la existencia de la divinidad que ellos mismos representan. El escenario —no podía ser otro— es el campo de batalla, espacio en el que las voces de uno y otro lado —no importa cuál— se funden, se mezclan. Es esta una ciudad babélica de referencias donde un idioma se hace amalgama del otro, donde una herida se funde en un cuajarón de sangre, donde el horror sucede y antecede, es la esencia de todo. En estas tablas de la destrucción —primer acto de la obra— aparecen los ángeles en busca del grial, de la naturaleza sagrada que es posible salvar de este escenario donde la única metamorfosis es el dolor y la muerte.
Dicho en pocas palabras, la construcción del relato no busca nada novedoso; de hecho, se percibe cierto sonsonete a lugar común, eco que aparece aquí y allá. Ni siquiera es necesario buscar debajo de las piedras para descubrir el sabor del melodrama, de la línea final que intenta extender su tela —babélica tela— hacia el lector. Sin embargo, pienso que su objetivo no apuesta por el riesgo, sino por el paso seguro hacia un terreno que el autor pudo pensar —o no— era tierra firme. Ya la imaginería visual del mundo de los ángeles bebe demasiado de la tradición cristiana que conocemos a pie de letra. No son estos personajes distintos al icono que todo lector o espectador —ni siquiera hablo de uno avezado— posee en su apartado mental de referencias. Son los ángeles de siempre: rotos, desilusionados, pero aún salvadores, que descienden a la tierra, a este espacio infernal, en busca del alma que merece ser rescatada. El escenario donde se desenvuelve la trama dista, desgraciadamente, de mostrar ángulos nuevos: es el mapa de la guerra y sus horrores que, fundidos y amalgamados, forman también parte del mundo de la imagen que ya hemos bebido hasta el hartazgo, en nuestra condición de astutos consumidores de cualquier tipo de arte, durante siglos. Finalmente, la niña de la historia —en su doble dimensión de víctima propiciatoria y criatura salvada— no es más que otro arquetipo: el del sufriente que recibirá la clemencia tras un largo camino, a veces infinito, de dolor y horror.
El entramado de los acontecimientos conduce, pues, a lo obvio: un develado de la trama en el que los ángeles cumplen su misión, incluso cuando ya han dejado de creer en ella. El resto del infierno terrenal —y sus habitantes, esos soldaditos destrozados por la guerra— permanecerá inmóvil, puesto que la ausencia de movimiento —en el sentido que iguala a movimiento con progresión dramática— es la constante. No hay Sísifo ni hay piedra. O quizás sí hay piedra, pero Sísifo no la mueve, no la sube cuesta abajo, ya que se ha cansado de realizar el menor esfuerzo. Hasta cierto punto, el cuento es una caja cerrada en la cual los personajes se revuelven, se masacran y se rompen, como los bonitos juguetes de cualquier niño en este mundo. Por instantes, el autor hace valer ciertas imágenes poseedoras de alguna belleza poética, matizadas por el lenguaje imperativo del combate: contrapunteo este que se agradece, ya que otorga otro relieve al terreno, hasta ese momento llano, de la narrativa.
Por lo demás, el cuento bien podría ser una viñeta de cómic. Sus personajes, el escenario no tan particular de la obra, incluso el lenguaje tributan a esta idea. En valor de imágenes, un relato así quizás no ofrezca mucho en cuanto a material narrativo, pero podría ser un móvil que, en manos de un buen ilustrador, daría nueva tela y cuerda para crear un mundo otro. Un mundo donde la imagen fuera el centro y la historia quedara desplazada a un segundo orden importancia.
Los ángeles, entretanto, continuarán siendo los testigos de esta función trágica que ya tanto conocemos. Se contentarán en hacer su papel, bien o mal, por los siglos de los siglos, tal y como ha sido escrito. Asistimos al ballet de sus sombras, una danza que ha sido diseñada para un modelo arquetípico que, en su repetición, habla del clamor humano en busca de consuelo y socorro.
Daniel D. Calvo nació en La Habana el 18 de abril de 1999. Creció rodeado de cómics de superhéroes y libros viejos de ciencia ficción, mitología e Historia, lo cual impactaría profundamente en sus inquietudes creativas como escritor. A la edad de trece años publica su primer cuento, «Nacido para correr» en la revista Juventud Técnica, el cual ganó mención en su concurso anual para escritos de ciencia ficción. Su relato «Gaia» fue publicado en la antología de ciencia ficción bélica Los Mundos de la Guerra de la colección Ámbar. En la actualidad estudia Artes Liberales con énfasis en Teología e Historia en el Bryn Athyn College, en Pennsylvania, Estados Unidos. Recientemente se ha adentrado en el mundo del cómic estadounidense, como guionista y editor para la editorial Konkret Comics.
Dejad que los niños vayan a él
Ahmed jaló el gatillo atravesando con una ráfaga el cuerpo inmaterial del arcángel Miguel. Con adrenalina recorriendo cada centímetro de su cuerpo preadolescente, corrió a cubrirse de las balas enemigas tras unos escombros. El ángel pasó de largo mientras el joven soldado caía en la arena, su sangre formó una corona escarlata alrededor de su cabeza.
—No vengo por ti —dijo Miguel, impasible.
—¿Y por quién venimos hermano? —preguntó Azrael, su voz dulce y fresca como usual.
Miguel se mantuvo en silencio, mientras caminaba por el campo de batalla con total indiferencia. A pesar de no ser afectado por las balas, granadas o minas, Azrael hacía un teatral intento de imitar una reacción humana al encontrarse con cualquier peligro. Un esfuerzo fútil, además de ridículo.
¿Pero quién podría burlarse de él, siendo invisible? ¿Y si alguien lo viera, sería capaz de reírse ante tanta belleza?
—Open fire.
—No sabía que habían cambiado de rifle de asalto. Cada día mejoran más sus armas, ¿por qué no aplican la ciencia que les regaló Papá para algo bueno?
—Godammit sarge, Tommy’s dead!
—Los demonios no conocen nada aparte del pecado, a pesar de que tienen todos los medios para alejarse de él.
—Allah Akhbar!
—Qué pesimista… Cualquiera diría que has perdido la fe en ellos.
—We need a doctor!
—Nunca la tuve, para empezar.
—Please don’t kill me, I’m just a kid, nonononono…
El ballet de plomo, sangre y carne desgarrada era un acompañamiento inapropiado para la discusión de dos seres divinos. Inadvertidamente para los hombres y niños del campo de batalla, sus pisadas eliminaban la negra pólvora de la arena. Pequeñas manchas de pureza en un mar de miseria humana. Tierra sagrada en el infierno.
—¿Para qué vinimos, Miguel?
—¿A qué te refieres? Vinimos a hacer nuestro trabajo, claro está. Somos guías hacia el otro mundo.
—No, ellos pueden llegar solos a donde les toca. Para eso creamos los túneles. Dime de verdad por qué querías venir.
Un soldado de dieciocho años trataba de pegar su pierna arrancada de vuelta a su cuerpo, mientras sus compañeros lo cargaban alejándolo de la batalla.
—I need to get it back on… I need to get it back on!
Un coctel Molotov causó que sus gritos incrementaran en horror por unos segundos antes de caer en silencio absoluto como una antorcha. Los que trataran de salvarlo segundos antes ahora rodaban por la arena tratando de apagar el fuego en sus uniformes y rostros.
—Duerman —susurró Azrael en los oídos de los jóvenes, causando que ellos también cesaran sus lamentos.
—Aquí estamos —anunció Miguel, señalando los escombros de lo que antes fuera una casa—. Quédate aquí, saldré en un momento.
Azrael contempló cómo su hermano se adentraba en las ruinas. Al observarlo salir de ellas acompañado de una niña de cuatro años, no pudo contener el impulso de abrir sus alas a la máxima extensión. La pequeña caminaba junto a Miguel, dócil, inmune al caos ambiental.
—Detente —susurró Miguel en su oído una vez estuvieron frente al ángel. Ella obedeció, inmutable, inconsciente de que estaba a pocos centímetros de los ángeles por los que tanto había rezado.
—Pensé que no tenías fe en ellos —dijo Azrael, observándola al borde del llanto.
—Pero ella sí tiene fe en nosotros.
Azrael dejó escapar una lágrima que al caer en la arena hizo florecer una amapola a los pies de la pequeña. Luego se agachó y quedando su rostro a la misma altura que el de ella, la besó en la frente.
Y luego le susurró que cerrara los ojos.
Y que durmiera.
Durante los pocos segundos en que el cuerpo inerte de la niña cayó al suelo, y su alma fue escoltada fuera del infierno de la mano de los ángeles, el rugido de las armas paró por completo.
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