No puedo decir que Omar Valiño sea mi amigo. Tampoco fue mi profesor durante mis años de estudio en la Facultad de Arte Teatral del ISA. Llamarlo colega sería una opción sospechosamente hipócrita, dado el escaso número de encuentros, colaboraciones o acciones profesionales en las que hemos coincidido. ¿Qué es entonces, lo que sustenta el empeño por tener, al fin, a este autor entre nosotros? ¿Por qué la persistencia de hacerlo aquí, justo sobre el escenario del Milanés, este extraño coliseo que al igual que el arte al que se debe, parece condenado a morir y renacer con inusitada persistencia? Sin ser amigo, profesor o colega, hay una condición que me une, sin ciegas devociones, al pensamiento, la ensayística y la reflexión sobre el teatro que Omar ha sabido entregarnos. Sin saberlo, y advierto que es una confesión, él ha sido para mí, eso que Eugenio Barba llama un «maestro invisible». Dicho de modo más preciso, alguien que a través de su obra—esa otra forma de hacerse presente—, me ha proporcionado descubrimientos, tomas de consciencia y repentinas iluminaciones en mi camino profesional. Un territorio analítico y ético construido por él desde y para la escena que, sin dudas, me ha ayudado a orientarme y donde me reconozco en tanto espectador especializado. De ahí el vínculo afectivo, el sentimiento de cercanía, la condición de pertenencia más allá de la distancia temporal que nos separa.
Hoy, otro destello confirma ese sentimiento y su sentido. Nuevamente un libro me hace redescubrir, palmo a palmo, un perfil más preciso del maestro. Un libro escrito en el tiempo, como él mismo recalca, que reúne en sus páginas treinta años de meditaciones sobre el teatro, esta vez desde la crítica puntual a puestas en escena, oficio que ha estado siempre en el centro de sus intereses, fascinaciones y desafíos. La publicación de La memoria imborrable: Tres décadas de crítica teatral, título que ve la luz gracias a la Editorial Letras Cubanas es, sobre todo, la manifestación concreta y cotidiana de su autor con sus tensiones y zonas de interés. La voluntad de agrupar sus valoraciones sobre la escena, dando no solo un criterio acerca de ello, sino construyendo un muro de contención a la desmemoria. Pero, ¿qué tiene de especial esta selección de críticas con relación a volúmenes precedentes que, de igual forma, registran el panorama teatral de su tiempo? ¿Por qué arriesgarme a decir que comprarlo, hojearlo, discutirlo, disfrutarlo, odiarlo o amarlo es, no solo en la Cuba teatral de hoy, más que pertinente, imprescindible? Surge así otro bucle de preguntas del que intentaré salir airoso, consciente de lo relativo que puedan ser mis argumentos —recuérdese que busco convencerlos de adquirir un libro que solo recoge las opiniones de un crítico. Ergo: nada humano le es ajeno—, pero apostando siempre a la posibilidad de poder sustentarlos, una voluntad que heredo de Omar y de tantos otros sin orden alguno de jerarquías. Vayamos por partes.
I
Cuando en 1967 aparece publicado En primera persona, especie de confesión y testamento de una época, muy lejos estaba Rine Leal de imaginar que su gesto, hoy esencial para la crítica cultural cubana, lejos de ser aplastado por los jóvenes a los que él mismo formó y llamó «la nueva pupila crítica», encontraría renovados ecos no a manera de epígonos, sino como orgánica continuidad o reinterpretación de sus claves, atravesadas por las experiencias vitales de cada cual y, sobre todo, con una mirada permeada de presente. Pido disculpas por mi pereza intelectual, pero creo haber leído solo seis de esas compilaciones y encontrar en cada una, más allá de las marcas de estilo y perspectivas particulares de cada crítico, un hilo que no teme mostrar sus conexiones con el credo teatral del autor de La selva oscura.
Sumándose a estas coordenadas, dedicado al propio Rine con tan solo abrir su portada, La memoria imborrable persiste en dejar constancia de lo acontecido en los escenarios cubanos. Y lo hace en un momento particularmente complejo, en el que la crítica parece simplificarse a un producto publicitario y a la que se le exige un cambio en sus definiciones en aras de quedar bien con todos. No es la primera vez que esto ocurre. Sin embargo, este cono de sombra que cae sobre ella a manera de déjà vu, amplifica hoy sus efectos con la inevitable presencia de youtubers, redes sociales, banalidad y supuestos líderes de opinión, residuos de un pensamiento irresponsable, obtuso y populista, ante el que la crítica, la verdadera, debe mostrarse como un ejercicio sólido, profesional, claro en el principio de que cada confrontación con el hecho artístico es útil para extraer consecuencias.
Parte de esas coordenadas recorren el libro, matizadas por otras igual de necesarias, como el cuidado por sustentar cada juicio emitido; el evitar miradas herméticas y mostrar que cada análisis genera un tipo particular de acercamiento y, cual columna de principios que sostiene todo el volumen, exponer no solo las ganancias y vacíos que pueda tener un espectáculo teatral sino, desde ese análisis específico, dialogar sobre el teatro en general e incluso —se me antoja compararlo con los hipervínculos virtuales— seguir estableciendo nexos entre éste y el público, la sociedad, la política, la humanidad y la vida.
Son conexiones que propone La memoria imborrable, un libro que corrobora aquella idea de que en Cuba, la crítica teatral parece ser, más allá de su dosis de paternalismo, la más activa y desafiante. Puede parecer atrevido lo que voy a decir, pero creo que esta compilación es ahora mismo una feliz incongruencia en el mapa crítico cubano. Y lo digo porque poco ha logrado en términos concretos aquella idea, convertida en letanía por su insistente formulación, de fomentar la cultura crítica en la sociedad. No creo que se haya avanzado mucho en esa importante aspiración cuando seguimos conviviendo con posiciones dogmáticas, puntos de vista que no temen mostrar su intransigencia o actitudes esquemáticas listas para demoler criterios discrepantes, distorsionados reflejos de un espejo que es prolongación misma de lo que hoy somos como nación.
En un momento en que se corrompe el debate limpio, la calidad y los consensos, Omar Valiño construye puentes con elementos certeros, sin excesos académicos, arriesgándose a expresar su propia percepción descubriendo las bases siempre subjetivas de su juicio, en una suerte de asiduo acompañante y no de juez. Una voz singular que, sin recurrir a visiones salomónicas, logra proyectar, desde una serie válidas de razones, lo que cree recomendable o no de una puesta y sus múltiples significaciones. Pero si estas razones aún no lo convencen hay algo más. Una suerte de pulsión que recorre el libro y que, en mi opinión, lo hace aún más atractivo.
II
Es posible que mis primeras apreciaciones hagan pensar que La memoria imborrable es un nuevo Regañón, suscrito por una suerte de Antón Ego insular, perfecto e implacable, cuyas apreciaciones son expuestas cual mandamientos. Nada más alejado de la realidad. Distante de toda noción acartonada, el libro deja ver un claro retrato del autor, su personalidad, percepciones y conflictos, no con un evidente propósito exibicionista, sino como un fundamento que confirma la vulnerabilidad del crítico que, más allá de manifestar su relación con un espectáculo, hace público el objeto de su pasión, sus anhelos y frustraciones.
Al tiempo que Omar aclara la dimensión escondida de las puestas en escena se expone, desnuda sus sensaciones y experiencias, traza una implicación biográfica con la escena que solo luego se convierte en argumento teórico. Es una delicia comprobar sus tensiones y es lo que más disfruto del libro, la oportunidad de seguir esa biografía al tiempo que se habla de Sueño de una noche de verano o Diez millones. Ver cómo el crítico confirma poco a poco su deseo de entender y defender el teatro como un nexo entre el arte, la sociedad y el público. Un teatro que participa de ese vínculo deviniendo ágora, espacio de discusión, idea que se irá afirmando en las más de sesenta memorias que aparecen en el libro. No hay ideas normativas, sino pulsiones que le son propias. La crítica aparece entonces como un cruce entre la historia del crítico y la historia que le propone la escena, en una tensión que oscila entre la revelación y la confesión. Llega a ser tan clara la imagen de quien la firma que se pueden notar las ganancias que solo da el paso del tiempo, la evolución del crítico joven, rebelde, un tanto radical, (sugiero la lectura de Mezcla fatal, sobre la puesta La casa de Tócame Roque, asumida por los grupos Buscón y Teatro del Círculo o, mejor aún, Busquemos el lugar ideal, más que una crítica, una declaración de principios, escrita hace casi 25 años ante la actitud de ciertos consagrados), al crítico más mesurado y maduro, para nada complaciente, para quien va siendo más importante no solo el qué sino también el cómo. Decir que hay una relación erótica entre el autor y el teatro puede resultar una apreciación excesiva, pero, ¿qué es toda esa pasión, amor, disgusto, aburrimiento, reconciliación, felicidad, sentido de pertenencia y aprendizaje que se amalgaman en el libro sino un vínculo que encierra —suprimiendo aquello del erotismo— cierta sensualidad? Omar se reconoce en ese vínculo y no teme compartir su única ceguera: buscar en el teatro aquello que lo proyecta mejor como individuo.
III
Sensaciones, experiencias, tomas de partido, implicaciones biográficas que terminan por constituirse en memoria, referencia bibliográfica, escritura que ayuda a mantener la sensación de supervivencia de la escena. Con La memoria imborrable, el teatro cubano cuenta con otro registro que lo salvaguarda, otro registro escrito en primera persona, con «acotaciones», «escenarios que arden» y «estaciones teatrales», un registro en el que cada representación se «piensa en voz alta» en otro «viaje a la crítica» que ojalá, sirva de bitácora para nuevos testimonios porque, al fin y al cabo, volviendo a Rine, «la batalla por un teatro mejor continúa», aunque a veces sintamos que las trincheras apenas se han movido.
Dije al principio que conocí a Omar a través de su obra. En su ensayo Trazados en el agua. Para una geografía ideológica del teatro cubano, Valiño comienza con un exergo que pertenece al poeta Roberto Fernández Retamar y cito: «Nada ha borrado el agua, de lo que fue dictando el fuego». Una certeza de ardiente presente que también podemos encontrar en este libro. Un resplandor que salva al teatro cubano de no quedar varado en los terribles océanos de la desmemoria.
Visitas: 51
Deja un comentario