
La noche de Judas, de Carlos L. Zamora, invita al lector a convertirse en testigo de las situaciones y problemáticas que se dan en la íntima cotidianidad de la vida humana. Como su título sugiere, la traición funciona como centro temático del texto, ya sea disfrazada de desilusión, de abandono, e incluso de éxtasis.
Aunque los temas no son nuevos en la narrativa cubana contemporánea, es en el uso de voces polifónicas en boca de personajes rotos, en el diálogo intertextual con la Biblia y con Baudelaire, en su estructura fragmentaria, y en su prosa poética, que sus temas se matizan lo suficiente como para apresar a un lector cómplice de la humanidad de sus historias.
Los trece relatos se dividen en dos secciones, “La noche de Judas” y “La sagrada familia”. Cada relato hace que, mientras nos adentramos en la siquis de los personajes que los protagonizan, vayamos desvelando asuntos más profundos, como el desarraigo social, el desencanto político o la crisis moral de la Cuba contemporánea. En el primer relato —el que le da nombre al libro—, vemos cómo un hombre se ve obligado a recurrir a las cartas de una amante del pasado, y a la recreación sexual con estas, para no pensar en que su mujer está «jineteando», y por si faltaba algo, tenemos una niña en medio de todo esto.
Así vamos adentrándonos en la vida de varios personajes, que, ya sea por la rutina, o el spleen, como diría Baudelaire, porque no vivieron como hubieran querido, o por su contexto sociopolítico, están encadenados a su pasado y sufren por dicha causa.
En «Las flores tardías», acompañamos en su dolor a un hombre en su monólogo donde la lluvia y el alcohol funcionan como refugio ante una soledad que lacera. Hay un diálogo directo con Las flores del mal, de Baudelaire —no solo literariamente, también en el trabajo de la forma—, donde la atmósfera creada a través de hábiles juegos retóricos se hace tangible, y el dolor del hombre y la soledad de este, nos empapa. Inevitablemente el lector termina preguntándose si no tendrá razón Baudelaire al decir: «Hay que estar siempre borracho para no sentir la carga del tiempo; hay que embriagarse sin tregua. De vino, de poesía o de virtud, pero embriagarse».
Hay un texto que, de alguna forma, puede confundir a cierto tipo de lector, a quien lamentablemente no esté familiarizado con textos filosóficos, ese sería «Tercera dimensión», es quizás demasiado abstracto, aunque Zamora trata de simplificarlo a través de las intervenciones de una voz que habla coloquialmente. En realidad, no sé si lo logra.
La segunda sección inicia con «La sagrada familia». Aquí pinta un cuadro multigeneracional de la familia cubana, expresado a través de siete voces. Cada monólogo, de cada una de las voces narrativas, agrega una nueva capa de complejidad. El abuelo refleja el vínculo con la tierra, roto por la modernidad; el padre se dejó el pellejo en las zafras por las promesas vacuas que le fueron hechas. La hija menor se va a España dejando a su hija en la isla; la niña es un recordatorio constante de la traición de su madre para el resto de los familiares. La pregunta final del viejo: «¿He sido bueno?», resume de manera perfecta la angustia ética de toda una generación.
La genialidad de la obra reside en que Carlos L. Zamora no se hace repetitivo, ni impertinente, como esos autores que agobian a un lector cansado con historias que ya no quiere escuchar. La noche de Judas invita a mirar hacia adentro, hacia rincones que en la repetición de la vida diaria se tornan invisibles, pero que están ahí, y que, de ser olvidados, aparecerán como verdugos cuando menos lo esperemos. De este modo, el autor alcanza justa universalidad.
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