De una poeta desconocida, de la cual nos es más familiar su nombre que su obra, habré de hablar, una mujer que fue recordada con motivo de su centenario por la Editorial Letras Cubanas a través de la publicación del poemario Los sabios días.[i] Las obras allí reunidas nos recuerdan que los poemas son puntas de existencia incorruptibles que caen en el mundo nominador de la unidad,[ii] pues la poética de esta autora apunta hacia una trascendencia de lo afectivo y lo moral. Ella da fe de un deslumbramiento vinculado siempre al conocimiento, al que precede el misterio y el goce de lo luminoso, pues de un diálogo con lo trascendente es testigo y forjadora:
«Los sabios días»
La gran belleza está en su genio
diario,
en esa fortaleza singular,
en la plática con esos doctores oscuros.
Una fogata de alumbramientos
por un claro día abre.
Hoy he visto las lámparas
más fervorosas, de una iluminación
inaudita.
Ellas no fracasaban,
ellas no gemían,
ellas sembraban su oro,
y sus madejas de sueños
se derramaban por la bahía de la mañana.
No estaban proscriptas,
y su belleza se bebía
en la más sana fuente, al pie de la magnitud
asombrosa del paseo.[iii]
La poesía a que nos referimos recuerda vivamente las maneras de Fina García Marruz, sin por eso perder su vibración personal. Siendo ella considerada «la otra poetisa de Orígenes», publicó la mayoría de sus libros luego del triunfo de la Revolución, y la crítica la ha vinculado, por cuestiones contextuales, a la generación de los años 50, aunque su obra está raigalmente vinculada al trascendentalismo de aquel grupo de poetas: categoriza por medio de la metáfora, metaforiza casi siempre con lo que está más allá, y es el universo de la música el caudal idóneo para su metaforizar. Pues se respira la presencia de lo teleológico. «Más allá de lo circunstancial temático, Cleva Solís tiende a hallar la trascendencia de lo cantado, que suele no evocar situaciones factuales, sino estar ligada a referentes de la cultura en sentido general».[iv] Este libro está integrado por poemas propiamente, prosas líricas y viñetas, pero es el poema corto, como enarcado en la naturaleza, el que cultiva con mayor elegancia, con más tino. Pensemos sino en textos como «Ser», donde contemplamos la sobriedad de la suficiencia, la suficiencia en la sobriedad, y una contundencia a la manera de la Dickinson, en la que está el resumen, la esencia del universo, el resumen —y la amargura— de la existencia:
«Ser»
¡Solo la soledad es sabia!
No arrogancia
No estilo.
¡El vacío golpea
y crea al huésped,
la miseria golpea
y crea al mártir!
El inocente va seguro
a la salvación.[v]
El carácter efímero, pero deslumbrante y grave, de la existencia viene a ser el asunto que se recrea en casi toda su poesía, que es límpida, contenida, cerrada, y por momentos rotunda —pues en el poeta se da la verdad como obsesión—.[vi] Lo que se traduce en líneas como la soledad, que es cantada firmemente en este cuaderno, donde llega a ser escudo y alimento, y puerta al insólito conocer; o la espera, que es aquí una metáfora trascendente en la que cabalgan lo familiar y lo ajeno del mundo, lo entrañable y el olvido;[vii] y, lo que más ha impactado a esta lectora: el canto a la plenitud perdida de la familia, ese alimento rugidor y único de la casa y la familia, que se contempla en lontananza, fiel, cuando nos abandona. Véase el poema «El hogar»,[viii] y el excelente poema «Amores», donde está sugerido, con un curioso sentido del movimiento en el tiempo, todo el suceder, el decursar de una familia, de su opulencia a su magnificación, de su pérdida a una permanente e inscrita intención evocativa:
El sol de la familia
era todo,
era lo que venía siempre,
lo que estaba allí
y no se iba,
era como se abrían los días
llenos de hondos lugares,
pasajero entrañable,
hadas de trajes amarillos,
verbo implacable en el hacer y el decir.
La madre iba
serena y apacible
en su gala de amorosa veste,
y las magnolias que sacudían
el limbo de la casa,
las magnolias floreciendo
de la mañana a la noche,
era un piano de nieblas.
Así las escrituras
de los rostros
en la corriente sin esperas,
daba a un mar
azul oscuro,
y la ribera de la casa
plañía en el oleaje,
y entonces era ya el crepúsculo.[ix]
Se respiran en esos textos breves la humildad y grandeza del espíritu interior, la autosuficiencia de la pasión junto al poder de la voluntad humana, que se equipara a la naturaleza e, incluso, puede proponerse sobrepasarla, de ahí su misión trascendente. Son protagonistas el asombro y la vivacidad de la mirada, —el paisaje latente que traza la mirada— con regusto en la contemplación. «Pues todo gran arte encierra en su centro la contemplación, una contemplación dinámica».[x] Sirva de ejemplo el poema «El árbol», compuesto por ligeras pinceladas, donde es hermoso cómo se superponen cuerpo y tronco, ser y árbol en un paisaje callado, en una música callada:
«El árbol»
Guarda la luz
aquí sus prendas
más calladas.
Un niño de oros
rueda
buscando
su corazón oscuro.
El seno herido
apenas se descubre
vaga.
El asiento
de los altos verdes
dora llamas,
alienta celestas.
El corazón
se abandona
a su celo efímero.[xi]
Aquí se recrea la naturaleza, que es de nuevo pensarla.[xii] Pero más allá de lo vibrante de la mirada, podría decirse que su poesía es el dibujo de la luz, o los trazos que la luz alumbra, cobijando el gesto firme y el temblor: luz y soledad se hermanan, dándole un sentido de plenitud a la vida, aún en sus sucesos más hostiles —brumas de un alba muy antigua, de veras única, al decir de Fina—. Ella canta tenazmente a la luz y la luminosidad, y sus textos son estancias iluminadas o en tránsito hacia ellas. En ese goce de los sentidos nos espera siempre la poesía de Cleva, «al pie de la magnitud asombrosa»,[xiii] «en una cautelosa sensación»[xiv] que llega a ser «la noche sabia de árboles de oro».[xv]
***
Tomado de La Jiribilla.
[i] —Cleva Solís. Los sabios días. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2018. La preparación de este volumen estuvo a cargo de Virgilio López Lemus, quien es el autor del prólogo y de la Cronología de la vida de la poeta que esta entrega recoge. Este es su último y cuarto libro, y fue publicado por primera vez en 1984.
[ii] [2] —René Char, «El muro de las ramas» en La letra del escriba, n. 151, La Habana, p. 7.
[iii] [3] —Cleva Solís. Ob. cit, p. 19.
[iv] [4] Virgilio López Lemus. «La generación de los años cincuenta en la Revolución» en Historia de la Literatura cubana, Instituto de Literatura y Lingüística. Editorial Letras Cubanas, T. III, La Habana, 2008, p. 112.
[v] [5] —Cleva Solís. Ob. cit, p. 32.
[vi] [6] —Véase, entre otros muchos, el poema «Imperturbable son del tiempo», p. 59.
[vii] [7] —Se está como a la espera de algo inmenso que se busca afanosamente, y lo que importa, más que todo, es este afán:
«Los documentos»
Estamos a la orilla
solitaria
de una estación,
los trenes cruzan
y pita lejos
un convoy.
En la oscuridad
el bulto de un hombre
hace señales con un farol.
¡Estos son los grandes
documentos
que reclamo,
que reciben asiento
en el corazón!
Solamente
derribo el aliento
de la espera
larga y aterida.
Entro a un sol blanco.
(p. 21).
«La mina»
Subo, bajo
me arrastro
escalera arriba
acarreo agua,
libro una batalla
que me llaga
la razón.
Limpio de polvo
los aposentos ,
parece que cavo una mina.
Caigo.
Me levanto.
Paleo.
Paleo
argamasa, de siglos.
Sumergida
en la oscuridad
el rostro de una veta
vaga
en espera
de otro rostro que la rescate.
Estoy en vuelo
limpio,
buscando, buscando
el Rostro.
(pp. 28-29).
[viii] [8] —Cleva Solís. Ob. cit, p. 49
[ix] [9] —Cleva Solís. Ob. cit, pp. 42-43.
[x] [10] – Susan Sontag. La conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez 1964-1980, Ed. Debolsillo, 2004, Barcelona, p. 41.
[xi] [11] —Cleva Solís. Ob. cit, p. 37.
[xii] [12] —«Lluvia»
Extraño
violín echa a andar.
Lo desconocido de este paraíso
rinde un tributo
callado.
¿Qué celo es el de ir
regando aromas
sin cautelas?
Las viejas memorias
hacen de pronto
sus veladas frentes.
Las ruinas arden
remendando la mirada
morada de la luz.
(p. 41).
[xiii] [13] —Cleva Solís. Ob. cit, p. 19
[xiv] [14] —Cleva Solís. Ob. cit, «De lo celeste», p. 23.
[xv] [15] —Cleva Solís. Ob. cit, «De la soledad», p. 48.
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