Seguimos celebrando en esta semana el Día del Libro, con la publicación de cuentos de autores judíos.
Shmuel Yosef Agnon nació en 1888, en el seno de una familia tradicional de estudiosos de Buczacz, Galitzia. Mientras su padre le enseñaba leyendas jasídicas, su madre lo introducía en la cultura secular.
Mientras vivió en Europa, Agnon escribió en hebreo eidish, pero al emigrar a Eretz Israel en 1908, solo siguió escribiendo en hebreo. Se instaló en la ciudad de Yaffo, donde se relacionó con el mundo literario del Sionismo Obrero (Hapoel Hatzair) y las figuras del momento: Brenner, Katzenelson, Rupin. Allí dio clases particulares y publicó su primer relato escrito enEretz Israel: «Agunot», utilizando por primera vez el seudónimo Agnon.
Atraído por la rica vida judía que se desarrollaba en Alemania, en 1913 se instaló en Frankfurt, donde tomó contacto con Martin Buber, Walter Benjamín, Gershon Scholem y con quien fue su descubridor y editor hasta el fin de su vida: Gershon Schoken. Durante 12 años residió en Alemania: se casó y allí nacieron sus dos hijos.
Después del incendio de su casa en 1924, en el que perdió toda su biblioteca, regresó a Eretz Israel y se instaló en un suburbio de Jerusalem casi desértico en esa época, Talpiot, donde vivió hasta su muerte.
Agnón pintó como ningún otro escritor los cambios experimentados por el judaísmo tradicional en la etapa postiluminista. Los estudiosos de su obra lo denominan el creador de la literatura paradójica. Sus cuentos y novelas no son realistas ni naturalistas, ni costumbristas, se los puede enmarcar en el realismo fantástico. Sus personajes son seres solitarios y a veces al borde de la esquizofrenia, que aunque creen estar solos, están acompañados por todo un pueblo que pasa por las mismas situaciones. Sus relatos parecen autobiográficos, pero solo contienen algunos detalles de su vida. Agnon se sabe perteneciente al fin de una época, pero la describe con cierta distancia, socarronamente, utilizando un lenguaje que ya es anacrónico. Aplica la ironía como una manera de distanciarse de esa realidad que conduce al absurdo.
Agnon utiliza las fuentes bíblicas, el Midrash, la Cabala, los cuentos jasídicos y las literatura judía de la Edad Media, como instrumentos en sus relatos. Escribió de tal manera, como si continuara la tradición de la Hagadá y el Midrash, utilizando un hebreo que ya no se hablaba en su época.
En 1966 recibió el Premio Nobel de Literatura junto con Nelly Sachs. En el acto de entrega dijo: «Por una gran catástrofe que le sucedió a nuestro pueblo en el año 70 por manos del Emperador Tito, nací en una de las Santas Comunidades de Israel en Galitzia, pero siempre me he visto a mí mismo como aquel que está naciendo en Jerusalem, tal vez como uno de los levitas que cantan en las gradas del Templo…»
Para los religiosos, Agnon fue un jalutz que llegó con la Segunda Aliá; para los laicos fue un talmid del mundo ya desaparecido de la escuela talmúdica. Esta dualidad se aprecia en sus personajes y en sus relatos, que transcurren acá y allá, tanto en ese mundo que se está derrumbando, como en este que está surgiendo. Describe con maestría el universo jasídico, tradicional y equilibrado que está llegando a su fin y el choque con las nuevas fuerzas creadoras que emergen.
Tres grandes obras enmarcan el proceso de integridad-desintegración-renacimiento en Eretz Israel: Hajnasat kalá (El palio nupcial), Oreaj natá lalún (Huésped por una noche) y Tmol shilshóm (Ayer y anteayer).
La primera de estas tres novelas representa el mundo jasídico, equilibrado y armonioso, con un pasado romántico. La segunda, el mundo galútico, decadente y destruido y la tercera, la opción sionista.
La lectura de la producción literaria de este autor no es fácil. Cada relato entraña diversos estratos idiomáticos y simbólicos que invitan a no quedarse en una primera lectura, sino a releer para ir descubriendo de a poco el rico mundo agnoniano.
Actualmente se puede visitar la casa de Agnon en Talpiot, recorrer sus habitaciones, su biblioteca y disfrutar de la visita guiada para aprender un poco más de este creador.
Disfrutemos de su cuento:
«Durante todo el año estuve completamente ocupado. Cada día desde la mañana temprano hasta la medianoche, solía estar frente a mi mesa de trabajo escribiendo. A veces por pura costumbre, a veces por influencia de la inspiración, que en lo recóndito del alma solemos llamar «el espíritu divino». Por ese motivo perdí el interés por todos mis otros asuntos. Y si los conservaba en la memoria era sólo para postergarlos.
Pero puesto que la víspera de Rosh Hashaná se acercaba, me dije, un nuevo año ya está aquí y he dejado muchísimas cartas sin su respuesta; me sentaré y las contestaré e ingresaré en el nuevo año sin deudas.
Tal como suelo hacer todos los días, también obré en ese día. Sólo que todos los días suelo levantarme al amanecer y en ese día me levanté a las tres de la mañana, dado que es sabido que para SELIJOT tenemos un pacto para levantarnos muy de madrugada, mucho antes que cualquiera otra noche.
Antes de ocuparme de las cartas me dije, comienza un nuevo año y lo que corresponde es comenzarlo purificado. Y puesto que las horas no me alcanzan para ir y purificarme en el río, (por las cartas), voy a darme un baño de inmersión.
En ese momento llegó Tcharni a mi casa, la anciana que me recordaba orgullosa que había trabajado ayudando en los quehaceres en casa de mis mayores aún antes que yo naciera. Me dijo Tcharni: «Tu mujer está ocupada preparando la festividad y tu la cargas con más trabajo. Ven a nuestra casa y yo te prepararé un baño caliente».
Me pareció un buen consejo. Como tengo que visitar al peluquero para cortarme el pelo para Rosh Hashaná, en el camino a la peluquería, iré y me bañaré.
Revisé las cartas y reflexioné acerca de cuáles son las que deben ser respondidas primero. Dado que son muchas y el tiempo es exiguo y es imposible responder en un día aquello que las personas escribieron durante todo un año, elegiré primero las más importantes de entre ellas, luego me ocuparé de las intermedias y por último de las de menor importancia.
Mientras estaba haciendo esto, me surgió la idea de deshacerme de las cartas irrelevantes para poder estar mejor dispuesto y responder a las cartas importantes.
La vía de lo irrelevante es entorpecer y dado que es irrelevante y no hay nada importante, es difícil sobreponerse. Pero si hubiera algún indicio de importancia en alguna carta, el tema es descubrir qué escribió el autor y qué respuesta quiere obtener.
En cuanto descubrí que no tenía nada para responder, aumentaba mi interés por responder, puesto que si las dejaba sin respuesta pesarían sobre mi conciencia y por el sólo hecho de existir me llevarían a pensamientos vanos.
Tomé mi pluma para escribir y no logré nada. ¡Qué extraño! Todo el año solía escribir sin esfuerzo y ahora que debía escribir dos o tres líneas con algún sentido, mi pluma no responde.
Dejé esta carta y tomé una carta diferente. Esta carta no era una carta sino una tarjeta para asistir a un concierto, que iba a dirigir el Rey de los músicos. Escuché decir que todo aquel que lo escucha, su mente se clarifica. Es el caso de una persona que solía ir a los conciertos pero no comprendía nada, y por lo tanto dedujo que no sabría de música. Hasta que una vez acertó a concurrir a un concierto de este director. Entonces se dijo: «Ahora sé que entiendo de música, sólo que quienes no entendían de música eran los músicos a cuyos conciertos yo asistía.»
Tomé la tarjeta para el concierto y la introduje en mi bolsillo. Las vísperas de fiesta siempre son cortas. A veces por si mismas, otras por lo que implica la preparación de la festividad.
Mucho más la víspera de Rosh Hashaná, que reúne ambos motivos ya que supone también la preparación para el Día del Juicio.
No logré responder a ninguna de las cartas hasta llegado el mediodía. Abandoné las cartas y me dije, lo que no alcanzaste a hacer antes de Rosh Hashaná no lo lograrás de aquí a Iom Kipur. Bueno, hubiera sido ingresar al año nuevo sin deudas pendientes, pero ¿qué hacer? A cartas irrelevantes; no me enseñaron a responder!
Me paré y caminé hasta la casa de mi vieja Tcharni a tomar el baño previo a la fiesta, dado que me lo preparó con aguas calientes. Cuando llegué a la casa, encontré la puerta cerrada. Rodeé la casa varias veces y cada vez que llegaba a la puerta me paraba y golpeaba. Pispeó entonces una vecina por las rendijas de la persiana y dijo: «¿Buscas a Tcharni? Fue hasta el mercado a comprar un fruto para la bendición de Sheejeianu».
Seguí dando vueltas a la casa hasta que Tcharni regresó. Lo justo hubiera sido que la anciana se disculpara ante mí, dado que tuve que esperarla y robó de mi tiempo. Pero ella no sólo no se disculpó ante mí, sino que además no paraba de hablar, sin casi tomarme en cuenta y contaba de una granada que aún madura, sus semillas no se desprendían.
Desde la torre de la Casa de las Naciones se escucharon de pronto tres voces. Miré el reloj y comprobé que se habían ido ya tres horas. Todos los días mi reloj difiere del de la Casa de las Naciones, pero hoy hizo paces con él. Y casi pareciera que el cielo se puso de acuerdo hoy con él.
¿Tanto tardé en mi camino? ¿Tanto me retrasé rodeando la casa? Así se fueron tres horas y para la llegada de Rosh Hashaná me quedan escasamente dos horas y media. Y esta anciana que sigue aún parada, hablando de la granada que madura sus semillas y que, aún no se desprenden de ella!
La interrumpí y le pregunté: «¿Preparaste el baño para mí? ¿Se calentaron ya las aguas?». Dejó Tcharni su bolsa y gritó: «¡D’s mío! Te había prometido el baño». Le dije: «¿Y no me lo hiciste?». Me respondió: «No lo hice, pero ahora te lo preparo». Apúrate Tcharni, apúrate.
¡El día no se detiene! Sacudió su dedo delante de mí y dijo: «¿Tu me apuras a mí? Sé bien que el tiempo no se detiene y tampoco yo lo haré. Ya entro, enciendo el fuego, caliento las aguas y pronto delante de ti tendrás una bañera humeante.»
Salí y paseé delante de la casa hasta que se calentaran las aguas. Pasó delante de mí el viejo abogado. Recordé entonces que tenía algo que preguntarle, pero temí que navegáramos entre palabras y no alcanzara a purificarme antes de la fiesta, ya que este abogado cuando se le consulta no lo abandona a uno. Pospuse mi pregunta para otro momento.
Para tranquilizarme volví a tomar esa tarjeta de mi bolsillo y vi que el concierto sería precisamente la primera noche de Rosh Hashaná. Extraño, yo que no soy de ir a conciertos, soy invitado a éste, precisamente la primera noche de Rosh Hashaná.
Volví a guardar la tarjeta y seguí paseando delante de la casa. Llegó entonces Hora la pequeña, mi pariente. Su voz suena dulce como el violín y toda ella es como un violín al cual el ejecutante lo acercó a una pared rota y esta cayó sobre el instrumento. Alcé mis ojos y vi su alma entristecida, le dije: «¿De dónde y hacia dónde Hora? Pareces una rama sedienta que fue por agua y no la halló.» Me dijo Hora: «¡Me voy de aquí!» Le pregunté: «¿Por qué te vas, cuál es el motivo? Todos tus días pediste de ver al director de orquesta famoso, y ahora que él llegó hasta aquí para dirigir nuestra orquesta, ¡tu te vas!». Lloró Hora aún más fuerte. «Tío, no tengo tarjeta para ese concierto». Sonreí cariñosamente y le dije: «Déjame, secaré tus lágrimas». La miré con ternura y pensé, suerte que tengo en mis manos la posibilidad de colmar el deseo de esta hermosa muchacha, que de todos los sonidos de este mundo, puede escuchar la música y de todos los directores del mundo desea escuchar precisamente a éste, que esta noche dirigirá al gran coro.
Puse la mano en mi bolsillo para tomar la tarjeta y dársela a Hora. Y volví a sonreír satisfecho como aquel que puede hacer el bien. Pero Hora no entendió mi pensamiento, se colgó de mi cuello y me besó tiernamente. De pronto olvidé qué es lo que quería y no le di a Hora su tarjeta.
Todavía aturdido por la situación, llegó Tcharni y me llamó. La estufa ardía en el baño humeante y las aguas saltaban y se elevaban hacia mí. Sin embargo, carecía de fuerzas para bañarme. Tampoco contaba con el tiempo necesario. Le dije a mi hermano: «Toma el baño por mí, soy un hombre débil y si me baño en aguas tan calientes necesitaría descansar luego y el tiempo ya no alcanza».
Dejé el baño y me encaminé a casa. Para que mi camino sea ágil, me quité el sombrero y lo llevé en la mano. Cambió el viento y me arremolinó el cabello. ¿Dónde estaba mi cabeza? Mientras esperaba el baño hubiera podido ir a lo del peluquero.
Levanté mis ojos y miré hacia el cielo. El sol estaba ya a punto de desaparecer. Fui hasta mi casa y mi cabeza, por suerte ya la sentía sobre mí.
Salió mi hija a recibirme, vestida de fiesta, alargó su dedo hasta el abismo celeste y dijo: «¡Luz! (Pensé que me está diciendo que el sol ya se puso y no dejó tras de sí señal alguna de luz. O tal vez, se refería a la vela encendida en honor a la fiesta).
Vi las velas y dije: «Ya se santificó el día, debo apurarme hacia la sinagoga». Miró mi hija mis viejas ropas y apoyó sus manos sobre el vestido nuevo para cubrirlo y así no avergonzar a su padre viejamente vestido. Sus ojos estaban cercanos a las lágrimas ya que vestía un vestido nuevo y su padre vestidos viejos, y por su padre que viste así a la hora en que el año nuevo llega.
Después de la comida nocturna salí. El cielo estaba negro, y la infinidad de estrellas brillaban en él e iluminaban la oscuridad. Ningún hombre se hallaba fuera y todas las casas estaban sumidas en el sueño, y hasta yo comencé a sumirme en el sueño.
Sólo que este sueño no era realmente sueño, sentía que mis piernas comenzaban a llevarme y así caminaba, hasta que llegué a un lugar y escuché la voz de una canción. Supe que había llegado a la sala de conciertos.
Tomé la tarjeta y entré. La sala estaba completa. Violinistas y violines, percusionistas y timbales, trompetistas y todos los ejecutantes de pie vestidos de negro tocaban sin interrupción. El gran director no se veía en el recinto, pero los músicos tocaban como si la batuta del gran director los estuviera dirigiendo.
Los músicos eran todos conocidos y reconocidos por mí de cada lugar donde había vivido. ¿Cómo era posible que todos mis conocidos y conocidas fueran convocados a un mismo lugar y en un solo coro?
Tomé un espacio, me senté y observé. Cada músico tocaba para sí mismo. En lo elevado de la melodía se unían en una sola canción. Y cada uno de los ejecutantes estaba atado a su instrumento y estos a la vez al piso del gran salón, y creían que sólo ellos permanecían así y se avergonzaban de pedir al compañero que lo liberase, o probablemente sabían que estaban unidos entre sí y a la vez a la tierra. Pero sus instrumentos unidos sonaban también por propia voluntad.
En el momento culminante, a pesar de posarse sus ojos sobre los instrumentos, no veían lo que sus manos hacían dado que todos, cual uno, se escuchaban. Y parecíame que sus oídos tampoco escuchaban ya que de tanto tocar ensordecieron.
Me despegué de mi asiento y me arrastré hasta la puerta. La puerta estaba abierta y un hombre que a mi entrada no vi, permanecía al lado de ella. Era parecido a cualquier portero, aunque tenía algo de aquel abogado que cuando uno se dirige a ellos tiene la sensación de que no va a poder despegarse. Le dije: «Quiero salir». Tomó mis palabras, las puso dentro de su boca y me respondió con el sonido de mi propia voz: «¿Salir? ¿por qué? Le dije: «Preparé mi baño y quiero llegar antes de que se enfríe». Me respondió una voz que hubiera atemorizado a un hombre aún más fuerte que yo: «¡Arde, aún arde! Además tu hermano ya lo tomó». Le respondí como disculpándome: «Estuve muy ocupado con mis cartas y no pude tomar mi baño».
Me dijo: «¿En qué cartas estuviste ocupado?» Saqué una y se la mostré. Gritó «¡Yo te la mandé!». «Precisamente quería responderte», le dije. Me miró y preguntó: ¿Qué querías responderme?» Se escondieron mis palabras por culpa de su voz y se cerraron mis ojos y comencé a palpar el aire con mis manos; de pronto me encontré parado delante de mi casa. Salió mi hija, «¿Te acerco una vela, padre? Le dije: ¿Crees que la vela podría alumbrar mi oscuridad?».
Fue y la trajo; salió una llamarada de la estufa y ardió a su alrededor. Una mujer parada delante de la estufa seguía echando leños al fuego y el humo no pude mirar. No sé si era Tcharni, la anciana, la que estaba parada frente a la estufa o era la joven Hora la que azuzaba el fuego.
Se apoderó de mí el terror y quedé como atado a la tierra, se entristeció mi alma, ya que a la hora en que todos dormían un sueño anciano, yo permanecía despierto. Aunque no sólo yo estaba despierto, sino también las estrellas en el cielo. Y a la luz de esas estrellas vi lo que vi, pero como mi alma estaba deprimida, se escondieron todas las palabras en mi boca.»
***
Tomado de Comunidad Judía del Principado de Asturias.
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