No sé si fue decisión de la autora, Aleyda Quevedo Rojas, comenzar su libro La otra, la misma de Dios [1] con esos cinco análisis que van acumulando claves de interpretación sobre la poesía que leeremos, o si fue idea de la editora, Adriana Marcelo Costa, o incluso de ambas, o de terceros que no estén a la vista. No es una buena entrada para un libro de poemas, menos si, como concuerdan las reseñas críticas, se trata de una poesía intensa y emotiva, de rigor estético, capaz de subyugar y provocar a un mismo tiempo. De verme en los zapatos de editor, habría batallado por colocar los análisis después del punto final del poemario, para que los lectores decidieran si debían demorarse un poco más en ejercicios de exégesis que, si bien son justos y agudos, entre otros méritos, para nada comulgan con la estrategia discursiva de la creación poética.
El hecho de que todos se presenten francamente exegéticos, en tono de filosofía del arte que bien presume de fina erudición, muestra cuánto terreno nos falta por ganar en los ámbitos de la recepción desprejuiciada. En todos se avala, y se defiende, como si el juicio del prejuicio heredado amenazara, el derecho a llevar el erotismo a cualquiera de las circunstancias que el deseo exija. Es tan confesional el tono de la autora que no vale darle vuelta al asunto con subterfugios epistemológicos, descargando a la persona autora de ciertas culpas confesadas por la persona hablante. Tan torrencial es el discurso poético, abierto en sus propósitos de reverenciar al sexo y su arsenal de sensaciones, que no da chance a los deslindes. De ahí que el discurso exegético se centre en el acto de escoger aristas, unos más estrictos, con un marco de estudio más focalizado y estrecho, y otros, como el de Soledad Álvarez, más abarcadores.
No quiero decir que no sea necesario, y hasta imprescindible, el acercamiento analítico y, como en los casos que anteceden al «Tratado de erotismo», pórtico que subtitula el poemario, la comprometida defensa de sus muchas audacias y sus riesgos, sino que hago un llamado a dejar que la propia poesía rompa los muros. Nadie como el lector de poesía para complejizar el inconsciente y, sobre todo, comprender y sentir la alteridad sin que medien terceros. El juego bifronte de la autora lo plantea desde el título, sacando el valor de la parodia del ámbito del entramado literario para llevarlo a su punto originario: la conducta humana. No es, sin embargo, una especie de viaje a la semilla, con el que la defensa del ser –por naturaleza erótico– anticiparía el argumento de la condición humana como descargo infalible. Todavía aludimos a las pasiones humanas como signos culpables, caprichosos o exóticos.
A diferencia de muchos antecedentes de los que parece nutrirse a plenitud, Quevedo Rojas habla desde la plena libertad del desafío, algo que ha conquistado y asumido con su propia experiencia. El yo que surge del sujeto lírico, no es separable del yo confesional que desnuda a la persona. De hecho, va a presentarse a Dios desnuda y sin ningún atributo, pero, muy importante, sin pretensiones de exclusividad, tomando, más que exigiendo, su derecho a ser de esas tantas maneras que no caben en los manuales de moral que el proceso civilizatorio aún da como adecuados. Para mí, que sé muy poco, o nada, de lo que significa el sentimiento religioso, actitud semejante se erige en desafío, en reto, más que en acto místico, mucho menos sagrado. Su religiosidad está más cerca de la tradición pagana que de la institucionalización moderna. El ruego al ¡Altísimo! que prosa en el poema «Tu aliento congela el pabellón de las orejas» (p. 48), me parece un ejercicio de regreso al paganismo, asumido sin más. Tal vez sea este el único punto en el que me resisto a aceptar cuanto plantean los analistas que prologan el libro y, lo reconozco, mi condición de ateo debilita la fuerza del precepto.
No obstante, nada de esto valdría lo suficiente si no encontramos en sus páginas un verso musical, capaz de deslizarse a través de los sentidos como el agua, ya sea en riveras mansas, aunque pocas, o en rápidos que arrastran y sacuden conciencias y prejuicios. Ni desafíos ni retos ni provocaciones –muy importante además–, tendrían un peso específico si esa actitud no fuera un germen de autenticidad que está lejos de asumir la retórica provocadora que malogra la fe en el sentimiento, sino que arrastra el dolor padecido y transmutado. Ninguno de tantos méritos epistemológicos se saltarían la valla del lector si la mirada de la autora no fuera la mirada de alguien que vive en la palabra misma, que es en su creación más acto que recurso. Hay, en cada poema, una conciencia de epopeya factual –epopeya del sexo y sus implicaciones emotivas– que deja en un plano secundario, auxiliar, el despliegue retórico.
El primer texto del libro da fe de un elemento que recorre su norma discursiva: la datación geográfica, o local, como marca testimonial, al modo del coloquialismo. Tanto el lago de la Granada nicaragüense Cocibolca, como una sex-shop de un pueblo de Granada, España, de un texto posterior, convierten el icono de localización en elemento de credibilidad testimonial. Los detalles del sitio y las personas acentúan el criterio de verdad. No son anécdotas cargadas de invención poética de corte ficcional, aderezadas por el tropo y sus ámbitos de sugerencia, sino concretas referencias que transmutan la anécdota en poema. De la vastísima herencia de la poesía coloquial hispanoamericana, Aleyda ha asimilado su sed de revelar esencias preteridas por lo cotidiano, o por el juicio de valor que las excluye por pedestres –recuérdense la Odas nerudianas, o las conversaciones galantes de Parra, como un par de tantísimos ejemplos–, y ha religado con justos resultados la claridad de los giros de composición poética.
Anuncia además en ese texto, otro recurso de composición habitual en su poética: el nombramiento o descripción de la naturaleza en calidad de metáfora del instinto humano, privilegiadamente erótico. «Secretamente –escribe– cuando sueño, / es el lago el que me posee / en mi verdadera naturaleza». (p. 37). Sin embargo, señalará en versos del poema siguiente que la «eficaz forma de entendimiento» se halla, justamente, en «la fuerza de las emociones». La sinestesia entre naturaleza y emoción no se presenta con métodos de simple relación directa, o transmutaciones binarias, sino a través de complejas emociones que van a escudarse en ejercicios de figuración de estilo de complejidad muy parca, y comedida. Con la intención de precisar el sentido, hay voluntad estilística, lo que se aprecia en condición de norma al avanzar en la lectura.
Por otra parte, las descripciones del acto erótico, o sexual, que son profusas y manejan con tranquilidad anatómica lo explícito, tienden a metaforizar zonas referentes del arte, o la literatura, en un juego bifronte que funde la vivencia elemental que se describe con el legado cultural que se evoca. Es ese el momento en que la autora se vale de la cita y asume el más peligroso salto de su norma estilística: confiar la esencia del sentido a la referencia de fondo. En ocasiones, ese lector que desconoce el código –ese sí recóndito y sin pistas–, y no descubre a qué alude la palabra, pasa la página sin mucho que añadir a su propio sentimiento, incluso el del placer de descubrir los mecanismos de composición, tan caro a los gremios especializados. No son la mayoría, por suerte, y es posible aceptarlos como uno más de los tantos desafíos.
En tanto la atención de la lectura privilegia el sentido y la emoción, antes que el estilo discursivo y las normas lingüísticas y de composición retórica con que la poesía se expresa, el recurso de mayor relevancia en la poética de Aleyda Quevedo, a mi juicio, es el uso de la alteridad como distanciamiento crítico y, a la par y religado, como un mecanismo constante de pulsar la fuerza de las emociones. Hay numerosos ejemplos análogos a estos: «cosas del amor a las que voy / con más curiosidad que fe». (p. 52), «me engaño anhelando / una forma de amor» (p.75), «Río que fui / y que no puede salir al mar / por lo inevitable del orgullo» (p. 81), «habiendo mentido tanto / aquí estoy verdadera» (p.74), «la fiebre por mal de amor aturde, extenúa, / más tarde ilumina el espíritu» (p. 53).
Su personal ontología del erotismo, desde la perspectiva del sexo más que desde el arsenal simbólico, da vuelta al entramado retórico, que se ha deslizado casi imperceptible entre tanto llamado al desafío, y germina en arsenal simbólico. Así se asume en poesía vital el resultado del paso del tiempo y el arribo a un recuerdo que es olvido que reniega de serlo. El carácter efímero y circunstancial del hecho que provoca, atesora su esencia solo en ese instante descrito, captado por un ojo que es lente, para convertirse después en esa especie de olvido renegado que insufla de líricos poderes a la persistente ironía de distanciamiento crítico. La carga de Sísifo que llevan los conceptos de separación y abandono se aligera, para dejarse rodar por la pendiente, a un abismo cualquiera. La sección «El erotismo de los corazones» es pródiga en finales desafortunados, es decir, en historias que, para las convenciones civilizatorias, no terminan bien, pues se supone que toda ruptura significa fracaso. Por sobre muchas cosas con las cuales Quevedo Rojas corta, sin tapujos ni culpas camufladas, esta es la esencial, insisto en que a mi juicio. De ahí que el poema «Lo que se aprieta entre las piernas» (p. 51) concluya con una sentencia como esta: «Lo que ella, seguramente, es».
En su conjunto, La otra, la misma de Dios, es una desafiante metáfora del erotismo que no solo se salva a favor de la emancipación femenina y la liberación del cuerpo, sino además, y esencialmente, de la fe en el poema, tan relegado en esta era de industrias culturales.
[1] Aleyda Quevedo Rojas: La otra, la misma de Dios, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2019, 154 pp. ISBN: 978-959-0908-3. Solo se consignarán las páginas cuando las citas pertenezcan a esta misma obra.
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