En su esclarecedor ensayo acerca de la parodia[1] , Linda Hutcheon advierte que no basta con la relación entre el texto parodiado y el texto parodiante para entender sus posibilidades expresivas. El tono festivo, o burlesco, que ha predominado en las creaciones paródicas, al menos en teoría, ha hecho que se pasen por alto las complejidades de su construcción y que se den por sabidas cuestiones que requieren un estudio más serio. En una frase: estudiar la parodia como se estudia cualquier otro texto de valor, literario o artístico. Con este panorama choca la investigadora al revisar un amplio espectro precedente. Considera, sin embargo, que la parodia es la principal forma moderna de autorreflexión y, por demás, un modo permanente —intertextual—de expresión en el discurso, tanto literario como de las artes. De ahí que se proponga no solo el recorrido analítico por sus diversos modos de expresión, sino además la defensa de la autenticidad artística de la parodia.
Para estudiar la parodia Hutcheon propone en esa teoría fundacional revisar «el acto completo de la énonciation, la producción y la recepción contextualizada de los textos», por lo que el análisis necesita profundizar «más allá de los modelos de intertextualidad texto/lector e incluir la intencionalidad, primero codificada y luego inferida, y la competencia semiótica».[2] Antes, ha demostrado cómo la tradición analítica ha estrechado el marco comprensivo de la parodia hasta reducir sus funciones prácticamente a una: la burla satírica del texto referente. Sorprende que así sea, pues no es necesario llegar a la modernidad, o la posmodernidad, para encontrar parodias que, a la vez que se oponen a criticar, o satirizar el referente, se hacen acompañar, solidariamente, de ese mismo texto al que aluden.
En ese propósito de indagación renovadora, Hutcheon llama ethos al proceso canónico de interpretación que ha conseguido un texto, definiéndolo como «la superposición entre el efecto codificado (tal como es deseado y propuesto por el productor del texto) y el efecto decodificado (tal como es alcanzado por el decodificador)». Gracias a este ejercicio analítico podemos advertir cuán profunda es la implicación entre él ámbito de la enunciación y el ámbito de la recepción en la parodia. Es este un aspecto en el que la interpretación por antonomasia de las diversas teorías, y sus teóricos, ha hecho estragos importantes, con menoscabo de los autores que se han decidido a emplear la parodia en tanto obra artística. Al revelar cómo autores que han hecho canon en la historia literaria, como Thomas Mann, Calvino o Fowles, entre varios, Hutcheon no solo reivindica su uso, sino que llama a reiniciar las labores en el vasto campo de la recepción.
Por lo general, el ámbito de la enunciación aparece mucho más limitado y específico que el de la recepción, puesto que en este último entran a jugar un papel importante diversos referentes que van más allá del texto aludido e implican diversas circunstancias socioculturales inmediatas. Con el paso del tiempo, este nivel de circunstancialidad pudiera difuminarse del sentido de la obra y adquirir otro rango en eso que la ensayista ha nombrado como ethos. A pesar de estas transformaciones, y desapariciones, la obra artística fundamentada en la parodia permanece y adquiere nuevas categorías de recepción. Señala Hutcheon además que «la distancia crítica entre la parodia y su texto de partida no siempre conduce a una ironía que actúe en detrimento del trabajo parodiado». No existe, sin embargo, una regularidad pragmática que establezca cuándo sí y cuándo no es usada la ironía en detrimento del texto de partida. En ocasiones, aceptación y burla se alternan en la parodia, complejizando cualquier acercamiento y dando pie, de paso, a conceptualizaciones tan relativizantes, que nada establecen a la postre.
Destaca Hutcheon como una norma de regularidad en la parodia, incluso antes del siglo XIX, el carácter popular del texto o elemento de partida. Al pasar por todo el siglo XX y adentrarse en el giro posmoderno del siglo XXI, esta condición se ha acentuado, de acuerdo con mis propias indagaciones, mucho más respecto al plano del suceso aludido que al de la obra precedente, privilegiando sus aristas sociológicas y, muy importante, ideológicas. Consecuencia de ello ha sido la nominación de determinados patrones de juicio previamente marcados por la industria cultural como, por poner solo un ejemplo, que es aburrido por naturaleza aquel que gusta de la música clásica en tanto resulta simpáticamente empático quien acude a las piezas de moda. Detrás de estos patrones se esconde la demagógica dependencia de la popularidad, el culto a la aceptación mecánica. A propósito, recuerdo el personaje de Homer Lanza, del filme de Andrei Konchalovsky, Homer and Eddie (1989), cuyo fanatismo por el tenor Mario Lanza está en contigüidad con su incapacidad para entender la sociedad y ser parte pragmática de ella. O la película cubana, de Orlando Rojas y con guion de Senel Paz, anterior a la que ya he mencionado, Una novia para David (1986), en la que es ella la «aburrida» al defender el comportamiento correcto en sociedad. De ahí que la investigadora canadiense destaque que la representación paródica del pasado en la posmodernidad no sea nostálgica, sino crítica.
Aun cuando se asuma la norma formal del texto referente, su asimilación tendrá un componente crítico, satírico, en su uso inmediato. En palabras de Hutcheon, «la parodia trabaja para poner en primer plano la política de la representación».[3] En medio del debate de los tópicos emergentes relativos a la posmodernidad, Hutcheon adelanta una idea que mostrará su buen juicio con el paso de las décadas siguientes: «la parodia postmodernista es una forma problematizadora de los valores, desnaturalizadora, de reconocer la historia (y mediante la ironía, la política) de las representaciones».[4] El antes y el después de la visión de la parodia en la posmodernidad lo marca Linda Hutcheon con sus investigaciones; revela, en ellas, cuán en pañales estaba la semiótica, junto con otras aproximaciones científicas, respecto a los fenómenos relativos a lo cómico, el humor y sus modos de pertinencia en sociedad. Y más, mucho más en pañales, en cuanto a las esferas discursivas de su producción.
En ese ensayo, posterior a su documentada Teoría…, refuta preceptos epistemológicos de Jameson que se habían hecho canónicos y —casi; paradójicamente— documento sacralizado para definir lo posmoderno. Asegura ella que «las formas del arte del siglo XX nos enseñan que la parodia tiene una amplia gama de formas y propósitos —desde aquel ridículo ingenioso, pasando por lo festivamente lúdicro, hasta lo seriamente respetuoso».[5] El tiempo, y la propia historia de las representaciones de esos tópicos textuales, permiten que la parodia asuma la ironía como un significado ideológico de la separación radical entre el pasado y el presente. Recuerdo, también en cita ocasional, cuánto de esto encontramos a lo largo de la novela El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier, donde la sátira es parte de la composición pragmática del texto y se consigue una ejemplar parodia crítica de El discurso del método, de Descartes, como distanciamiento axiológico del texto precedente. Fundamental respecto al orden de calidad del texto carpentereano, es además la parodización del ejercicio dictatorial del poder en la América Latina durante la primera mitad del siglo XX, aun cuando la historia contada concluya en 1927.[6]
Al revisar el pasado, la parodia alterna su ritmo subversivo con sus conclusiones de confirmación. No es posible acudir a un texto referente del pasado que no haya alcanzado cierto nivel de trascendencia en el presente inmediato de la enunciación; de no ser así, aunque pudiera lograrse una parodia mediante un ejercicio creador interesado, se perdería toda la gama de alusiones al texto referente y, con ello, la mayor parte del valor intrínseco de la obra. Si parodiamos, hoy, las representaciones teatrales de las obras de Shakespeare, incluso cuando no se expresa la intención de hacer su sátira —como en los casos de Bergman o Woody Allen—, es gracias a que la tradición ha reproducido los diversos modos en que esas obras se reeditan, se representan y de algún modo mantienen cierto grado de popularidad que permite parodiarlas. El dramaturgo cubano Abelardo Estorino, para seguir con los ejemplos que llegan por relación azarosa a la memoria, ya en pleno auge de los tópicos de la posmodernidad, parodia la historia de la novela Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, para reconstruirla en la pieza dramática Parece blanca (1994) en la que, ya desde el título, vislumbramos el contexto axiológico de fondo. El doble juego semántico de la expresión que titula la obra de Estorino, se recontextualiza al parodiar el viejo axioma de limpieza de raza que connota —presente de algún modo en la axiología fundamental del autor de Cecilia Valdés— y reescribe, al parodiarlo, su significado ideológico.
Como lo demostraba Borges, la tradición contextual cambia la obra en sí, aunque esta se pretenda la misma. La puesta en escena de Estorino analiza y critica —sin que la burla y el distanciamiento satírico sean tópicos fundamentales— la obra de Cirilo Villaverde al mismo tiempo en que analiza y critica el contexto social que le dio origen. Así, una parodia consigue ir más allá de la comparación entre elementos y se regenera, también, en el tradicional plano de la originalidad del enunciado, esto es, en el «acto completo de la énonciation»que Linda Hutcheon ha propuesto como campo de investigación semiológica de la parodia. Veo en ello un camino al después abierto con sus indagaciones, a la espera de recorridos que incorporen la experiencia acumulada posterior a sus escritos. De hacerlos con la seriedad y el respeto que merecen, nos asombraremos —gratamente— de cuán bien orientada se encontraba.
[1] A Theory of Parody. The Teachings of Twentieth-Century Art Forms, Methuen, New York, 1985 / University of Illinois Press, 2000.
[2] Ob. cit., capít. 3.
[3] Linda Hutcheon: «La política de la parodia postmoderna», en Criterios, La Habana, julio 1993, pp. 187-203. Traducción: Desiderio Navarro.
[4] Ídem.
[5] Ibídem.
[6] Recomiendo una reciente edición anotada de esta obra en Letras Cubanas, 2020, al cuidado de los investigadores de la Fundación Alejo Carpentier Armando Juan Raggi Rodríguez y Rafael Rodríguez Beltrán.
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