«[…] y el padre pudo morir en paz,
porque en su hijo continúa su mérito».[1]
José Martí
Él, poeta en toda su dimensión, es de esos hombres que tienen un ángel inagotable, como fuente viva que da agua fresca cada vez que alguien se interesa por hurgar y penetrar en la cubanía y la memoria histórica de la Patria. De excelente discípulo de Martí viene ese espíritu al cuerpo, al sustentar que «el arte no ha de dar la apariencia de las cosas, sino su verdadero sentido».[2]
Así sirve y puja por el bien común y único de toda la humanidad y del pueblo que lo vio nacer. De otra forma no se comprendería ese afán, casi diario, por expresar y explicar las raíces mismas que dieron origen a un carácter propio de cubanidad infinita.
En su vasta obra —ensayística, lírica y narrativa— la poesía se viste de Patria, con sus tres colores, porque la inteligencia y la sensibilidad están al servicio de las urgencias y reclamos de los ideales de la nación. Es, por tanto, como la planta más característica de nuestros campos, la palma real, que con las ramas llena de hidalguía y sapiencia.
A la par, él —como el mismísimo árbol— constituye un atributo de las querencias y el firmamento telúrico de una voz propia e inequívoca en el tiempo y el espacio. En su expresividad literaria el pasado se esclarece y fortifica.
Por eso está aquí, como una majestad que señorea en el pensamiento, oteando verdades y peligros, y dejando esencias poéticas y éticas de marcada expresión en el carácter y la dimensión de nuestro ser nacional. Los terrenos que pisa y el abono que deja, son tan fértiles como necesarios.
Cintio Vitier Bolaños (Cayo Hueso, septiembre 25 de 1921) es todo eso y mucho más desde que se dio a la palabra escrita en aquellos primeros balbuceos poéticos, allá por el año 39, un intelectual vestido con los atributos que identifican lo cubano, definido en un verso cargado de esa originalidad histórica que subyace en un fundamento estético y ético.
Con un distinguido torrente sanguíneo, por vía paterna, de los inconfundibles suelos villaclareños —Medardo, el progenitor, nació en Rancho Veloz en 1886 y dejó sus huellas filosóficas y conocimientos en la Universidad Central—, Vitier estuvo entre nosotros a principios de la década del 60 y, para no olvidar la vieja costumbre del aula, regresó recientemente a su otra casa, como llama a ese centro docente, a hablar sobre «la infinitud cualitativa de la vocación esencial del cubano por su integridad: vivir en lo libre». Es, en definitiva, la esencia de una concepción que avala la probidad científica y humana coronada por su memoria integradora.
Su mesurada palabra al abordar la historia de la cultura nacional, a partir de una «periodización» referente al tema que trató, recuerda esa distinción propia del maestro de visión preclara, que ilumina y vislumbra. No en balde, en la década del 80 Eliseo Diego —uno de los fundadores del entonces grupo de Orígenes, liderado por Lezama Lima—, contó en una entrevista, aún inédita, que en Cintio se condensaba la respiración constante de la Patria.[3]
Él se presenta en los sitios y misterios más insospechados de nuestra nacionalidad y, en modo muy suyo, viaja y puntualiza: redescubre la preclaridad que asiste a los hombres de esta tierra.
Y, para no perder ese insustituible encuentro que siempre propicia una «cercanía hechizada», gustoso, él accedió al interrogatorio periodístico. Yo, interesado en auscultar un «momento» de su itinerario villaclareño, detenido en ciertos atisbos de lo insospechado, recibí las rápidas respuestas. El otro ofreció las gracias por mis constantes provocaciones. Aquí está, como lo sustentó, el fraterno diálogo para ser compartido.
Entrevista
¿Qué significa ser distinguido con el título de Doctor Honoris Causa en la misma universidad en la que su padre impartió la docencia y recibió idéntico galardón en 1956, y donde además usted fungió como maestro de la primera generación de profesionales formada por la Revolución?
Un inmenso honor que solo puedo merecer en la medida en que haya sido digno de la espiritualidad cubana de mi padre.
Lo cubano en la poesía es un libro que nació tras una petición universitaria y publicó por vez primera esta casa de estudios. ¿Qué recuerdos trae después de cuatro décadas de publicado, y cómo lo percibe ahora cuando el encuentro con lo pasado es firmeza para la Patria?
Recuerdo aquellas sesiones de Lo cubano en la poesía en el Lyceum femenino de La Habana, que entonces presidía Vicentina Antuña, entre noviembre y diciembre de 1957, como el convivio más emocionante de toda mi vida. La Patria se nos revelaba dolorosa y gozosamente en medio de la sangrienta lucha de aquellos días. Sin saberlo nos estábamos preparando para un triunfo que todavía parecía imposible. Hoy siento que aquel libro, rápidamente publicado en el 58 gracias a Samuel Feijóo, era mi despedida del mundo anterior a la Revolución. Y fue también, en cuanto testimonio de la raíz poética de nuestra historia, mi umbral hacia ella.
En la decimosexta lección de Lo cubano en la poesía, la dedicada a la poesía de Feijóo, planteó que tenemos que agradecerle a ese escritor «haber cogido a la isla en el aire, en la gloria, en la risa, en la majestad y en desamparo». Después que la obra aumentó con los años, ¿reafirmaría lo mismo?
Sin duda alguna. Samuel sustentaba la poética de la naturaleza, que a su juicio no era antológica, y por tanto, su obra no tenía por qué serlo. Esto quizás haya confundido a algunos ante el exceso de su producción. Pero el autor de Bethel, Faz, Himno a la alusión del tiempo, Violas, Diario abierto, La alcancía del artesano, La hoja del poeta, Versículos, El harapo al sol, tal como lo presenté en mi selección de 1984, además de extraordinario cuentero, narrador, investigador de nuestro folklore campesino, pintor y dibujante excepcional, es uno de los líricos más altos que hemos tenido desde Heredia a nuestros días.
Con los años, ¿qué recuerdos inéditos de Samuel evoca para la historia de la cultura cubana?
Aunque sean bien conocidos, siempre habrá que reconocer también los grandes servicios prestados por Samuel a la cultura cubana como editor de la Universidad Central de Las Villas, de Islas, y de la impar y pletórica Signos. En lo personal más íntimo, aunque pudiera parecer lo contrario, Samuel era muy difícil de conocer realmente. Siempre estaba ocultándose, disfrazándose, pudoroso como pocos detrás de lo que cariñosamente llamábamos sus «samueladas». Después de años de escribirnos y visitarnos, una rara noche descubrimos al otro Samuel, develándonos con una infinita delicadeza el misterio de las trémulas luces amarillas que alumbraban las noches de sus amigos guajiros. Por lo demás, cuando se empeñaba, podía ser muy riguroso con su obra. Recuerdo los manuscritos de Violas, acribillados a enmiendas. Cuando leí la primera edición de Faz escribí para El Mundo un artículo titulado «Orgullo por Samuel Feijóo». Aduciendo que no era digno de aquel elogio, su respuesta fue quemar la edición completa y rehacer el poema, que ya era espléndido.
¿Cuáles vínculos sostuvo con intelectuales radicados en esta localidad durante su estancia aquí?
Mi condición de profesor, digamos, itinerante —ya que solo podía estar en Santa Clara tres días a la semana para poder cumplir con mis clases en la Escuela Normal de La Habana—, me impidió estrechar relaciones importantes con intelectuales villaclareños, salvo los que ya conocía, como Samuel y Mariano Rodríguez Solveira. A Marianito y a Antonio Núñez Jiménez los encontraba con frecuencia, antes del triunfo, en la casa vedadense de Julián Orbón, el músico de Orígenes, adonde llegaban en viajes nocturnos que siempre sospeché no eran ajenos a los trajines revolucionarios interprovinciales del 58. Aunque solo oíamos música, todo parecía clandestino. Como dije en mis palabras de gratitud en la universidad, el hogar de Marianito y Marta fue otro hogar para mí en Santa Clara. Él fue quien me invitó a incorporarme al claustro de Las Villas, quien despidió inolvidablemente el duelo de mi padre y quien prologó sus Valoraciones póstumas. Fue un intelectual ferviente y luminoso, conversador cultísimo, amigo entrañable. De Núñez Jiménez, ¿qué decir? Como geógrafo, espeleólogo y revolucionario, toda su vida fue un creciente servicio a la patria nacional y americana, fruto de una vocación alegre y un entusiasmo infatigable. Otros nombres y personas que recuerdo con gratitud son los de Hilda González Puig, su hermano Ernesto, los rectores Agustín Anido y Silvio de la Torre, Gaspar Jorge García Galló, Alberto Entralgo…
Dice que la «poesía significa un conocimiento espiritual de la Patria, que va iluminando al país, y donde lo cubano se revela, por ella, en grados cada vez más distinguidos, distintos y hermosos». Pero, ¿qué escribe ahora tras el tránsito acumulado por todos los géneros literarios?
Mis dos géneros predilectos siguen siendo la poesía y el ensayo, aunque en verdad no me gusta considerar la poesía un «género literario», sino la fuente de todo lo que yo pueda conocer y pensar. Al poema acudo cuando él me llama; al ensayo, cuando lo necesito.
Martí, definido por usted como «el mayor aporte de la cultura cubana a la universal», deja profundas raíces para el próximo siglo. ¿Cuáles cree más trascendentes?
Creo que el legado cultural más trascendente de Martí reside en su inmensa vocación integradora que, como dije en la universidad, «se negó a separar la materia del espíritu, lo invisible de lo visible, la estética de la ética, la política del alma, a Cristo del pobre, a Cuba de la cruz, a la utilidad de la virtud». Por ello pienso que debemos tender a integrar «nacionalmente todo aquello que en el pensamiento de José Martí se nos ofrece como un humanismo atesorador de esencias, proyectado hacia el futuro». Y no me parece que haya mejor programa espiritual para la humanidad en el próximo milenio.
Despojado de su capacidad amatoria, así como del contacto diario en el hogar y el trabajo intelectual que desempeña junto a Fina García Marruz, ¿qué puntos más distinguidos atribuye a la poesía de su esposa?
En mi antología Cincuenta años de poesía cubana (1952) señalé los tres elementos que me parecían sustanciales en la poesía de Fina: «la intimidad de los recuerdos, el sabor de lo cubano, los misterios católicos». Posteriormente su expresión ganó otras dimensiones, desde la más amplia y elocuente del Réquiem por la muerte de Ernesto Che Guevara hasta esa «punta del lirismo» que según Claudel es el humor, en Créditos de Charlot, y Nociones elementales y algunas elegías. Su diversidad y riqueza tiene siempre un punto de confluencia que pudiéramos llamar lucidez de la misericordia.
Emilio Ballagas, un poeta que fermentó una parte fundamental de su obra poética en Santa Clara, donde radicó entre 1933 y 1943, tuvo de usted grandes elogios. ¿Cómo lo aprecia en la ensayística?
Si hubo un escritor entre nosotros de vocación lírica absoluta, ese fue Emilio Ballagas. Aunque escribiera excelentes ensayos, en realidad no le hacían falta. Todo lo esencial que tenía que decir solo podía decirlo en el poema.
¿Qué falta a Cintio Vitier por regalarle a la sabiduría histórica y a la cultura nacional?
Me falta todo, y es la conciencia de todo lo que me falta lo único que puedo regalar.
* * *
Tomado de Islas, 42 (125):13-17; julio-septiembre, 2000.
[1] José Martí: «En Casa» (sección, originalmente en Patria, 30 de abril de 1892), ahora en Obras completas, t. V, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 357.
[2] José Martí: «La exhibición de pinturas del ruso Vereschagin», en Obras completas, ed. cit., t. XV, p. 430.
[3] Entrevista realizada por el autor a Eliseo Diego sobre la poesía y la fantasía en su cuentística, y la repercusión de la nación cubana como fuente de inspiración. (La Habana, 1983. Inédita).
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