¿Cuánto se puede esperar de la poesía, cuánto de los poetas? Podría responder que mucho, pero la realidad obliga, y me digo entonces que muy poco producen nuestras manos en el plano material, aunque la conciencia de la belleza y los intentos de traducirla al lenguaje de todas las subjetividades, si no constituye patrimonio, al menos se almacena como inventario de iluminaciones que algún valor tendrá, aunque nutra muy poco nuestro inventario de triunfos pragmáticos.
La poesía no hace crecer el Producto Interno Bruto (PIB); no existen estadísticas de índice de poemas por cada cien mil habitantes; habitamos la irrealidad de lo vaporoso prescindible. Alguien que parece saberlo me comentó que dentro de un combo llamado «recreación», la poesía solo integra –si acaso lo hace–una magra partida en la aún mal ensamblada «canasta básica de servicios». Si acudiéramos al lenguaje empresarial, con mi heterodoxa visión, clasificaría a la lírica como «activo fijo tangible».
Hago entonces una somera y lega traducción del concepto «Activo», se refiere a los recursos que posee cualquier empresa; «Fijo» define la condición no gastable e inmueble del bien; y «tangible» indica que hablamos de lo asequible al tacto. En otra época a estos se les llamaba medios básicos, pero la nueva nomenclatura, con toda seguridad, aporta una mejor descripción. ¿Clasifica la poesía en el conjunto que esas características definen? Sé que bordeo el galimatías, pero me aventuro a la afirmación, solo porque mi propósito es atribuirle densidad y valor a algo que muchas veces es visto como adorno o complemento. Se proclama su condición medular, con certeza, pero no siempre recibe las prioridades que merece.
Siguiendo con el lenguaje de las ciencias económicas, cuando la poesía se enclaustra en lo que llaman «producto libro» deviene objeto tangible y mercancía para la venta. Quizá esa condición de vendible sea uno de los mayores actos devaluatorios que enfrentan esas palabras concebidas para nutrir el espíritu. Dinero mediante, cualquier posible cliente (no importa si profano) puede acceder a ella, y por regla bastante extendida no es mucho lo que recibe el verdadero productor: el poeta. Todos los demás actores involucrados en las fases industrial y comercial incrementan su PIB en medida mucho mayor. Y lo más triste es que no siempre el comprador (ni el que da forma al bien, o el que lo vende) identifican al producto como algo más que un objeto, porque este, aunque sea tangible, solo es visible en toda su grandeza con ojos que miran desde una dimensión íntima.
Si seguimos identificándola con el producto mercantil libro, convengamos en que ni las palabras ni las páginas se mueven de su lugar, de la misma manera que el tomo constituye, sin lugar a dudas, algo que se puede tocar. Así calificamos a este activo una vez más como «fijo» y «tangible». Aunque en verdad todo esto pudiera no ser más que un juego de palabras, porque la poesía, en toda su plenitud, vale más que todos los objetos que la contienen.
Ver los desvelos del poeta convertidos en mercancía tampoco es la peor de las humillaciones, pues más radical aún es la afirmación que hacen los comerciantes de que la poesía no se vende. En la psicología colectiva de un mundo mercantilizado hasta el último pelo, tal depreciación la ubica lapidariamente, con atuendo de vagabunda, en la banqueta de los fracasados.
Los editores se niegan a publicarla, y cuando lo hacen muchas veces es bajo el leonino procedimiento de la «edición de autor». Gentil eufemismo este cuya única lectura es: «si quieres ver tus poemas publicados, paga por la impresión». Dejemos claro entonces que Cuba, con su legislación sobre derecho de autor y su política promocional, tan diferentes, clasifica con orgullo como una de las escasas excepciones. Pero aun así la poesía pierde por knock-out frente a los apremios de las necesidades inmediatas.
En el «maravilloso» mundo globalizado algunos magnates rebajan impuestos auspiciando concursos y ediciones. Alcaldías, gobernaciones, ministerios de cultura y fundaciones –menos mal– todavía la acogen, pero la mayor parte de las veces con el mismo tratamiento que recibiría un beneficiario de la seguridad social, es decir: como quien recibe sin aportar, o por encima de lo que aporta, algo que le arrima la incómoda etiqueta de parásita.
Después de varias décadas de batallar con la palabra, y de buscarle destino a mis poemas, creo que los poetas equivocamos el escenario cuando, décadas atrás, desplazamos nuestras aspiraciones de influencia, de la oralidad al libro. Ninguna manifestación literaria reinó más que la poesía en la oralidad, fuera esta radial o escénica. En la Cuba prerrevolucionaria, cuando publicar libros de poesía era también labor de autogestión, algunos colegas lograron notoriedad gracias a la declamación de sus textos. Para poner solo un ejemplo: el José Ángel Buesa que nos ha llegado hasta hoy le debe más a la oralidad que a la página impresa, aunque también publicara sus volúmenes.
El libro funcionaba como complemento, mayormente usado para que aprendiéramos los poemas y luego los recitáramos. O para las clases de retórica y métrica. En los salones galantes, en los corrillos literarios, en los cabarés, en los guateques, en los actos políticos, en las escuelas y hasta en las guerras, la declamación constituía herramienta poderosa y eficaz. Esas opciones sucumbieron casi totalmente cuando el libro las engulló.
La pérdida del arranque popular, asociada a las vanguardias, con la renuncia de la rima, la medida y el riguroso algoritmo armónico para los versos, hicieron de los recitales de poesía sesiones de convidados de piedra, o en el mejor de los casos, actos gremiales con los mismos poetas –y algunas otras figuras de la intelectualidad– como público real.
Hay que seguir publicando poesía, pero no ilusionándonos con su capacidad de seducción de lectores. La vida en estos tiempos pone zancadillas a todo lo que no sea «activo fijo tangible con valor de uso inmediato». Y aunque ya dije que la poesía entra –qué importa cuán oblicua sea su permanencia– en la categoría que nos ha ocupado, su escasa posibilidad de ser consumida como mismo se consumen la carne, o los zapatos, siempre estará condenada a tropezar y caer. No obstante ella –espacio de resistencia al fin– siempre tendrá buenas reservas para reinventarse.
(Santa Clara, 19 de mayo de 2021)
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