En Experiencias de amor correspondido (antología poética personal 1989-2009),[1] que vio la luz un poco antes de la muerte de su autor, se resumen, al decir del escritor, «veinte años de trabajo sobre el texto poético», y nos enfrentamos a una poesía directa e intensa que teje sus versos con la frescura y raigalidad de un oráculo, sobreponiendo la fuerza donde anida la fe. Sobre la improcedencia del universo trastocado se ordena la teluricidad —una de las virtudes esenciales en su estilo―, la incertidumbre y los perfiles dibujados de cualquier existencia, levantando la identidad de un desterrado. El mensaje es fuerte, despojado y exacto, y vive en tejidos que se mueven entre el desamparo y la nostalgia y una obsesiva premonición de la muerte: «perdonar las heridas del amor / herencia de arcilla que modelan hoy mis diez dedos / temblorosos / como un intervalo abierto en el camino de la muerte». «Otra elegía» (p. 57); «Por eso no te pido que muevas el lindero del campo / donde la muerte distraída me cortará muy pronto». «Carta a Serguei» (p. 79); «Que la última estación me sea propicia, / que se borren de mis ojos los dolores que viví, / y en mi descanso, / solo escuche el leve frufrú de la carcoma / royéndome hasta el tuétano», «Ruego y epitafio», (p. 88); «Si después de morir queréis mi cuerpo, tomadlo, / aún habrá suficiente perfección aunque se apague», «Mi cuerpo», (p. 221). Asombra la mágica y sensitiva materialidad de esta poesía, que nace de la pasión e intensidad, transidas por la transparencia, y de la vida contemplada con los ángulos caprichosos de una estación. Eso es lo que emana de los mejores poemas del autor, que no son aquellos donde perviven rasgos románticos y neorrománticos, incluso, conversacionales, sino los que destellan intensidad —que cobra cuerpo en la sinceridad descarnada―, aquellos donde el verso irrumpe con explosión telúrica, asombrosa por su eficacia y exactitud. Son prueba de ello los poemas que cantan a la sexualidad y a la sensualidad, breves, escuetos y trascendentes dentro de la muestra, donde, a mi modo de ver, se ha vertido su verdadera voz.[2] Esos poemas tienen «pensamiento y sentimiento […] la suavidad de los contornos del cuerpo joven, donde nada se destaca y nada se pierde, y la precisión de la estatua iluminada por el sol; la sencillez (sólo para ella está abierto el futuro), y la sutileza como reconocimiento de la herencia de todas las alegrías y tristezas de los siglos pasados, asimismo, y sobre todo, tienen estilo y movimiento».[3] Llegan a ser plegarias de la expresión desnuda fragmentos como los que siguen: «escribo porque soy débil / y no puedo derribar un monte» (p. 62); «La juventud y la pasión dejaron huellas / concéntricas como los anillos de los árboles» (p. 102), de raigambre martiana, que prueban que la poesía es una oleada del inconsciente que sale a flote mediante un esfuerzo en ocasiones violento, como afirma Alí Chumacero.
Porque este autor, nacido en 1957, y que comparte su momento creacional y editorial con otros poetas, casi todos nacidos en la década de 1960, es dueño de un discurso donde hay más un deseo de expresar que intenciones de innovar o renovar, como es el caso de otros que aquí aludimos. Es una voz que al denotar cansancio y madurez no deja de ser lúcida, y nos recuerda que el poema es «una experiencia caracterizada por la tensión entre encantamiento y desencantamiento».[4] Es un poeta de teluricidad, penetración, potencia, y el universo —y lo ideal― se vuelve celestial porque es telúrico, rodeado de certezas en acecho y en fugas, un ser que actúa como develador de una cadena de actitudes: acción: reacción: reflejo desolado. Con un gusto peculiar por la canción, desfilan por estas páginas temas supremos como el amor, la pérdida del amor, la obsesión con la muerte, la soledad, la memoria y la desmemoria. En fin, la incertidumbre que defiende la amargura. La lucidez nos deja poemas memorables, para siempre, en su voz.
[1] Alberto Acosta Pérez. Experiencias de amor correspondido. Ediciones Unión, Colección Contemporáneos, La Habana, 2011. El poeta nació el 8 de abril de 1955.
[2] Passolini fumabas y exhalabas el humo con habilidad incluso escupiste entre los dientes bajo la gorra los labios recogidos en un gesto de descarada lascivia tenías olor a charco a hierba a cuerpo manoseado a tócame – pero – no – me – beses – en – la - boca exactamente como un hombre - un hombre poco conocido – y tanto que ya no quise estar allí pero al fin abriste tu bragueta precisamente cuando no me esperaba torpe y brusco como un verdadero adolescente. (p. 81). Véanse también los poemas «Cita», «Apunte» y «Big Bang».
[3] Nikolai Guimiliov. «La vida del verso» en Poesía y Poética, Otoño, 1993, n. 14, Revista de la Universidad Iberoamericana, México, D.F, pp. 8 – 9
[4] Udo Kawasser. Prólogo a El cerebro que canta. Siete poetas contemporáneos en lengua alemana. Antología, Torre de Letras, La Habana, 2008, p. 12.
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