Canto y cuento es la poesía. Se canta una viva historia, contando su melodía. Antonio Machado
La poesía de Ángel González (1925) ocupa, casi por entero, la segunda mitad del siglo veinte: su primer libro, Áspero mundo, se publicó en 1956, y sus últimas composiciones, diecinueve textos reunidos en la antología 101+19 = 120 poemas bajo el epígrafe «Poemas inéditos», fueron editadas en el año que cerraba esta centuria recién concluida[i]. Si subrayo este dato, evidente para cualquier mínimo conocedor de la poesía española contemporánea, es porque la obra del autor ovetense ilustra con singular relieve lo que ha sido la historia no solo de su período, sino de la práctica totalidad del siglo en que ha sido escrita.
Empeñado en dejar en sus versos testimonio de su circunstancia («el escenario y el tiempo que corresponden a mi vida», como escribe en la nota que figura en la solapa de Palabra sobre palabra, título de uno de sus libros que también designa su poesía reunida[ii]), Ángel González ha originado un espejo que devuelve, poema a poema, una acabada imagen del hombre de su época y el reflejo de las tensiones e inquietudes que han caracterizado las artes y las letras de todo el siglo veinte: la imagen de un sujeto arrojado a un mundo vencido, roto y huérfano de valores, frente al que la existencia humana resulta un conflicto sin justificaciones metafísicas y con escasos fundamentos vitales y morales; el reflejo de la pugna entre un sentido instrumental de la poesía —dialéctico, transformador del mundo— y una orientación de la misma desligada de cualquier compromiso histórico. En suma, y esquematizando, dos notas circunscriben Palabra sobre palabra: existencialismo y, unida a él, función social de la poesía. Habrá que partir de esta telegráfica caracterización preliminar para atender a la trayectoria poética de Ángel González.
Los poemas iniciales de Áspero mundo ya revelan las que van a ser las líneas directrices del conjunto de la obra de su autor. Se parte de la fatal oposición entre un «acariciado mundo», desvanecido e irrecuperable, y el «áspero mundo» al que el adulto es confinado (p. 9). Después el poeta pasa a describir su estar en ese mundo inclemente desde dos perspectivas, una que podríamos denominar, en un sentido amplio, metafísica (un ser perdido a merced del tiempo), y otra histórica, que muestra a ese ser como un «hombre solo» situado en una ciudad —Madrid— y en una fecha precisa —1954—, «un hombre con un año para nada» (pp. 13 y 14). Se parte también de un distanciamiento reflexivo ante el propio nombre («Para que yo me llame Ángel González / para que mi ser pese sobre el suelo») como algo adventicio, que sobreviene a lo verdaderamente sustantivo: un ser que no es distinto de los otros hombres que le precedieron en la existencia y que él contempla en «el viaje milenario de mi carne». Tal sentimiento de extrañeza ante el primer signo configurador de la identidad, el nombre, continúa en su último libro, Deixis en fantasma (1992), cuyo poema «De otro modo» (p. 417) dice así:
Cuando escribo mi nombre,
lo siento cada día más extraño.
¿Quién será ese?
me pregunto.
Y no sé qué pensar.
Ángel.
Qué raro.
Ese «Ángel» es alguien que flota «tiempo a la deriva», empleando palabras suyas (p. 332), y que se siente viviendo «en un lugar extraño» (p. 354). Cito fragmentos de sus últimos libros para confirmar la continuidad de esas ideas o líneas directrices a las que me he referido más arriba. El hombre es, pues, un existente lanzado al tiempo y radicado en la historia, en una circunstancia específica que forzosamente ha de modelarlo. Y el hombre llamado Ángel González comienza su andadura poética con la conciencia de un fracaso con dos raíces: la limitación de una historia abominable (la España de la guerra civil y de la postguerra) y la experiencia extrema de la limitación absoluta: la muerte y la disolución en la nada. El poema «Muerte en la tarde» (p. 18) termina con un verso que sugiere la imposibilidad de un sostén religioso: «y muerto soy,…y nadie me levanta». Este muerto viviente es una especie de Lázaro para el que no existe un salvador, es alguien incapaz de penetrar en el misterio de la vida, como declara en «Eso no es nada» (p. 16):
Si tuviésemos la fuerza suficiente
para apretar como es debido un trozo de madera,
solo nos quedaría entre las manos
un poco de tierra.
Y si tuviésemos más fuerza todavía
para presionar con toda la dureza
esa tierra, solo nos quedaría
entre las manos un poco de agua.
Y si fuese posible aún
oprimir el agua,
ya no nos quedaría entre las manos
nada.
El poema, a partir de una gradación descendente, que recuerda en algo el conocido verso de Góngora («en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada»), manifiesta un profundo escepticismo: las últimas inquisiciones no conducen a nada. Cualquier indagación existencial resulta inútil. En «Interpretación metafísica» (p. 190), del libro Tratado de urbanismo (1967), completa con consideraciones históricas este planteamiento agnóstico, mostrándonos un mundo en el que la totalidad de sus criaturas «obedece consignas»: el pino extiende sus ramas al sol, el pájaro poliniza las flores, etcétera; pero el hombre es un ser que espera vanamente la voluntad de Dios. No existe para él, por tanto, ese orden teleológico que solo parece producirse en los procesos naturales. El mundo de los hombres es un mundo arbitrario y mal hecho: se hace alusión de episodios luctuosos como los bombardeos de Guernica («un aeroplano sobre un árbol simbólico») o Hiroshima. Los tres versos finales del poema son elocuentes: «No merece la pena. / Será mejor volver a casa / y empezar a pensar por nuestra cuenta».
No puede especularse con arreglo a un concierto «divino», del que no forma parte el hombre, pero, por otro lado, tampoco puede llegarse con el pensamiento más allá de la constatación de sus limitaciones cognitivas y de la realidad definitiva de la nada. ¿En qué consiste, entonces, ese «pensar por nuestra cuenta»? No, desde luego, en una cavilación en torno a las «esencias» de las cosas, en torno a los noúmenos, las ideas o los universales. Nada más alejado de los intereses especulativos de Ángel González, desde un principio partidario de lo concreto e individualizado. Él mismo ridiculiza en diversas ocasiones las estériles fiebres teorizadoras, que, a la postre, solo consiguen alejarnos de la realidad. Citaré dos ejemplos entre los varios que pueden espigarse del conjunto de su obra. Uno, perteneciente a Sin esperanza, con convencimiento (1961), lleva por título «Narración breve» (p. 107). Reproduzco el poema:
La niña movió el aire con los labios.
Detrás de los cristales nadie supo
lo que dijo. Era triste
mirar a aquella gente
intentando aclarar una sonrisa.
Y sin embargo estaba todo claro:
la niña
había sonreído simplemente.
Así de sencillos suelen ser los fenómenos que presenciamos. Estos versos condenan el afán de sutilizar la realidad complicándola con alambicadas interpretaciones. El otro ejemplo, que no reproduciré, es un poema sin título incluido en Prosemas o menos (1985), el que empieza diciendo «Tanto universalizar /les convirtió en mapamundi /el alma» (p. 365), y arremete contra la figura del poeta generalizador que desvirtúa la imagen de la vida con sus simplificaciones «a dos tintas».
El pensar de Ángel González no deambula, pues, por la nebulosa periferia de las abstractas esencias; al contrario, discurre en todo momento por el centro de su existencia, pero no de una existencia ensimismada en unos problemas de identidad, sino en relación con sus semejantes, con quienes comparte la turbadora travesía por la vida. Se trata de un pensar siempre concreto y singularizado. Su punto de partida es, naturalmente, él mismo como existente. Las primeras reflexiones en torno a ese existente ya han sido antes expuestas: su radicación en un insoslayable flujo temporal y su moldeamiento por una circunstancia histórica, su incapacidad para conocer el sentido último de la vida y la ausencia de una instancia divina. El hombre —también se ha dicho— es, desde su nacimiento, un fracaso histórico, y un fracaso porque es arrastrado a la anulación a manos del tiempo y de la muerte. Esta obsesión es la más recurrente en la poesía de Ángel González y la que, según creo, la vertebra de principio a fin: en un principio con un planteamiento existencialista; en sus últimos tramos, como pura poesía de la existencia, con una fuerte carga elegíaca.
Aunque está claro que la poesía carece del discurso metódico de la filosofía, vitalmente se avecina a ella, puesto que puede ser versión cordial o particular de la misma, y más si esa filosofía tiene, como el existencialismo, en el individuo su punto de referencia. Ángel González coincide con esta corriente filosófica en su concepción del hombre como una pasión inútil destinada al anonadamiento. Léanse, como muestra, los versos de «Reflexión primera» (pp. 75-76), o este fragmento de Mundo asombroso (p. 66), poema sin título de Sin esperanza, con convencimiento:
En medio
de la cruel retirada de las cosas
precipitándose en desorden hacia
la nada y la ceniza,
mi corazón naufraga en la zozobra
del destino del mundo que lo cerca.
¿Adónde va ese viento y esa luz,
el grito
de la roja amapola inesperada,
el canto de las grises
gaviotas de los puertos?
¿Y qué ejército es ese que me lleva
envuelto en su derrota y en su huida
—fatigado rehén, yo, prisionero
sin número y sin nombre, maniatado
entre escuadras de gritos fugitivos—
hacia la sombra donde van las luces,
hacia el silencio donde la voz muere.
No es éste «il naufragar m’è dolce in questo mare» del —todavía idílico— infinito leopardiano, sino un angustioso naufragio «en la zozobra del destino del mundo» que rodea al poeta, un naufragio en la nada al que se ve empujado, y que se materializa en esa connotativa imagen que lo presenta en la figura de un prisionero sin nombre conducido por un oscuro ejército derrotado que entre gritos avanza hacia un silencio concluyente.El símbolo no puede ser más revelador: su acerada ambigüedad plantea dos lecturas complementarias, una histórica y otra existencial o metafísica. Por una parte esas escuadras vencidas pueden ser una representación alusiva de la España derrotada y peregrina de los años siguientes a la guerra, la misma España de víctimas de aquel desastre que aparecerá, ya explícitamente, en un poema de Grado elemental (1962), «Camposanto en Colliure» (pp. 149-150); por otro lado, el ejército del poema es toda una alegoría de la derrota del ser humano ante la muerte. Nuevamente el poeta se reconoce despersonalizado, como simple conciencia o ente desprovisto de un nombre.
Esa «zozobra» que sobreviene tras la íntima percepción del anegamiento en la nada es la clave cognoscitiva para Ángel González: la angustia actúa como piedra angular o base sobre la que se asientan todas sus otras reflexiones, lejos, según se ha apuntado, del racionalismo universalizador: en vez del deductivo «pienso, luego existo», esgrime como dato de la conciencia un «existo, luego muero» («Hoy», p. 244).
El anticipado encuentro con la muerte provoca un sentimiento de extrañeza o distanciamiento ante la creación (un «mundo asombroso» que «surge bruscamente»); deja al poeta, pues, a la intemperie, despojado de seguridades y de vanas creencias; lo obliga a realizar sin mistificaciones su propia biografía. El antiguo memento, el viejo «teme la hora», era una apelación religiosa para seguir el camino de una vida auténtica fundada en la salvación a través de la fe; la angustia existencial es el comienzo de una vida sin falseamientos religiosos, sociales, históricos o culturales. La necesidad de respirar una existencia auténtica llevará a Ángel González a hacer de su poesía un ejercicio de conocimiento crítico —distanciado, por tanto— de la realidad.
Palabra sobre palabra tiene mucho de discurso fustigador contra todas las falsedades que adulteran y desfiguran una vida. Al final de un poema sin título de Prosemas o menos escribe lo siguiente: «Cuando el hombre se acabe /—cualquier día—, /un crepitar de polvo y de papeles /proclamará al silencio /la frágil realidad de sus mentiras» (p. 351). Descorrer el velo de las apariencias y de las mentiras será la actitud ética que confiera una dimensión moral a la poesía de Ángel González, y el norte que desplaza su autognosis existencial a un plano solidario o colectivo. De este modo sortea el solipsismo y trasciende la esfera del yo, que no es algo aislado, sino en relación siempre con los otros y con su situación histórica. El yo es el negativo de la historia, y la poesía un instrumento que pretende intervenir en ella modificándola en la medida de sus posibilidades. La poesía es, pues, un punto de indisoluble unión entre lo personal y lo civil. Estos valores de la escritura entran dentro de lo que se ha llamado realismo social o realismo crítico, que en este autor aúna el testimonio y la denuncia con el anhelo de vivir una existencia auténtica.
El realismo crítico de Ángel González arranca de su experiencia, y tiene mucho más de expresión existencial que de doctrina o programa. Quizá sean los poemas últimos de Sin esperanza, con convencimiento (a partir, sobre todo, de «Discurso a los jóvenes») y los de Grado elemental los más decantadamente activistas o «políticos», en la línea de una concepción sartriana de la literatura; pero rara vez caen en el tono panfletario: su rigor estilístico y el hábil empleo de la anfibología los liberan a menudo de la lectura puramente testimonial, referida a un delimitado momento histórico.
Hay otra cualidad que distingue el realismo de este poeta, y es su minucioso interés por lo que entenderemos como mundo «objetual» o de los objetos. Basta leer el prólogo que escribió para su antología poética publicada por la editorial Cátedra[iii] para percibir que la realidad que de hecho cuenta para él, la realidad por excelencia, es la humana, y, por tanto, la que se enmarca dentro de la historia. No puede concebirse al individuo ignorando la dimensión social en que despliega su existencia. Por eso en el poema «Orden (poética /a la que otros se aplican.)» (p. 292), correspondiente a Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan (1976), desdeña a aquellos poetas que no separan «los ojos del firmamento», ocupados como están en «el Tiempo, no» en «la Historia».
Sin embargo, la mirada de Ángel González con frecuencia se detiene en la meticulosa pintura de las cosas entre las que se desenvuelven nuestras vidas, en una estática representación exenta de los objetos construida a partir del manejo de un estilo nominal de probable ascendencia machadiana. Son descripciones que ahondan en la belleza de las realidades impuras, cuando no en el paisaje natural o urbano. Poemas como «Estío en Bidonville», y especialmente los de la primera parte de Tratado de urbanismo sitúan a González muy cerca del realismo figurativo de artistas plásticos como el escultor Julio López Hernández o el pintor Antonio López García, coetáneos suyos. En ciertos cuadros de Antonio López puede observarse la misma predilección por reflejar detalladamente los aspectos sórdidos de nuestro mundo.
Hablábamos del talante moral de esta poesía que, en busca de la autenticidad, va a conjugar su primer tono sobriamente desolado con otro mordaz empapado de ambigua ironía. Es el testimonio y la invectiva contra todo lo que constituye el «áspero mundo», contra cuanto deturpa la existencia y el sentido de la verdad que defiende Ángel González; en suma, contra aquello que aliena al ser humano. Su vigilancia crítica no solo se enfrenta a la injusticia y al malestar histórico de la postguerra, a las hipocresías y los falsos valores con los que se malogra una vida; va más allá, y se mantiene alerta incluso ante sus propios engaños personales, cuando se ve cediendo a la tentación de refugiarse en la mentira de la memoria: no existe ningún feliz in illo tempore, ningún «entonces» en que «todo era sencillo». Un hondo ejemplo de esta reflexión es el poema «Penúltima nostalgia» (pp. 135-139), del que proceden las anteriores expresiones entrecomilladas.
Pero tampoco cabe refugiarse en las ficticias ensoñaciones de un utópico porvenir que nunca ha de cumplirse. Al porvenir idealizado se opone en Sin esperanza, con convencimiento —en estos primeros libros es fácil encontrar relaciones de parejas antitéticas y complementarias en la distribución de las composiciones— la confianza en un futuro que no es mera ilusión pasiva, sino praxis orientada a lograr un cambio en la realidad histórica. Hacia la consecución de ese futuro modelado por la mano del hombre, de clara impronta marxista, se encamina la primera poesía crítica de Ángel González. Tal planteamiento literario es la orientación que el mismo autor reconoce sin fisuras hasta Tratado de urbanismo, tras el cual entra en una crisis que le hará dudar de la eficacia dialéctica de la palabra y que, tras ese libro, a partir de Breves acotaciones para una biografía (1971), derivará en una segunda etapa poética.
La actitud distanciada respecto al mundo no va a cambiar en este segundo tramo creativo: Palabra sobre palabra es el testimonio de la falta de unión entre el hombre y su mundo. La ironía, que era la consecuencia lógica de esa escisión, ahora va a ser más incisiva, llegando con frecuencia a un vitriólico sarcasmo que desemboca en la humorada, el chiste burdo, la intrascendencia y la dispersión temática. De un tratamiento irónico de la realidad Ángel González pasa al tratamiento irónico del lenguaje y del poema. El autor es bien elocuente en «A veces» (p. 237), el texto con el que se inicia Breves acotaciones…, donde relaciona la escritura de un poema con una especie de freudiana compulsión sexual; declara cómo, cuando escribe, ya no siente el estímulo de antes: «Lo expresaba muy bien César Vallejo: /«lo digo, y no me corro», «no pasa nada». De esta falta de fe en el poema resulta el antipoema, elaborado con un lenguaje prosaico que huye de los apriorismos líricos y de lo convenidamente poético, tal como lo había hecho unos años antes el chileno Nicanor Parra.
Pero caracterizar la segunda etapa de Ángel González a partir de estas novedades sería quedarse en una descripción parcial y epidérmica. Me he referido a una crisis, no a una ruptura, y una crisis lleva en sí fluctuaciones y confusión, la turbia permanencia de los antiguos principios con las nuevas decepciones y dudas.
En su prólogo antes citado explicaba cómo «mediada la década de los 60, la inmutabilidad (más aparente que real, contempladas las cosas desde hoy) de una situación a la que yo no veía salida, me hacía desconfiar de cualquier intento, por modestos que fuesen sus alcances, de incidir verbalmente en la realidad». Mas pese a este desengaño todavía escribirá versos de contenido social cuyos temas no solo se refieren a la realidad española: tres ejemplos, entre otros, son poemas como «Del campo o de la mar» (p. 249), desquiciada descripción (teñida de ecos que recuerdan a la generación beat) del frenético veraneo norteamericano, «Otra vez» (p. 287), sobre el golpe de Estado llevado a cabo por el general Augusto Pinochet («un general con nombre de payaso»), o «Antífrasis: a un héroe» (p. 304), contra las ejecuciones ordenadas por Franco en los estertores de su dictadura. Incluso en la poética que mencionábamos líneas antes («Orden poética /a la que otros se ajustan») continúa cuestionando a los cultivadores de una lírica estéril basada en el «Tiempo» y no en la «Historia», lo mismo que en la «Oda a los nuevos bardos» (pp. 310-311) escribe una acerba sátira contra la estética de los, entonces, emergentes o ya establecidos poetas novísimos, a quienes recrimina su decadente gusto por la opulencia verbal, el impúdico autobiografismo y el formalismo esteticista.
Sin embargo, esta subsistencia de los antiguos esquemas ideológicos resulta dramática tras la lectura de los libros últimos de Ángel González: en ellos campean la decepción del tiempo vivido, que deja «un acre sabor a nada» (p. 240), el deseo de disolución en esa nada, el nihilismo y el recuento dolorido de una vida que desde la senectud se contempla con resabio y dolor. Terminan por imponerse la incredulidad y el desencanto de las ilusiones en el progreso y en la acción del hombre sobre la historia, que no es más que vacío, «escoria», como dice en el poema «La ceniza de un sueño» (p. 401), de Prosemas o menos:
Aquel tiempo
no lo hicimos nosotros;
él fue quien nos deshizo.
Miro hacia atrás.
¿Qué queda
de esos días?
Restos,
vida quemada,
nada.
Historia: escoria.
Al final, en ese antagonismo entre el tiempo y la historia, el tiempo es el que vence. Cada vez más, los poemas últimos de Ángel González hablan del tiempo, de la ruina existencial y del desleimiento que va ocasionando la vejez. La memoria es un recurso hiriente, porque no quedan «ni siquiera deseos, ni siquiera esperanza; /un confuso montón de sueños negros, /eso es lo que nos queda, /amigo, /un confuso montón solo de sueños» (p. 410). Deixis en fantasma ya es un libro netamente elegíaco —como ya lo eran otras partes de los poemarios anteriores— con aires no existencialistas, sino existenciales. Los sueños colectivos a estas alturas casi parecen una anécdota. Dicho con palabras de Gil de Biedma: «envejecer, morir, /es el único argumento de la obra».
El debilitamiento de la fe en el progreso histórico y la falta de elementos de alianza con el mundo parecen abocar a Ángel González a un fracaso sin redención posible. Hay, no obstante, desde sus comienzos, un principio de unión con la vida, gracias a la aproximación al otro ser en virtud del sentimiento amoroso. Puede afirmarse que la salvación a través de la persona amada es, con el extravío por la fugacidad de la vida y el poder aniquilador del tiempo, el tema más insistente en su obra. Con el amor se conforma la identidad de quien ama, y con él se afirma su propia existencia: «Yo sé que existo /porque tú me imaginas», comienza diciendo en «Muerte en el olvido» (p. 19), de Áspero mundo, poema que sirve de réplica al citado «Muerte en la tarde». Pese a que en algunas ocasiones también se frivolice el asunto amoroso y, lógicamente, se trate el tema del desafecto —estamos hablando de más de cuatro décadas de escritura—, los dos tópicos literarios que menos alteraciones sufren a lo largo de Palabra sobre palabra son el motivo de la vanitas y el quevedesco «amor constante más allá de la muerte». Poemas como «Mensaje a las estatuas» (p. 99) o «Igual que si nunca» (p. 328) son ejemplo del primero; el que cierra Deixis en fantasma, «Ya nada ahora» (p. 422), del segundo:
Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo
Pero nada ya ahora
—ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa—
podrá evitarlo: exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
este amor ya sin mí te amará para siempre.
Ángel González derriba con la chanza y el sarcasmo citas literarias, creencias religiosas y asuntos bíblicos, pero deja en pie la verdad del amor frente al tiempo y la muerte: «No creo en la Eternidad. /Mas si algo ha de quedar de lo que fuimos /es el amor que pasa», dice poco antes, en otro poema cuyo desarrollo se inicia desde su mismo título (p. 420). Es el horizonte temático de un poeta contemporáneo, el mismo —con otro lenguaje— que el de un autor barroco, porque en poesía las etiquetas historiográficas tienden a ser simples anécdotas.
Sin duda su obra figura entre las más representativas de una generación, la de los cincuenta, que constituye, con la del veintisiete, una cima indiscutible de la poesía del pasado siglo.
***
Tomado de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
[i] Madrid, Visor, 2000.
[ii] Cuando me remita a algún poema, citaré entre paréntesis su página correspondiente en la sexta y hasta hoy última edición, Barcelona, Seix Barral, 2000. El uso de las cursivas en tales citas es mío
[iii] Poemas, Madrid, Cátedra, 1984, pp. 13-24. Léase especialmente lo escrito en la página 21 acerca del escepticismo en la capacidad de la poesía «de incidir verbalmente en la realidad». Evidentemente Ángel González se refiere a su realidad histórica, no al universo de lo existente.
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