Cuando un poeta muere sus palabras se cargan de un sentido que permanecía oculto o que es enteramente nuevo. La posibilidad abierta les daba, como al hombre mismo, ese aire de cosa cotidiana y ya sabida que uno maneja despreocupadamente. Al cerrarse su crecimiento para siempre, al quedar como únicas herederas de la sangre que las alimentó, adquieren otra dimensión sagrada y, abriendo entonces los ojos que mantenían adormecidos bajo las manos amorosas de su creador, nos miran con la solemnidad del pueblo que ha perdido a su rey, con la desolación de la madre que ha perdido a su único hijo. Porque ahora son ellas, las palabras, los guerreros que defienden aquella memoria y las madres que amamantan al que las crio. Y el cuento que ellas nos dicen ahora, a la lumbre de su hogar desamparado, es la historia siempre maravillosa de toda vida humana.
Cuando Emilio Ballagas murió, en la flor de su madurez, yo hice la experiencia de releer sus versos desde el primero hasta el último. Esa experiencia es la que quiero compartir con vosotros, como el mejor homenaje a su memoria de que soy capaz. No esperéis de mí un trabajo crítico, un estudio generacional, un catálogo de influencias, aciertos y desaciertos. Las palabras del poeta me están mirando, nos están mirando. Y lo que ellas nos piden —con esa súplica inaudita que sólo puede estar en los ojos de las palabras— es el cuento de su vida, la aventura espiritual que las sostiene. Las circunstancias en que empezó a escribir Ballagas y que determinaron sus gustos formadores son, además, tan conocidas que no vale la pena insistir en ellas. Baste recordar que, nacido en 1908, tenía diecinueve años cuando apareció la Revista de Avance, memorable órgano literario que, como todos sabemos, entre otras cosas preparó el clima para el surgimiento de una nueva poesía en nuestro país —agotadas ya, o languidecientes, las ondas de nuestro Modernismo—. Brull, Florit, Ballagas y Guillén se encargaron de hacer efectiva esa posibilidad, sacando a nuestra lírica de las trivialidades vanguardistas hacia un ámbito de seriedad creadora. En algunos poemas del primer libro de Ballagas —Júbilo y fuga, publicado en 1931— se perciben todavía resabios de aquel momento vanguardista. Pero nada de esto nos interesa mucho ahora. La historia que nos piden las palabras, fieras y maternales, comienza en otra forma.
Comienza, más bien, con una voz adolescente, casi infantil, que se alza en el húmedo silencio de la aurora y dice estas sílabas blancas, entre lúcidas y soñolientas: «Estarme aquí, quieto, germen / de la canción venidera / —íntegro, virgen, futuro—. / Estarme dormido —íntimo— / en tierno latir ausente». Sí, es el primer poema de Júbilo y fuga, el titulado «Víspera». Pero hay algo extraño en ese título, algo contradictorio, porque se trata de unas vísperas cerradas, sin apertura de umbral hacia el futuro. El futuro de que aquí se habla no significa posibilidad efectiva, sino abstracta: es un «dulce mañana intacto», esencialmente inusable, ideal. La pureza se da por quietud, por íntima inmovilidad vital, por éxtasis de ignorarse. Es la pureza adánica, anterior al conocimiento, no la inocencia que puede atravesarlo.
Y, si nos fijamos bien, es en rigor un anhelo de pureza adánica, porque ya el poeta sabe o presiente lo que significaría abrir los ojos. Por eso quiere mantenerlos cerrados como si buscara, en la radiosa nada de su inhibición, el tiempo prenatal, el hermetismo del «nonnato de claridades». Más aún que un tiempo adánico busca un tiempo prenatal, donde en lo oscuro se siente «germen de la canción venidera». De todos modos logra situarse en un limbo de tiempo ahistórico, en una dichosa blancura de página en blanco, de ausencia-presencia, que si produce la fruición de un secreto, también la recorre la sutil angustia de la pureza imposible, de la caída en la implacable sucesión. Poema en vilo, al que la analogía formal con otros de la época de «Cántico» y «Seguro azar» no nos deja acercarnos fácilmente, pero insondable en su transparencia, prólogo maravilloso a la obra de Emilio Ballagas.
El poeta ha estado inmóvil, extático, con los ojos cerrados, un tiempo enorme, indefinible. Esta es la primera imagen que de él tenemos. ¿Cómo va a salir de ese mutismo, de esa ceguera voluntaria, de esa quietud e inhibición vital insostenible? ¿Echará a andar, como todos los demás, por el común camino? No, su primer paso será un salto de infancia, un salto fabuloso. «Al fin» —nos dice, esto es, después de una larga vacilación, oscura y angustiosa—, «como aquel gato / que deslumbró a mi infancia: / he calzado las botas / de vencer los caminos». Su primera salida a la aventura está llena de júbilo matinal y tiene o quiere tener una fragancia de cuento de niño. Pero fijémonos en que el poeta nos advierte (recordándonos otra vez aquel angustioso momento de las vísperas cerradas): «Hice trizas mi copa / de escanciar la tragedia». ¿Qué tragedia es esa que el adolescente ha vislumbrado en su meditación o su presentimiento? ¿Cómo, si no ha ocurrido nada, si el poeta estaba o quería estar «íntegro, virgen, futuro», puede hablarnos ya de una copa trágica que ha hecho trizas? En sueño profético la ha visto y la ha destrozado: sabe que volverá, inexorable, pero ahora tiene que dar, ligero y fabuloso, el «salto a la mañana». ¡Extraño destino de vivir la alegría de la mañana, cuando sabemos que lo sombrío nos está mirando!
El poeta, el adolescente, pues, ha escogido: dará primera batalla («refriega de los árboles y el aire ligero», diría Rimbaud) en el mundo de la fragancia sensual es la fábula pura de los sentidos. Su edad será la de los «dioses niños». Su tierra, un paraíso de sensaciones virginales trémulo y fugaz. ¡Ah, pero el tiempo, caballero enmascarado por la brisa o la espuma, hace su aparición en el ansia del poeta, que ya no se conforma con ser como la gota del rocío «en el pétalo fresco de la aurora», sino que ha pasado de las herméticas vísperas a los «vuelos de presagios, de prólogos»; del salto con las botas de las siete leguas a la sensación de inminencia, de «ciernes», y de la estancia «en tierno latir ausente» a la angustia del «Yo querría… quisiera… / instante fugacísimo!». Al júbilo del niño se opone ya la huida del instante: «eternidad en fuga». El poeta pasa del tiempo prenatal hacia el tiempo fabuloso y de las sensaciones prístinas; pero todo ello al cabo es tiempo, nada más que tiempo, como el otro, el del ansia, el del querer; y el tiempo es siempre eso, instante inapresable, «eternidad en fuga». Siente el poeta ahora cómo la mano de su palabra (no aquellas «manecitas de niño», aquel «blanco batir de alas», de su verso más ilusionado y débil), tiene poder para «enlazar» el instante del ansia, aun cuando ella escape de sí misma sin saber lo que ansía. Ansia pura, querer puro, cuyo objeto huye indetenible y desconocido. Mas la palabra la convierte a ella en su objeto, en su propia eternidad, «en fuga», sí, pero fijada y poseída. El poeta, burla burlando ha descubierto dos cosas esenciales: la fuga de las cosas y el poder de la palabra.
No es raro que ahora, después del respiro de esas alegrías que quiere ver salir «en fugas altas», asome un rostro que nunca hubiéramos esperado en estos versos: el rostro, inquietante como el océano, del destino: «Pero busca tu ola, / en ella va tu sino / más claro…». ¿Que ola es esa, «escapada hacia dentro», que se torna posesión y plenitud: «sagrada en la custodia / de tu alborada íntima»? Poema sibilino este del «Júbilo de la ola», como corresponde a su tema turbador. ¿Será la ola figuración de aquella «eternidad en fuga» que es el instante? ¿Será el sino del poeta hacer suyo el instante, adentrándolo como «ola libre» —rescatada del inseguro y ciego azar exterior— en la hondura del alma: «alta mar de tu júbilo»? Salvar el instante, convertirlo en única y poseída «esfera de silencio», es sin duda vocación esencial del poeta. Y la vocación esencial, ¿no es el sino? En todo caso, alguien que ha rozado tan oscuros enigmas tiene ya a su lado el misterio adánico por excelencia: el misterio de la mujer. Un solo poema le dedica Ballagas en este libro, el titulado «Oasis», pero basta para medir el camino recorrido en tan pocas páginas. La realidad pulposa y fragante muestra su reverso árido; es ahora «seca realidad: arena, desierto, vidrio, resol». La frescura frutal, el edén de los sentidos («el dátil fresco») está en la mujer, pero ella es un espejismo, una mentirosa ilusión inalcanzable. Y cuando se esfuma, el poeta siente en su carne «insomnes heridas secas», «gusto de arena rajada».
La premonición es aguda, pero no puede ser insistente, porque los temas centrales del libro son otros. El «instante fugacísimo», la «eternidad en fuga», va revelando por contraste la quietud, ya no de víspera prenatal, sino de pesadumbre y agobio que hace del hombre –que quiso dar el salto a la mañana con las botas de la fábula– un inútil, un tullido. En medio de la rápida, graciosa e irresponsable fuga de las apariencias, entre sus gestos fantásticos de dioses, elfos y hadas ingrávidas, el adolescente descubre el peso de la sustancia reflexiva, que lo deja torpe, opaco y arrumbado en un mundo donde hasta la noche es una niña que «danza y agita en el viento / una túnica de olores». Este nuevo autorretrato del poeta («El inútil») anuncia el temple taciturno que invadirá el ámbito de su segundo libro confesional. La inmovilidad oscura y absorta del hombre —el nonnato, el tullido, el solo consigo mismo—, frente a la alborozada carrera y danza de las hermosas apariencias, constituye uno de los temas fundamentales de Ballagas. Pero ahora el poeta busca refugio por las dos vertientes que se reparten las aguas de este libro: el abandono sensual o la metafísica huida. Y entrelazado siempre, jugando a ser y no ser, el puro juego arcádico de la fruición verbal.
En la primera dirección apuntada (a la que pertenece también «Vendrán cinco estrellitas», con giro más consciente) sobresale el poema titulado «Sentidos» —uno de los más característicos y hermosos que escribió Ballagas—. La sensualidad adquiere aquí una concentración, lentitud y opulencia que contrastan con el aire de retozo y puericia que da tono de conjunto al libro. Compárese con el líquido fonetismo del «Poema de la ele» (réplica más tierna al «Verdehalago» de Brull) o con el deslumbramiento natural, de agua y de aire, del venturoso «Poema de la jícara». El poeta ha entrado, con un frenesí de intensidad casi solemne, casi dolorosa, casi funeral, en la noche de los sentidos. Y ya que no puede ser el «nonnato de claridades», ya que en el translúcido mundo de las gozosas apariencias no puede ser más que el opaco, el pesante, el inútil —que lo envuelvan en sudario de sabores, perfumes y colores, náufrago en la radiosa pleamar de los sentidos—. El ansia de frescura se torna ansia de anonadamiento. El júbilo por el sabor paradisíaco del mundo —ya que hay un dato que no se nombra, pero que en silencio actúa— se torna entrada en la materia, tema que Pablo Neruda habría de cantar con más decisiva elocuencia y aciagos esplendores. Aquí Ballagas, según el modo natural de este libro, no hace más que invocar, breve y enérgicamente, los lánguidos favores de un ingenuo Dionisos tropical: «Que me envuelvan —presagio de pulpa— / en ciruelas de tacto perfumado».
La otra vertiente del cuaderno se ejemplifica con «Huir», «Viento de la luz de junio» e «Inicial del sueño». El poeta inmóvil, tullido, ansioso de anonadamiento sensual, imitando imaginativamente el impulso de la realidad que pasa indetenible y fulgurante, quiere también huir, pero huir del tiempo y el espacio, de la historia y las formas, de la costumbre y la lógica, libre de memorias y proyectos: «desatado, blanco, eterno». Es un anhelo que de mil maneras ha expresado la poesía contemporánea. El blancor, la virginidad de la nada ontológica, del puro ser sin compromisos, de la «luz de jugar y de huir», tientan al creador gravemente presionado por un mundo de dilemas sombríos. Mundo, sobre todo, que lo obliga a hacerse historia, a tomar partido, a compartir los remordimientos de una culpa difusa. La pesadumbre de la conciencia en lo interior y la presión de una circunstancia cada vez más apremiante, comprometedora y apoética, lanzan a la criatura por ese camino de evasión imposible, tanto más bella cuanto más imposible, en la que logra Ballagas expresiones de un dinamismo sorprendente —y muy distante por cierto de la serenidad cultural, con puntas de ironía, de Mariano Brull en su «Yo me voy a la mar de junio»—. Qué ingenuidad en la pasión, qué rapto encantador e incontenible de la palabra cuando el poeta exclama:
Llévame, llévame, llévame a secuestrarme en lo eterno —ansia, oleaje, grupa, crin— viento de la luz de junio.
Página memorable. Y luego, por último, como programa consciente, «¡cuánta nada que hacer!». Sálvese el poeta jugando, haciendo puras nadas, desoyendo el timbre eléctrico del mundo exterior, «desnudo de ayer, de hoy, de mañana», hombre sin anécdota ni quehacer, fugándose en la gracia de un sensualismo ontológico. Ah, pero él sabe que esa es la línea «por donde se llega al sueño», no a la realidad. Porque el sueño, para los poetas de esta generación, tanto en España como en América —en el fondo, modernistas últimos—, significa la huida de la realidad común. Ellos no ven el sueño como sustancia de las cosas —al modo clásico—, sino que —románticos esenciales (recuérdese la pregunta de Darío) — lo sienten como espejismo o miraje. Hay un dualismo radical en el planteamiento de esta poesía: de un lado está la realidad impura, del otro el sueño puro. Y esas nadas, ese blancor, esa «perfección del sí», ese «remolino de lo eterno», el poeta sabe ya que son mera ilusión, bellos mirajes que cederán al empuje de la angustia real. Porque la angustia está presente en este libro como un calosfrío extraño, velado, sin explicación, en la forma diabólica del perro:
Viene la noche a olfatearme. La noche, como la sombra de un perro mueve la cola del viento, la cola fría del viento… Viene la noche a mis pies —huraña— como la sombra de un perro.
No olvidemos esta visitación infernal de la angustia (insinuada también en «Las siluetas» y «Magia negra»). No olvidemos tampoco la copa de la tragedia, que el poeta creyó haber hecho trizas. Todo eso volverá, invasor e inexorable, cuando al fin la criatura vulnerada, llena de humores y experiencias, caiga en el polvo de su realidad sufriente.
Entre tanto, otra evasión más fácil e inmediata se le ofrece por el lado de la llamada poesía negra o mulata, que había inaugurado entre nosotros Ramón Guirao en 1928. Esta fase ocasional y secundaria de la poesía de Ballagas no significa, sin embargo, una desviación estética notable con relación a la «pureza» de Júbilo y fuga. Por el contrario, prolonga el júbilo elemental e infantil de las sensaciones y del juego idiomático, y significa otro modo de fuga. Lo real no es lo mismo para todos. Así, mientras el negrismo conduce a Nicolás Guillén hacia el centro de su realidad poética, para Ballagas representa solo —contra las apariencias de lo que entonces algunos llamaron poesía de servicio— otro plano de evasión.
La búsqueda de una sensualidad sin pecado, adánica o pueril, que es uno de los motivos centrales de su primer libro, prosigue en el Cuaderno de poesía negra (1934), como un anhelo absoluto que encarna o se especifica en los datos de la circunstancia. La elementalidad sensorial y expresiva del negro antillano puede corresponder, mirada con ciertos ojos, a los caracteres del estado primigenio que soñaba el poeta. Si antes nos decía: «La boca / sentirá el sabor blanco / de la espuma y del júbilo», ahora dice: «A las bocas africanas asoma por los dientes / la blancura, la espuma ingenua de las almas». Si antes pedía, utilizando frutas de categoría universal: «Que me cierren los ojos con uvas», ahora escribe: «Esta fragancia del tabaco fresco va a cerrarme los ojos». Y en vez del anonadamiento místico-sensual en «un incendio de manzanas» o «ciruelas de tacto perfumado», más risueñamente nos dirá: «El oído va nadando / en ríos de caimito y mango. / Y el olfato respirando / música en pregón de piñas». En vez de pedir que lo ciñan «de eclípticas azules», constatará: «Eclípticas encendidas de pereza ciñe el trópico». La voluptuosidad del fonema puro es idéntica en el «Poema de la jícara» y en el «Solo de maracas»: «Júcaro y jácara», «Guáimaro. (Risa bárbara.) Tocororo… (Risa bárbara)». Y el gusto por la jitanjáfora del «Poema de la ele» se explaya en las roncas onomatopeyas de la «Comparsa habanera», el poema de más rica orquestación verbal que dio nuestra poesía negra, así como «La rumba» de Tallet fue el de más definitiva plasticidad.
Un poeta genuino siempre halla pretextos para expresar las más profundas apetencias de su sensibilidad. Ballagas atravesó la moda de lo negro con decoro suficiente y con aciertos perdurables en su línea, como la «Elegía de María Belén Chacón» y «Para dormir a un negrito»: esto es, la elegía y la nana, dos propensiones expresivas del poeta, especificadas en la atmósfera de los tipos populares; sin contar páginas que en la recitación pueden adquirir una gracia de dicción y movimiento indiscutible, como «Lavandera con negrito» (escena humorística de la calle) y «El baile del papalote» (saturado de un erotismo elemental). Claro que en la valoración de estos poemas deben intervenir factores generacionales y de época que están en la memoria de todos. ¿Quién no sabe el papel que jugó el negrismo en la Europa de la posguerra, y su trasplante a las dos Américas, y su llegada a Cuba en el propicio ambiente de la revolución política y artística? ¿Quién no recuerda aquellos candorosos recitales de Eusebia Cosme en La Habana llena de ilusiones del año 36? Pero lo que aquí nos interesa es únicamente el valor intrínseco que todo ese episodio tuvo en el proceso de nuestro poeta. Hecha, pues, la experiencia de la ingenuidad popular por el lado de lo negro, con una clara simpatía hacia el sufrimiento humano que la risueña superficie oculta, Ballagas se vuelve a sus íntimos lares para rematar, en un cuaderno ligerísimo y seguro, las intenciones que le dan su encanto inmarchitable a Júbilo y fuga. Me refiero a Blancolvido (1932-1935), que solo figura en la primera edición de Sabor eterno, retirada por el autor a raíz de su salida.
En Júbilo y fuga el poeta nos dijo: «Todavía yo siento este gozo inefable / de ser niño». Blancolvido se inicia con el «Soneto niño», única exposición, dentro de una forma cerrada, de los ideales de candor esencial que aún sigue alimentando. Allí encontraremos, situados en aérea arquitectura, los temas y símbolos transparentes del poeta: la brisa, lo inefable, la inocencia, la ola, el júbilo, el retorno a la mañana prístina. Y todo ello envuelto en el sabor blanco de un endecasílabo de vocales abiertas, infantiles, llenas de aire limpio y redondo.
El segundo poema del libro, «Delicia del tacto», resume la dimensión sensual de la poesía de Ballagas anterior a Sabor eterno, con verdadera maestría. Una lectura superficial pudiera llevarnos al simplismo de pensar en la imitación de Jorge Guillén. Desde luego que la influencia estilística del poeta español es innegable, en esta y otras páginas. Pero ¡qué distinta la sustancia poética y humana que expresan ambos! En Ballagas, por lo pronto, ni una gota de intelectualismo, ni una arista de estructura, ni un amago de especulación. Su palabra, abierta y porosa, se resiste al resguardo de la cerrada esbeltez guilleniana. Palabra indefensa, expuesta, vulnerable, tan alejada en su profunda ingenuidad de la enhiesta palabra de Guillén como de la metálica o incisiva palabra de Florit. Y luego, el objeto hacia el cual se dirige, que la condiciona: la pulpa o translucidez de los sentidos —«ola, curva, brisa»—, tan distante del mediodía perfecto del Ser, meta del autor de «Cántico».
Blancolvido es como una reexposición, más sosegada y explícita, de Júbilo y fuga. En el poema que nos ocupa, «Delicia del tacto», puede seguirse, resumida en un ámbito mínimo, la trayectoria de la fuga: desde el sensualismo frutal (con rápida alusión a la etapa negra) hasta la blancura virginal del olvido, o lo que en el libro anterior había llamado «un júbilo de gritos sin historia»:
Espuma del sueño. ¡Blanco, blanco, blanco! Diente de la negra, Cáscara de huevo. (Sal, nieve, delicia.) Yema, fruta, labio… Se hunde nuestro barco dentro de la música jocunda del tacto. ¡Delicia! ¡Delicia! Las aguas se cierran… (¡Ya olvidé mi nombre!)
La blancura del olvido es la virginidad sensual del sueño adánico, la belleza que ronda al poeta sin encontrarse a sí misma nunca («Blancolvido»), también la «Alta soledad» que va callada en la tarde, «arrastrando cola / de algodón dormido /de pluma y sigilo». Es la alta madre que acuna al poeta, que le canta la nana del desnacer, que lo quiere llevar otra vez a la dulzura de la noche prenatal, a las cerradas vísperas del mundo. Ya en la «Ronda II», de Júbilo y fuga, el poeta decía: «La noche nos besa igual que mamá / y en sus frescos brazos nos quiere dormir». Y ahora de pronto tiene la visión de su voz suspendida en el espacio, dormida en los brazos de esa madre alta que es la soledad de la belleza y la blancura del olvido; su voz como una niña ingrávida, que no quiere pisar la tierra:
¡Oh! Qué dulcemente boba —suspendida flor de espacio— secreta música escucha. ¡Ingrávida y muda está disfrazada de silencio!
En esta colección alcanza Ballagas algunas de sus manifestaciones más puras, con un sigilo y gozo que toca bordes de dicha trascendente. Si la voz que el poeta vio tan dulcemente embobada en brazos del olvido maternal, era en definitiva el espacio suspenso de la tarde o la noche, ¿no será este espacio el sueño de sí mismo, no será lo real el sueño de la identidad? He aquí un poema en el que Ballagas, conscientemente o no, busca la brecha por donde superar el dualismo que estaba en la raíz de su poesía. Es el titulado «Unidad» y empieza con estas líneas:
El cielo, como un cielo se despereza y canta…
Fijémonos en la audacia que supone usar el nombre común, por segunda vez, como nombre metafórico, buscando así la identidad poética de lo real más allá de las transmutaciones retóricas, en un reino donde el lenguaje ya dado se levanta a perenne catacresis.
El agua juega a ser agua… ¡y se sueña agua!
Entonces el juego y el sueño no constituyen la fuga, sino el ser de las cosas. ¿Hay tal vez alusión a los platónicos arquetipos, y el agua que primero se nombra produce ese reflejo de sí misma en el juego y el sueño de las apariencias? Más bien parece que la unidad invocada por el poeta es inmanente a lo real, pero la duda subsiste en los próximos versos:
El árbol no coincide más que con su secreto pensamiento de árbol que se desdobla en árbol.
Y finalmente, la soledad del poeta, a semejanza de las cosas que son sus propias imágenes, no necesita «espejo en qué apoyarse»:
Ella misma es su imagen singular, acabada. Le basta con saberse y errar desamparada.
Pensábamos que la angustia no afloraba en esta colección como en Júbilo y fuga, y damos ahora —en un verso aislado, pero lleno de gravedad y resonancia— con el desamparo que presentíamos detrás de las delicias y blancuras del olvido. ¡Qué timidez alta, qué temblor ingenuo, qué azoro ante la belleza tienen a veces las palabras de este libro! Y cómo nos conmueve la inflexión de algunas líneas, en las que parece acercarse el aliento del poeta, su voz desarmada de escritura. Como cuando, después de escribir: «Y la luna de mañana / tampoco es dalia segura», añade en otro tono, como metido en las lejanías, frialdades y naufragios de la noche venidera: «sí, vocecita angustiada». O cuando dice, con la deslumbrada alegría del pobre de espíritu:
Solo la luna de hoy, la que está brillando ahora, es luz grande y regalada, sorpresa para mis ojos, señora de mis sentidos.
El cuaderno termina con los epitalamios de la palabra virgen. El poeta vuelve siempre a la palabra, que es su cuerpo. Sabe que esa nada donde todo está y no está, ese vacío lleno de apariencias y apariciones, es al cabo su única posesión real. Y entonces le canta como a una esposa, en un tiempo que está fuera de la sucesión, que es el tiempo de nadie y de nada («Epitalamio I»), el puro tiempo nupcial donde tiembla como un alba el verso: «Pétalo, poesía, / enamorada aurora» («Epitalamio II»). ¿Qué importa el quién o el dónde? «La rama y el ave y la garganta» pasan; la canción no pertenece a nadie. «La música es del viento / y del que la conquista». Por eso el poeta secretamente se pregunta cómo conquistarla.
En «Palabra virgen» nos ofrece Ballagas una hermosa poética o cacería espiritual de la palabra. Al inicio de sus Intuiciones precristianas, observa Simone Weil que en todos los relatos sagrados es Dios quien busca al hombre, más que el hombre a Dios. La palabra constituye para el poeta la potencia nupcial, el daimon mediador entre su deseo y la divinidad. De raíz divina ella misma, el poeta siente que, al buscarla, es ella quien lo busca. Por eso ahora la ve como un pájaro en lo oscuro, como una mariposa deslumbrada: «buscándote, buscándose, empeñada: / ciega, sin encontrarse ni encontrarte». Ángel-mariposa, pájaro-ángel (como en la imaginación demonológica de René Portocarrero), vislumbrándola se dice a sí mismo: «Tornasolada / la veías / primero de un color, luego de otro». Y en ese relámpago de la entrevisión apresta sus mallas aparentemente inútiles:
Para hacerla tu presa, convocabas urgente a los sentidos: Olfato, Vista, Tacto, Gusto, Oído… que urdían la retícula de donde siempre se escapaba ella ilesa, indemne, viva y azorada.
Se escapa, sí, porque es la palabra anterior a la palabra, el espíritu libre de la poesía; pero ese deseo de ella, esa amorosa persecución, si no la apresa la enamora, la rinde a las finezas del amante. Y así, después de las naturales travesuras femeninas («Rápida / alzaba un grito / en el punto brillante de los ojos: / huía al pestañear»), de pronto el poeta se siente navegado por la palabra como nueva sangre solemne, y entonces ella baja, enamorada y siempre libre, ante sus ojos sorprendidos: «Iba profunda, / majestuosa en el río de las venas / y bajó por el lápiz a posarse / en la cuartilla que tenías delante». Mariposa, pájaro, abeja, ondina, hada, ninfa, mujer, estatua: es la escala de Jacob de este poeta luchando con su ángel en el sueño adánico de los sentidos, en la blancura cinegética y nupcial de la palabra.
La segunda parte de la primera edición de Sabor eterno se titula «De otro modo (1935–1938)». La segunda edición, aparecida el mismo año de 1939, suprime Blancolvido y deja el título general de Sabor eterno para los poemas que se hallaban incluidos en «De otro modo». El libro se inicia con un poema —«Canción»—, que asegura la continuidad con las últimas páginas de Blancolvido, aunque su forma de romance con rima generalmente aguda le da una rotundidad que no muestra nunca aquel cuaderno, salvo en el «Soneto niño». La nueva estación de la poesía de Ballagas, sin embargo, hay que buscarla en los dos poemas que constituyen el centro de Sabor eterno, y que fueron publicados separadamente en 1936 y 1938. Nos referimos, desde luego, a «Elegía sin nombre» y «Nocturno y elegía».
El primer texto de «Elegía sin nombre» apareció sin puntuación, al estilo de los poemas de Vicente Aleixandre en Espadas como labios, y de Luis Cernuda en Donde habite el olvido. Ballagas se acerca a la órbita de estos poetas, y algo también a la de Pablo Neruda, impulsado por sus nuevas necesidades expresivas. Nos atendremos a la versión puntuada que figura en la edición definitiva de Sabor eterno.
Se trata, por lo pronto, de un poema narrativo, autobiográfico, donde se cuenta una experiencia del amor. Desde este punto de vista, y considerando también el tono neorromántico que lo invade, su concepción —salvadas las distancias de época— no difiere en lo esencial de la que sostiene, por ejemplo, al romance «Fidelia», de Juan Clemente Zenea. Ambos son narraciones elegiacas, articuladas en momentos discernibles. Los del poema de Ballagas son tres: I) Los amantes, sin saberlo, son empujados por el destino hacia el fatal encuentro. II) Los amantes se hallan frente a frente y gozan la angustiosa dicha que se acaba. III) El poeta canta el fracaso del amor y su transmutación en el poema, enlazándolo con la cita de Whitman que lo precede.
En la primera estrofa se describe el paisaje natural de la inocencia: la arena, el mar, el cielo. Blanco y azul. Los gerundios nos indican un estado de duración ahistórica, un tiempo arcádico. En la segunda estrofa el poeta empieza a describirse a sí mismo en medio de esa soledad marina y virginal que va a convertirse en el escenario del encuentro y la caída. Para hacerlo, utiliza ahora los verbos en el pasado imperfecto, y su contraste con los gerundios suficientes de la naturaleza (el mar «mirándose», el cielo «continuándose») nos indica que se trata de una criatura vulnerable por el tiempo sucesivo, que va hacia la historia, la decadencia y la muerte. El que habla, además, es el hombre ya vulnerado y ensombrecido: su descripción retrospectiva delata un temblor de amargura que a ratos parece trocarse en advertencia, como si fuera posible —al revivir las imágenes de lo pasado— impedir que se consume. Pero el poeta habla ya desde la consumación de su tristeza:
Yo andaba por la arena demasiado ligero, demasiado dios trémulo para mis soledades, hijo del esperanto de todas las gargantas, pródigo de miradas blancas, sin vuelo fijo.
Pensemos en Júbilo y fuga, pensemos en Blancolvido. Sí, el poeta iba demasiado ligero: su ligereza no era sólo tenuidad de anécdota o condición adánica, sino también indefensión de brizna arrastrada por el viento. Era una ligereza excesiva y peligrosa, un andar sin raíces ni gravitación, un júbilo irresponsable acechado por las potencias oscuras escondidas en esas soledades donde «se hacían las gaviotas, se deshacían las nubes / y tornaban las olas a embestir a la orilla», como si eso fuera todo, como si nada más pudiera ocurrir. Hay un momento en que la radiante inocencia de la naturaleza se nos transforma en máscara impasible de las fuerzas demoníacas. Empezamos entonces a inquietarnos. Todo nos empuja, con despreocupación fingida, al sitio del destino. El poeta sentía ya una vaga tristeza inmotivada, una premonición de palabras que aún no habían llegado a sus labios. Y su andar no era ya el de un «dios trémulo», el de un «fresco niño del olvido», sino el de un sonámbulo, el de un hipnotizado: «en un andar en andas más frágil que yo mismo, / con una ingravidez transparente y dormida». Y a su lado descubre entonces el testimonio de la opacidad, del volumen, de la pesadumbre que va alcanzando su cuerpo. Porque aquel perro huraño, animal de la angustia, que el poeta confundió con la noche en Júbilo y fuga, sale ahora de él, de su propia noche, se proyecta en la arena y lo acompaña para siempre:
Mi sombra iba a mi lado sin pies para seguirme, mi sombra se caía rota, inútil y magra; como un pez sin espinas mi sombra iba a mi lado, como un perro de sombras tan pobre que ni un perro de sombras le ladraba.
Y de súbito entramos en el reino sombrío. El poeta ya no puede seguir en calma su relato; prorrumpe en amargas lamentaciones que nos revelan la causa de su tristeza. Volvemos a encontrar, insuperado, el dualismo que descubrimos como supuesto de Júbilo y fuga y que parecía conjurarse en un poema de Blancolvido. De un lado el sueño, la ilusión, el miraje; del otro, la realidad «con la luz que recorta las cosas agriamente». De un lado, el júbilo puro de huir; del otro, la gravitación impura del pecado y el dolor: la realidad que es un «secreto de carne» y un «secreto de lágrimas». Hacia ese amargo secreto era también empujado el otro, aunque su cuerpo «reposara tendido»: «Tú avanzabas, amor, te empujaba el destino, / como empuja a las velas el titánico viento de hombros estremecidos». Los dos arrastrados por esas manos «que pueden más que nosotros mismos», llegan al fin, fatalmente, al sitio del encuentro, y entonces el paisaje se quita la máscara: lo que parecía inocencia arcádica de cielo y mar, de nubes, gaviotas y olas, se revela como escenario polvoriento de viejo teatro, con su tramoya gastada y celestinesca de luces y sombras; y los amantes, en el centro de la escena, fuertemente amarrados por los cables de seda y acero que «tendió la mirada». Y esta escena venía ocurriendo desde el principio de los tiempos, había ocurrido ya en el tiempo inmemorial y onírico del deseo en que ha caído el que se quería «nonnato de claridades» o «fresco niño de olvido». El amante descubre, sí, la belleza exultante del cuerpo amado (llamarada, mástil, columna, torre), pero también la «noche morada de los siglos» que se acrisola en sus «ojos oblicuos», y la indiferencia que levemente «levanta las cejas». Rostro vagamente siniestro, como una máscara de imperceptible ironía, donde está cifrado el fondo irresponsable y fatal de las pasiones. Rostro milenario, nocturno, anónimo, de la belleza intocable, turbadora, profundamente frívola. Rostro en verdad demoníaco.
El poeta ha perdido para siempre la paz: ha caído en el mundo del deseo. Y ha perdido su ingravidez, que le venía de la comunicación con el espíritu libre de la belleza. Ahora la belleza carnal, inalcanzable, inconsistente, vacía, es la que vive y alienta «con un alma distinta» cada vez que respira, mientras él —que andaba «sin vuelo fijo» a la orilla del mundo— se ha fijado en la arcilla y se ha quedado a solas con su «alma única, invariable y segura». Nadie ha cantado entre nosotros el misterio teológico de la caída con tanta lucidez. Ahora el poeta está inmóvil, meditabundo, «con un libro entreabierto sobre las piernas quietas». Ahora sabe, y ese saber es un sabor amargo, no de espuma blanca sino de «limo oscuro de lágrimas», en su lengua. Sólo le queda —como despojo del linaje divino— la vida del poema. Porque lo decisivo en esta experiencia no es su «gran fracaso», sino el haber entrado en el tiempo de la muerte, de la carne, del sufrimiento; y entonces descubre la otra vida, la de la creación, que vive del dolor. Por eso concluye: «Los pechos de la muerte me alimentan la vida».
El impulso narrativo y dramático de «Elegía sin nombre» desaparece por completo en «Nocturno y elegía». El verso irregular —aunque basado siempre en el pie de siete— se remansa y cuaja en estrofas homogéneas de siete endecasílabos blancos cada una. Esta forma regularizada nos indica un estado de sombrío recuento, posterior a los remolinos de la experiencia. El poeta habla con un tercero, en ensimismado parlamento. Son los recados últimos a la persona amada e irremediablemente perdida. Recados de un dulce desvarío, precedidos por un ritual aciago que parece venir de costumbres populares que el poeta del Cuaderno de poesía negra conoce bien: «Si pregunta por mí, traza en el suelo / una cruz de silencio y de ceniza». Pero en seguida añade, recogiendo todo el poso amargo de la elegía anterior: «sobre el impuro nombre que padezco». Ya no solo no puede olvidar su nombre, anegado por las aguas deslumbrantes del sentido, como quería en «Delicia del tacto», sino que lo sabe nombre impuro, manchado, y lo padece como una maldición. «Si pregunta por mí [continúa], di que me he muerto». Vivir en el reino de la culpa y la impureza es estar muerto: noción que aparece en todas las religiones, desde las más primitivas hasta el catolicismo. Pero la idea de la muerte nos lleva también al camino de las metamorfosis, vía por donde toscamente busca el mundo de la fábula, anterior a la revelación cristiana, la salida de los ciclos fatales que dominan la muerte y el destino, más fuerte que los dioses. Preso en la pesadumbre de la culpa y la tristeza del amor fracasado, el poeta quiere evadirse metamorfoseándose, aniquilando su conciencia por la transmutación en formas inocentes, luminosas e irresponsables. Es una nueva fuga sin júbilo, una fuga desesperada por las galerías del sueño de las formas: «Dile que soy la rama de un naranjo, / la sencilla veleta de una torre».
Lo decisivo, repetimos, no es la anécdota del amor imposible, sino la entrada en la órbita de lo impuro, lo caído, lo sufriente. Por si nos quedara alguna duda, «no le digas [prosigue el poeta] que lloro todavía / acariciando el hueco de su ausencia». Esto, con ser tan doloroso, es ya secundario frente a la inmensa verdad que ha descubierto: la verdad de la carne, la fatalidad inmemorial e inconmovible de ese «laurel que canta y sufre».
Entonces el amante quiere repartirse, donarse en fragmentos de su cuerpo, viajando por el tenebroso río del sueño de las formas: «Es verdad que estoy triste, pero tengo / sembrada una sonrisa en el tomillo, / otra sonrisa la escondí en Saturno, / y he perdido la otra no sé dónde». Esconderse, perderse, repartirse, nuevo Osiris desmembrado en la vastedad del universo; regresar por el camino de la disolución a las formas elementales y simples de la materia. Recordemos a Darío: «Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra pura, porque esa ya no siente». El amante asciende y desciende, en su absorto desvarío, por la escala de las metamorfosis. Tan pronto es «mudo pececillo» como «oscura perdiz». Anhelo de anonadarse en la mudez, oscuridad y lejanía del cosmos, que en el fondo es un anhelo erótico, de entrega innumerable, porque se funda en un animismo de raíz, caro a toda desesperación romántica. Y sin embargo el niño, el niño arcádico, marinero y pastoril, el niño eterno, vulnerado pero indestructible, emerge para rechazar con un gesto cristalino la montaña de impurezas y remordimientos que le viene encima. Y su defensa consiste en su misma indefensión: «Soy una verde voz desamparada / que su inocencia busca y solicita / con dulce silbo de pastor herido». ¡Ah, rebaño, para siempre extraviado de las sensaciones virginales! Ahora las metamorfosis adquieren otro sentido: ya no recogen el anhelo de una aciaga disolución, sino las formas escogidas, difíciles, ocultas o tímidas en que sobrevive la inocencia destruida: «la punta de una aguja, / un alto gesto ecuestre en equilibrio; / la golondrina en cruz, el aceitado / vuelo de un búho, el susto de una ardilla». Inocencia que sobrevive, sí, pero con el torpor nocturno del búho, con el azoro de la ardilla, condenada a las sombras, el peligro y el espanto. Y en todo caso resistiéndose a ser «eso que dibuja / un índice con cieno en las paredes / de los burdeles y los cementerios». Porque quiere serlo todo, apariencia innumerable de la imaginación del cosmos; «todo, menos la carne que procura / voluptuosos anillos de serpiente / ciñendo en espiral viscosa y lenta». Quiere perderse en lo ligero y gracioso, y aún en lo oculto: azafrán, lirio, golondrina, búho, ardilla; pero no en la serpiente. Porque la serpiente no es una forma de la fantasía divina soplando a la materia (soplo donde el alma puede imaginativamente refugiarse), sino la figuración sagrada del Mal, que busca el centro libre del alma para ahogarlo en la viscosidad y lentitud —cualidades ya no demoníacas sino satánicas— de la Carne. El poema termina volviendo al tema de la disolución y la entrega, en una atmósfera de romanticismo desmayado, de lánguida evaporación, de lejanías y entreluces espectrales: «Dale el suspiro mío, mi pañuelo; / mi fantasma en la nave del espejo. / Tal vez me llore en el laurel o busque / mi recuerdo en la forma de una estrella».
De los poemas que preceden en Sabor eterno a las dos elegías (descontado «Canción», a que ya nos referimos), los más importantes son el «Nocturno»: «¿Cómo te llamas, noche de esta noche?», cuya tierna escritura, como el ademán ingenuo del poeta, parece temblar en el aire enlunado; el «Poema impaciente», de realización monótona, que expresa, al revés de «Elegía sin nombre», la amargura de la frustración por el desencuentro; «De otro modo», ardiente testimonio de la angustia metafísica ante la fijeza irrevocable de la realidad, derivado luego hacia la resonancia puramente sentimental, otra vez, del encuentro imposible: página siempre emocionante y personalísima; y el «Retrato», coronamiento de una serie de esbozos iniciados en «Víspera» y que hay que poner en relación con el pasaje de «Elegía sin nombre» que comienza: «Y yo con mi alma única, invariable y segura». Poema muy representativo de Ballagas, por ese aliento que empaña el cristal de las palabras, y que de pronto alguien limpia y se ve al adolescente inmóvil, volviéndose azorado al soplo misterioso de su propio nombre. Retrato lleno de atmósfera, de hálito, de aura, con fondo de tarde azul y primeros planos de ventana habanera, dentro de ese vago teatralismo indefinible, donde el gesto real y el gesto fingido se confunden, que es uno de los secretos de esta poesía. Poesía de soplos, de sustos evaporados, de manos que se alzan en el aire para acariciar el ánfora de una frase, de voces que se ahuecan y quedan adorando una sola palabra dolorosa, como en el final de «De otro modo», que el poeta decía tan bien. Porque no olvidemos que este lirismo tiene su elocuencia, su teatro evanescente, sus efectos de buena ley.
Los poemas que siguen a «Nocturno y elegía» son «Elegía tercera» —desarrollo de la idea de la muerte sucesiva, la muerte como espejos infinitos, lluvia incesante, lento deshielo—; «Psalmo» —meditación sobre el amargo misterio de la carne, sobre el por qué y para qué de la generación seminal—; y el «Nocturno» que empieza: «De pronto me he quedado como una rama sola», página de temple desigual, con influjos heterogéneos que no logran fundirse en la voz del poeta. En cambio, el «Soneto sin palabras» cierra el libro con fidelidad y maestría. De él subrayamos la exclamación que lo preside: « ¡Ángel caído a tu sentencia!», como tema fundamental de este libro. Aquel cuerpo intacto y radiante que tan hermosamente se evocó en «Elegía sin nombre», aquel cuerpo cuya vida se dividía «como el canto en estrofas», es ya una «inútil apagada carne» que se ofrece «a los agudos garfios heridores». El cuerpo se ha hecho carne, y carne oscura, en los garfios de la muerte, podredumbre anticipada. No puede imaginarse caída más profunda ni expresión más violenta de la tristeza del espíritu en el hombre.
A lo largo de Sabor eterno, y especialmente en «Nocturno y elegía», puede seguirse el proceso por el cual el poeta distingue el deseo del amor. Ese discernimiento va a cobrar fuerza temática en un importante poema publicado por la revista Cuadernos Americanos en su número correspondiente a julio-agosto de 1943. Se titula «Declara qué cosa sea Amor» y lo precede un soneto —«Invitación a la Muerte»— que será incluido con algunas variantes en Cielo en rehenes.
El poeta ha hecho su experiencia y nos trae sus definiciones, sus antinomias, viejas como el mundo, nuevas como la mañana. A cada una de las maldiciones de la Carne corresponde una bendición del Amor, subiendo de lo natural a lo sobrenatural por un camino que —al revés de lo que ocurría con el engaño de las metamorfosis— realmente va a conducirlo a la liberación del espíritu. El Amor no es el deseo («ese escuálido aullido / de famélicos lobos extraviados»), sino el reposo inocente de la Arcadia marina («Una dormida playa suspirante / con esbozos de cuerpos que respiran / bajo su blanca sábana de arenas»); no es la fornicación («esa carpa difunta, viscosa, irrespirable»), sino un ímpetu luminoso «como un gran caballo / de espadas con las crines de diamante»; no es el remordimiento de la culpa (ese «dolor sucio de los días / en que resbala lenta la llovizna / igual que un lloro de pupilas ciegas»), sino el festejo de la alianza («un arcoíris / triunfal para que mozos y doncellas / desfilen enlazados por los talles»); ni mucho menos la prostitución («Torpe moneda, alacranado labio, / bruja y raposa a un tiempo»), sino la santa nupcialidad del mundo («las cámaras nupciales / tibiamente alumbradas por los besos; / arpas de fuego, cítaras de agua»). Pero en la tercera y cuarta partes del poema, sube el Amor a su esfera espiritual. Puede ser ahora, no ya alegría y gozo primaverales, sino arrepentimiento, contrición, «dolor de hombre / que como el publicano hunde la frente / y rasga el corazón sin que lo miren». Y puede ser olvido, no de las cosas o los otros para ser más uno mismo, sino, al contrario, del amargo yo para dejarlo en la transparencia de la entrega. Y dulzura de las cosas humildes:
Pero el amor, ¿cómo diré que sea? es el sencillo patio de mi casa, es mi niñez, mi adolescencia pálida, el naranjo florido, el venadito que atado nos trajeron una tarde y murió sin sus bosques en los ojos.
Amor sin sexo, goces del espíritu que empiezan por la aceptación plena de este mundo y paran en querer la muerte del deseo, la renuncia a la belleza de las cosas, el camino que conduce a Dios: «Amor, Amor hundiéndome en la muerte. / Es renunciar, no estar preso en las cosas. / Desligarse de la trampa mortal de las criaturas». Desnudez, despojamiento, entrega. Amor de salvación. Perder la vida para ganarla: «y en Ti perderse / para encontrarse Contigo en tu Morada».
Del reino de la Fábula había caído el poeta en «los caminos nocturnos» de la pasión y la carne, por donde se va «pisando arena y vidrios y espinas de la ira» («Psalmo»). De ese polvo se levantará únicamente por el misterio de la fe, que es lo contrario de aquellas evasiones místico-sensuales que tantas veces lo tentaron. Porque la fe se funda en mirar la realidad de frente y abrazar la Pasión, la Cruz que la abraza y la redime. Los primeros pasos decididos que dará Ballagas por ese nuevo camino, sin embargo, no aparecerán en un libro de poemas confesionales, sino en un cuaderno —Nuestra Señora del Mar (1943)— humildemente dedicado a la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba. El cuaderno está formado por un soneto, diez décimas y unas liras finales. Su sencillez nos alivia del tono un tanto retórico de «Declara qué cosa sea Amor», cuya coherencia conceptual no logra siempre convencernos de la absoluta realidad interior que lo sustenta —porque, en efecto, a veces nuestro saber o nuestros credos pueden adelantarse a nuestra vida—. Por lo demás, en el «Soneto de los nombres de María» hallamos la vinculación oculta de este homenaje —aparentemente desasido de la intimidad del poeta— con la etapa anterior de su vida y su poesía. El descendimiento y la encarnación, a través de la Virginidad invulnerable, redimen a la arcilla impura. Una nueva medida de Belleza se hace posible para el pecador. No se trata de huir, de evadirse, sino de aceptar amorosamente:
Pero el amor que multiplica todo, Panes y peces, el maná y la Forma, Hace que la sin mancha baje al lodo, Que la luz soberana tome forma, Que la belleza, al fin, halle acomodo Y al ojo pecador dicte su norma.
El catolicismo significa para Ballagas, en primer lugar —después de los excesos de un neorromanticismo que le han estragado la palabra—, es claridad y norma. Por eso busca ahora las formas clásicas y cerradas, donde la palabra se somete a una disciplina que la ordena y purifica. Las espinelas dedicadas a la Virgen, por otra parte, constituyen un nuevo acercamiento —más refinado y universal que el de la etapa negrista— a las fuentes populares y folklóricas, esta vez por el lado guajiro y de los loores anónimos. Sus décimas, siendo desde luego cultas, se acercan con deliberada humildad a la sencillez de la décima campesina, tratando de «aislar [como dice en las notas finales] la luminosa religiosidad popular —tradición universal popular— de la superstición plebeya que con innegables vetas de pintoricidad étnica, carece de legítimo vuelo espiritual». Ningún pintoresquismo, en efecto, mancha estas páginas, próximas sin embargo a la frescura de lo popular por la espontaneidad del tono y el candor de las concepciones. Si las comparamos con las décimas de Eugenio Florit en Trópico, las diferencias entre ambos poetas fraternos resaltan violentamente. Mientras las décimas de Florit están armadas de punta en blanco y tienden al perfil intelectual de la palabra, con voluta a veces gongorina, las de Ballagas —como toda su poesía— están desnudas e indefensas, sin otro escudo que su propia carne emocional, en azoro tímido.
A pesar de su carácter de homenaje objetivo, de estampas poéticas iluminadas a imitación de los óvalos que rodean la figura de la Virgen en su altar, percibimos la súplica y la esperanza que delicadamente se transparentan cuando el poeta dice, con gracia culta y popular a la vez: «Déjame tomar asiento / En tu preciosa canoa / Y poner al cielo proa / Navegando por el viento»; o cuando, en la décima a la luna nueva que está a los pies de la Virgen, exclama: «¡Luna que mi angustia bañas! ¡Ojo que en la sombra vela!»; o cuando dice cómo la Fe «abre la oscura mirada / Y le ofrece Pan de Vida». Y aquel paganismo arcádico, de radiosa sensualidad frutal o marina, que escondía en su aparente inocencia la semilla de la corrupción, cede el paso a la Madre que aparece flotando sobre las aguas, vencedora del reino de Venus:
El reino de Anadiomena Perece, por esculpida Luce María adherida A la concha de la aurora, Perla de luz cegadora Al amanecer mecida.
Algunas espinelas, como la que se titula «Entrada en la canoa», se destacan por su delicadeza antológica, por la delgadez cristalina del idioma. Después de su temporada en el infierno de lo oscuro, lo cósmico y lo fosforescente, después de atravesar lo morado y la ceniza, vuelve Ballagas a encontrar su palabra blanca, pero ya no de un blanco fabuloso y pagano, ni de un blanco de olvido, sino de humildad y rendimiento: el blanco de la sal que recogieron los pescadores en cuya canoa entró la Virgen, y que llevaron al hato de Varajagua. Esa blancura de los pescadores, de los humildes, de los pobres de espíritu, es la que ahora quiere el poeta, y la que le hace poner en boca del ermitaño Matías de Olivera ese requiebro encantador: «¿De dónde vienes, Señora, / Con la ropa tan mojada?»
En las liras finales se acerca más a un barroquismo tierno, blando y movido, con la indolencia de nuestro mar en una mañana radiante. Los versos parecen, henchidos y puros, las olas sobre las que apareció la imagen de la Virgen flotando después de la tempestad, mientras el arcoíris «moja la tranquila / Cola de faisán real entre la espuma». Catolicismo criollo, fragancia de leyendas populares, estampa ingenuamente iluminada, sin literatura casi, limpia de oropel y vanidad. Eso es este cuaderno ligerísimo, blanco, humilde, de Ballagas, alabanza fina «a la que es salud y nos trajo la salud en las entrañas», que señala su entrada en la libertad verdadera del espíritu.
El próximo y último libro de nuestro poeta —Cielo en rehenes, que a pesar de haber recibido el Premio Nacional de Poesía correspondiente a 1951 permanece inédito—, cuaja su neoclasicismo de raíz católica en una serie de veintinueve sonetos repartidos en tres secciones — «Cielo gozoso», «Cielo sombrío» y «Cielo invocado» — donde se resume todo su proceso espiritual. En el primer «Cielo» sitúa el júbilo de la sensualidad, presidida por un tono de alabanza contemplativa. La primera lección que aprende de Roma es que no hay que renegar de los sentidos —santificados por la Encarnación—, sino ordenarlos en la jerarquía de lo creado. Queda muy lejos el frenesí dionisíaco del anonadamiento sensual. Entre la hermosura y el hombre se interpone una distancia respetuosa. Y para expresar este nuevo estado nada mejor que la ventana justa del soneto, que «mide el paisaje» sin oponer pared a sus efluvios y sugestiones. Porque ya el poeta no anhela el romántico infinito del espacio nocturno y el deseo, sino la porción de mundo que le toque serenamente disfrutar como en una «caja de divina resonancia». Por eso es «adorable» la piedra de la cárcel del soneto, y el poeta le dice hermosamente:
Entra y sale de ti la poesía con la sombra imponente del abeto y la fragancia de la rosa fría.
Siguen las alabanzas primorosas de la flor, de la flor anónima y fugaz, cuyo enigma remonta al origen de la belleza (soneto que debe relacionarse con «El que encuentra una flor», delicadísimo poema publicado en Clavileño); y las alabanzas del clavel, flor nombrada, individual y en cierto modo abstracta: «silencioso doncel de melodía». La exaltación frutal (yema, pulpa, tacto, paladar) ha cedido el paso al perfume dibujado y cantado de las flores, a la sensualidad espiritualizada de la contemplación. Y si el poeta vuelve a sus lares de paganía helénica («vierto en cratera de oro vino griego / y mis sentidos visto de tu gama»), es para hacer un brindis de sabor cultural, para rendir homenaje a la belleza con fórmulas de noble secularidad. La segunda lección aprendida de Roma es que la perfección material de lo creado refleja una sabiduría que debemos venerar, aún en las criaturas vegetales. Y así dice al clavel: «tu perfección es tu sabiduría».
Del clavel pasamos al cisne. Pero el cisne de Ballagas no es el símbolo de Eros o el Enigma (como en Darío), ni de la retórica impresionista e insustancial (como en González Martínez), sino del rapto libre y salvaje de la poesía. No es el cisne versallesco bogando por las quietas aguas del lago o el estanque, sino más bien el cisne peregrino que, «olvidado del paisaje» (esto es, de su función decorativa), alza el vuelo con «ímpetu divino». Entonces le dice el poeta —revelando ya aquí sus lecturas de los románticos ingleses, por el tono y la mirada:
Espíritu pareces, no criatura, que el aire recorriera vagabundo mojando de alegría el firmamento.
En el fondo este soneto contiene una defensa del cisne, frente al ataque un tanto simplista —aunque magistral— de Enrique González Martínez. ¿Por qué ha de salir vencedor «el sapiente búho»? En su hora sombría el poeta se vio a sí mismo como «el aceitado vuelo de un búho». Góngora en las Soledades por dos veces nos recuerda que es el ave en que se transformó Ascálafo, hijo de Aqueronte, acusador de Proserpina. En nuestros días José Gorostiza nos habla del «solitario búho que medita / con su antifaz de fósforo en la sombra». Su linaje infernal está bien acreditado. Todo su saber debe ser plutónico y satánico. Tal vez sea cierto que «interpreta / el misterioso libro del silencio nocturno», pero es justamente de ese silencio de lo que huye ahora nuestro poeta, y por eso prefiere, no el cisne «que da su nota al azul de la fuente», sino el que alza el vuelo nómada como espíritu libre, «mojando de alegría el firmamento». Visión luminosa y enérgica del rapto poético, que desde luego preferimos a las presuntuosas metafísicas del búho.
Sigue una serie de sonetos de temas insulares (playas, bodegones, idilios y paisajes), de los cuales destacamos, como antológicos, el «Soneto rural», con su voluptuosa fruición de eses antillanas, y el titulado «Fuente colonial», exquisitamente labrado desde la primera a la última sílaba, joya indudable de nuestra poesía, por la escogida perfección y el templado calor humano que se funden en su hermosura:
No lloréis más, delfines de la fuente sobre la taza gris de piedra vieja. No mojéis más del musgo la madeja oscura, verdinegra y persistente. Haced de cauda y cauda sonriente la agraciada corola en que el sol deja la última gota de su miel bermeja cuando se acuesta herido en el poniente. Dejad a los golosos pececillos apresurar doradas cabriolas o dibujar efímeros anillos. Y a las estrellas reflejadas no las borréis cuando traducen de los grillos el coro en mudas, luminosas violas.
La belleza de lo creado, viene a decirnos el poeta en esta primera sección de su libro, es un cielo que tenemos en rehenes, como prenda y garantía de que existe la Belleza increada, el cielo del absoluto gozo. Mas para merecer la invocación de esa ventura es preciso pasar —como lo hizo Cristo— por el cielo sombrío del dolor, purgatorio que también comienza en esta vida. Porque los dos mundos se entrelazan y unifican para el que ha alcanzado la fe. Vienen ahora los testimonios de la purificación del «dios caído», como se llama en el «Soneto sombrío». Es la noche bíblica del temblor y el crujir de dientes. El corazón del poeta, que anduvo siempre desnudo y sin resguardo, está ahora en carne viva, profundamente vulnerado, no ya por la angustia y la impureza, sino por el horror de la ofensa cometida; no por el dolor que se padece, sino por el que se inflige con el pecado. Es el miércoles de ceniza, la hora de la indignidad y el remordimiento:
¿Quién con la uña de una lezna fría sobre mi corazón traza una estría dejando en carne viva su latido? ¿No callará el lamento que me eriza? ¿No habrá quien apostrofe al firmamento por dar tregua a esta lluvia de ceniza?
El enigma del tiempo es el del corazón humano, que primero —en la ciega expansión de la juventud— creemos que es un pájaro volando sin rumbo por la niebla oscura, pero que después sentimos «aletear en el pecho prisionero como en un cielo breve e insondable», y que al cabo romperá su cárcel para encontrar la perdición o salvación eternas. Símiles sencillos, diáfanas alegorías, vivencias entrañables. Y otra vez —pasados los sonetos a Lorca y a un amigo muerto— el cisne que tiene el «don de profética elegía», ahora como ejemplo de hermosura y elegancia en el dolor —poética que corresponde a esta segunda parte de sonetos doloridos—. Y finalmente, la «Invitación a la Muerte», con resonancias clásicas de estoicismo cristiano, en la mejor línea de tradición española:
Que si yo ardí, querer que se derrama en mentira carnal y estéril vena, por la verdad en tu reloj de arena soy ora la humillada voz que clama.
Desengaño, confesión, sabiduría casi anónima, casi refranesca, de cristiano viejo: «que el que pierde la tierra, gana el cielo». ¡Ah, sí, pero cuán difícil es perder la tierra! Hay que velar continuamente, estar en vela siempre en el amanecer de Dios, según nos dice Cristo (San Lucas XII): «Porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón. Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras antorchas encendidas; y vosotros semejantes a hombres que esperan cuando su señor ha de volver de las bodas; para que, cuando viniere y llamare, luego le abran. Bienaventurados aquellos siervos, a los cuales cuando el Señor viniere, hallare velando». Con un bellísimo soneto inspirado en esas palabras comienza Ballagas la sección final de su último libro. Se titula «Hora de laudes» y lo inunda una dorada luz matinal en la que no sobrevive ningún color impuro, ningún gesto voluptuoso o desmayado. Todo es aquí —bajo «la celeste chillería de alondras» — enérgica vigilia del espíritu:
Pero el buen siervo, anticipado al rojo
clarín que abre amapolas de bravura
(alumbrando el oído antes que el ojo)
Ya está en vela, ceñida la cintura,
luz en la mano, pecho en el cerrojo,
atento a que regrese la Hermosura.
El paso del alma al espíritu se confirma en los sonetos siguientes. En «Pasión de la inteligencia» (con una cita de Helio sobre San Judas), nos sorprende un tono de discurso intelectivo que no había aparecido nunca antes en la poesía de Ballagas: «No la palabra, mas la idea pura, / no la materia, sí la coincidencia / entre la forma y lo que la apresura. / La cáscara mortal del accidente / disipada en las luces de la esencia / y el lucero del Acto, permanente». Tomismo poético, sin duda. Y después de la visión, ya no juglaresca y fina, sino trágica y entrañable, de María en «Pieta» («tu sol desciende, se consuma el día: / tu palabra debajo de la hiedra»), un soneto fundamental: «La mirada». Recordemos la observación de Simone Weil: es Dios quien busca al hombre. Un día sentimos su mirada en nosotros: hemos sido alcanzados, no por su justicia sino por su amor inaudito. En vez de entregarnos, resistimos, queremos escondernos, vivir ocultos; pero ¿dónde, cómo? Su mirada lo atraviesa todo —pecado, distracción, banalidad, azar—. Estamos descubiertos. Y descubiertos por una mirada suplicante, por la mirada del Mendigo, del Pobre: «Aunque vaya a esconderme, Dios me mira / con ojo de reproche sin venganza; / mientras más amoroso más alcanza / a lastimar lo que de mí respira». Vulnerado ahora por el Amor que nos padece, le llega al hombre el tiempo de la contrición, del llanto que fluye de la dureza del corazón, «al acordarnos de que Dios nos quiere». Qué sencilla elocuencia tiene ese giro familiar: «al acordarnos». Sí, porque lo habíamos olvidado, y de pronto, en un momento cualquiera —que es tal vez el instante de la gracia— vemos otra vez la mirada de infinita súplica.
Los últimos cuatro sonetos del libro muestran una reciedumbre y una plenitud insólitas en la poesía de Ballagas. Ya no queda en su palabra ningún dejo balbuceante, ninguna blandura sensualista. Y si a veces se insinúan, es para fundirse al punto en la llama de la voz espiritual. El segundo movimiento de la gracia es la sequedad y el silencio. Dios, que tan ardientemente nos buscaba, desaparece. «Dios silencioso, Dios desconocido, / ¿por qué si más te busco, más te escondes?» Pero esa sequedad y ese silencio constituyen el disfraz de su ternura, la brasa de su purgatorio, el imponente sitio de la plaza fuerte del alma. Porque se trata, como nos dice «La voz penitencial», de desprenderse del «hombre viejo» de que habló San Pablo y de la «ensombrecida vestidura de la serpiente antigua» que era su piel. Pues no se puede rechazar a la serpiente, como tantas veces lo intentó el poeta enceguecido, sino más bien desprenderse y desnudarse de ella, que está adherida a nosotros desde el Génesis. Y así llegamos a uno de los mejores sonetos religiosos de nuestra poesía, el «Soneto agonizante», milagro de impulsión y clausura, de exactitud y aliento. Conmovedor milagro del amor apremiando por sus más vivos centros la palabra de un hombre que ha subido, tras una larga y penosa jornada, con sus débiles fuerzas, a los alcores de la Pasión del Espíritu. Y qué riqueza, qué hondura, qué fuego adquiere entonces su palabra anhelante. Y qué transfiguración de la voluptuosidad la satura de un Sabor y un Deseo que han vislumbrado el Horno subidísimo de la Dicha:
¡Ah, cuando vendrás, cuándo, hora adorable entre todas, dulzura de mi encía, en que me harte tu presencia. Envía reflejo, resplandor al miserable! En tanto que no acudas con tu sable a cortar este nudo de agonía, no habrá tranquila paz en la sombría tienda movida al viento inconsolable. Luz increada, alegra la soturna húmeda soledad del calabozo: desata tu nupcial a águila diurna. Penetra hasta el secreto de mi pozo. Mano implacable… Adéntrate en la urna: remueve, vivifica, espesa el gozo.
Termina el libro con la poética que corresponde a esta última estación: «La clave mortal». Si primero el soneto se vio como ventana enrejada que «pauta la distancia», y después como cisne que enseña al arpa adolorida «a no quebrar su línea de hermosura / cuando en puro sollozo el canto prende» —ideales, respectivamente, de una fruición neoclásica y de un romanticismo sometido a contención estoica—, se ve ahora como llama purificadora, como disciplina del fuego que trasciende el esteticismo a que parecía conducir el culto de la forma. Y es ganancia notable que Ballagas —tan condicionado por los designios de belleza fruitiva de su generación— haya podido trascender ese culto inmanente de la forma, de la «muda, pura, inviolada» rosa que suena la hora exacta en su «reloj sin tiempo». Ahora el poeta la baja de ese cielo abstracto a su humilde función decorativa. Porque ahora sabe del carbón encendido que abrasó los labios de Isaías:
Pues si la soledad de mi garganta pide al fuego su prueba dolorosa aniquilando todo lo que canta, No es para decorarse con la rosa, sino para poner en muerte tanta centella de una vida más hermosa.
La forma no es la rosa bella sino la llameante muerte que «divide el alma de su tosco velo» («Invitación a la Muerte») para llevarla a la frescura de las aguas esenciales, «junto al venero / donde la sed no quema la garganta» («Soneto por un amigo muerto»). La forma no es entonces un ideal estético sino el dinamismo de la purificación, la llama que traspasa y transfigura. Lo inmanente se ha vuelto trascendente. La perfección estética se ha transformado en camino de perfección.
Después de Cielo en rehenes, escribió Ballagas sus Décimas por el júbilo martiano, premiadas en el Concurso del Centenario. No ocultaba el poeta su carácter ocasional de versos escritos para un certamen. Por lo demás, no parecía su voz la más indicada para dar el tono requerido en estos casos. Lo dio, sin embargo, con una frescura y gallardía que salvaron, en la mayor medida posible, los escollos del obligado canto cívico. Al revés de lo que ocurre con las décimas a la Virgen, detenida cada una como estampa en su óvalo, muestran estas décimas a Martí un impulso de sucesión que las encadena alegremente como en las improvisaciones populares. Ballagas tuvo siempre un instinto certero de lo popular. Los pregones, nanas y bailes de la población negra o mestiza; las estampas de la devoción humilde; y ahora el tono de los rústicos improvisadores, hallaron en él un captador capaz de finas estilizaciones.
Como ocurre en Nuestra Señora del Mar, las vivencias religiosas del poeta se filtran en estos versos últimos, dándoles su mejor calidad. Ballagas ve en Martí, esencialmente, el inmolado, el que vivió y murió a imitación de Cristo. Y en seguida le acuden las referencias a las Epístolas y los Evangelios, como en la décima que empieza: «Porque si el grano no muere / será su estirpe abolida»; o en la que termina: «¡Oh! Martí, padre leal, / en la Patria redimida/ eres blanca sal de vida / y Ella el sabor de la sal»; o cuando lo llama: «El Cordero de Dos Ríos»; o cuando le pide al Apóstol: «El labio de tu poeta / purifica con un ascua». También se advierten alusiones a los Versos sencillos en varios pasajes, y sobre todo resonancias de su estilo en algunas décimas, como la 9 y la 17, que es a mi juicio una de las más afortunadas. Después que ha hablado Martí, dice el poeta:
Y la voz torna a callar, mas la canción es tan vasta que se va extendiendo hasta perderse sobre la mar.
«Cuando un poeta muere», decíamos… Y ojalá que hayamos hecho hablar a sus palabras, en el silencio ávido de nuestra atención, como querían ellas, que aún nos miran ardientes. Pero no creáis que las apreciaciones de estas páginas han sido influidas por ese temple respetuoso del ánimo que suele presidir a las evocaciones póstumas. Ya en mi Recuento de la poesía lírica en Cuba de Heredia a nuestros días, había observado, sumariamente, que Ballagas es «entre los poetas de su generación, si no tan decantado como Brull ni tan antológico como Florit, el que ofrece un proceso espiritual más dinámico e interesante». La verificación de ese proceso ha sido el principal propósito de mi trabajo. Y en verdad no es nada frecuente, en ninguna literatura, que un solo poeta pueda ofrecernos una trayectoria vital y religiosa tan abarcadora como la que hallamos en la obra de Emilio Ballagas —que además selló con su nombre un momento característico e indeleble de nuestra poesía—. Del anhelo de una inocencia arcádica a la caída en el tiempo taciturno del deseo y de la muerte. De la paganía fabulosa de los sentidos al romanticismo elegíaco del alma. Y después, la ascensión a los misterios de la fe, al tiempo trascendente de la Pasión del Espíritu. ¿Cabe más completa expresión de lo que puede ser, como historia espiritual, una vida humana?
En sus últimos tiempos, Ballagas parecía estar ordenando toda esa experiencia dentro de una visión cultural. Había sido siempre un poeta ingenuo, en el sentido de que escribió con absoluta inmediatez, sin preocuparse del ámbito en que su obra podía lograr una coherente perspectiva. Daba por ello la impresión de escribir poemas aislados, sin conexión interior unos con otros, sin intencionalidad que los uniera e impulsara. La verdad, como hemos visto, es muy distinta de esa impresión superficial, causada por lo ingenuo de su actitud ante el poema. Últimamente, repetimos, parecía buscar las líneas de su paisaje. Su curiosidad intelectual se ensanchaba, abarcando desde Teócrito y Ronsard hasta John Donne y Gerad Manley Hopkins. Acercábase también al guiñol, al teatro, a la novela. Estaba, en suma, en ese momento de madurez en que el poeta busca la integración de su lirismo en dimensiones objetivas. Lo que nos deja, sin embargo, es algo mucho más precioso aún: la obra de un lírico puro, cuya voz desarmada cantó, esencialmente, la vulnerabilidad de la criatura humana. Y el recuerdo inolvidable de un hombre que en su hora postrera —cuando se acercaba a la muerte como un cristiano ejemplar— parecía ya entender, con toda su alma, las palabras suavísimas del Esposo a la Amada:
Vuélvete, paloma, Que el ciervo vulnerado Por el otero asoma.
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Tomado de El Camagüey
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