
La verdad sea dicha: la astrología en sus versiones modernas, divierte bastante. Ya si solo su función fuese divertir, cumpliría un cometido simpático. De ahí a que se mueva por derroteros científicos va en un camino semejante entre un poema y un enunciado astronómico. A menos que el enunciado sea a la vez un poema de otro tipo de belleza cósmica. No pretendería entrar en la discusión de si propagar astrología es asumir las redes de lo negativo humano y, a la vez, ponderar lo irracional negativo. La «cultura general» y el saber poético no pueden prescindir de conocer el milenario desarrollo de una «falsa ciencia» que tiene sin embargo dosis de poesía en su entramado, en su nudo de ideas, y que tanto ha importado en el desarrollo humano.
En la vida contemporánea la «cultura general» de una persona incluye saber qué es una galaxia, un agujero negro, incluso un púlsar, y también un poco delimitar bajo que «signo» se ha nacido. Yo, por ejemplo, soy un Libra del tercer decanato, pero no estoy seguro si mi ascendente es Escorpión o Sagitario, mi carta natal, hecha por dos astrólogos diferentes, no es contundente en ello. ¿Para qué me sirva eso?… Pues bueno, tampoco me pregunto para qué me sirve saber que ni la energía ni «cosa» alguna pueden escapar de la singularidad del centro activo de una galaxia, donde debe haber «siempre» un agujero negro.
Algunos sugieren que se nace en una posición determinada de la Tierra respecto del Sol, la Luna, los planetas y otros astros celestes, todos los cuales deben de influir con sus energías sobre ese cuerpo naciente que es a la vez materia, energía e inteligencia. Algunos incluso creen que las posiciones del zodiaco, tan ambiguas por imaginarias vistas desde el ojo humano sobre la faz de la Tierra, «deciden» el camino que en líneas generales debe seguir, predestinadamente, una vida. Incluso se saca a los animales domésticos su horaria o carta natal para cerciorarnos de cuál sea su carácter y si son compatibles con sus propietarios. A otros delirios llegamos, pero quizás si la poesía sea el mayor de los delirios humanos, de modo que fijarnos en las estrellas cuando alguien nace, puede ser un motivo más que estelar, poético. Esos delirios no podrían negar, por ejemplo, que los lunares (como los nevus, los angiomas, algunos melanomas y hasta ciertas queratosis), puedan representar en el cuerpo el mapa de los astros que nos bendicen o maldicen la existencia. Eso sería subjetividad poética parecida a que los astros determinen el alma o al menos la historia de vida de un espíritu humano.
No vengo a «defender» o a tiranizar, con opiniones, el ámbito de la astrología, incierto en sus límites, ambiguo en sus profecías, incapaz, como todo vaticinio, de demostrar que el futuro impreciso sea en verdad obligatorio que ocurra tal y como se le pronostica. Pero me interesa la astrología como uno de los recipientes esotéricos de la poesía. Hay caminos ocultistas para el goce poético, para develar utopías o imaginaciones del cerebro humano, principal antena captora de los sucesos poéticos del cosmos. No está mal complacerse en que unos cálculos astronómicos no muy precisos muestren mi carácter, mis virtudes y defectos, con quiénes hago o no relaciones mejores o peores. No está mal en el sentido particular, personal, sin daño de mi vida social verdadera, en el conglomerado difícil de una especie depredadora, capaz de crear máquinas guerreras de crimen y dolor.
Que los astros inclinan pero no obligan, es una de las tesis de la ambigüedad astrológica. La descripción de una horaria es un poema sobre la personalidad crédula o no que la recibe. No está mal estar atentos a qué nos puede salir bien o mal en un momento determinado, no está mal estar atentos. No está mal hacer algunos cálculos acerca de nuestra trayectoria, de nuestra actuación social, de nuestras ventajas y desventajas. Y quizás la «sapiencia» astrológica nos ayude al menos a pensar, razonar, buscar caminos. Pero centrar nuestra vida en lo que nos dice un astro en posición determinada es tan irritante como buscar qué hace o qué pasará según las entrañas o el vuelo de un ave, o de acuerdo con el poso que deja el café o el té en la taza donde lo bebimos, en la posición de las nubes o en cualquier otra señal, o que nos parezca señal.
Linda es la astrología para decirme que soy cuerdo, inteligente, rápido, versátil, enamorado, dichoso en el trato de las mujeres o los hombres, buena gente, pero quizás me guste menos que me diga que soy indeseable, inoportuno, tonto, inseguro u otra cualidad no simpática a nuestro modo de evaluarnos. Y al menos la astrología sirve para el autoanálisis, para tratar de comprendernos mejor en un conglomerado social donde muchas veces hay que dar la cara con diferentes expresiones. Quizás no nos haga sentirnos seguros, pero al menos nos ha hecho reflexionar sobre nosotros mismos. Pueda ser un recurso sicológico, hasta siquiátrico a veces, pero de cualquier modo la predicción astrológica contiene un cúmulo de poesía ontológica, poesía del ser transido en un medio a veces hostil.
Yo no «creo» en la astrología, pero ¿ella es un asunto para creer? A veces ni siquiera podemos confiar de modo total en las predicciones del tiempo: dice que no lloverá, no sacamos paraguas y de pronto llueve. Me dijo una astróloga que moriré en el extranjero, pero creo que tal asunto no lo podré yo mismo comprobar. Por ahora es divertida la poesía de la disolución de la duda sobre cómo en verdad soy, siendo, como ya dije, un Libra. Cierto que ello no me hace mejor o peor persona que un «acuariano», o que cualquier otro nativo de una etapa determinada en la vuelta completa que da la Tierra alrededor del Sol, pero tal vez me ayude a estar atento a mi conducta, tal vez, todo está en que yo sepa que a un Libra le convienen los colores gris, azul, rosa, verde claro y amarillo, y cuando le vamos a hacer un obsequio a un «librano» tengamos en cuenta esa gama colorida, y también que es bueno que recibamos joyas como zafiros o diamantes. Ya lo sabéis: un diamante no me vendría mal.
Si he dejado a la astrología en el campo de la simpatía, ella merece respeto simpático. No me opongo a que alguien crea firmemente en sus enunciados. Cada cual debe ser responsable de sus credos, sobre todo si ellos no dañan a terceros, a cuartos, a quintos, a las colectividades donde vivamos. Al paso de mi vida he visto creer a algunas personas en entes, cosas y sucesos que hasta pueden dar risa a terceros. Así es la credulidad humana. Tener una estrella deparada es una idea poética antiquísima, las estrellas como almas de los muertos o como guías siderales contienen un potencial poético irresistible. Creer en el hecho poético de que una estrella me acompaña a lo largo de mi existencia es como confiar en ángeles custodios, espíritus protectores u otros medios de fe con los que se pueda conversar en silencio, mentalmente, y no sentirme solo. Si ello ayuda a vivir, a ser más llevable o placentera la vida, ¿por qué he de ponerme en guerra (filosófica primero, armada después) a la dosis de irracionalismo que entraña? Tomémoslo como poesía, poesía de cierta praxis que conjura y no nos obliga, tan solo nos inclina. Inclinarnos es bueno, ello se opone a la soberbia humana.
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