Gastón Bachelard (1884-1962) estudió más bien desde la poesía el Psicoanálisis del fuego (1938), El agua y los sueños: ensayo sobre la imaginación de la materia (1942); El aire y los sueños: ensayo sobre la imaginación del movimiento (1943); La tierra y las ensoñaciones del reposo (1946); La tierra y los ensueños de la voluntad (1948); La poética del espacio (1957); La poética de la ensoñación (1960) y tras su muerte se publicó Fragmentos de una poética del fuego (1988). Todo ello dentro de una obra filosófica que aprecia la poesía de modo tal que puede decirse que desarrolló una teoría de la poesía.
Cuando se aparta algo de su visión desde el centro de Europa, acude a W. Blake para ver en él, en El aire y los sueños, una estancia de un Prometeo de la energía vital. Se diría que se está refiriendo a la poesía de la epicidad, aunque Blake no sea precisamente un poeta épico. Es muy interesante esa mirada, debido a que Bachelard más bien se aproxima siempre a la lírica, a la mirada de Narciso hacia el azul.
También lanza su mirada sobre F. Nietzsche y lo observa como un «poeta del aire». Quizás Nietzsche sea el filósofo que más influjos dejase sobre la poesía del siglo XX. Para el francés, el alemán buscó sus fuerzas creativas en lo aéreo, aunque «ningún poeta puede pasarse sin metáforas líquidas», ni le falta las «metáforas del fuego», que son «las flores naturales del lenguaje». Ese poeta puede ser Hölderlin, para quien: «el cielo inmenso, azul y soleado, es el éter».
Las definiciones de Bachelard son a veces un tanto concluyentes: «La poesía no es una tradición, es un sueño primitivo, es el despertar de las imágenes primeras», con Freud se diría que viene del «paleocortes», aquel que trae la especie desde su remota evolución. Y el francés sigue a veces el psicoanálisis, se apoya en la manera de ver el hecho mental, y allí sitúa a la poesía seguramente como género literario más que mera expresión del universo. En ese argot de definiciones hermosas, leemos: «Poema, bello objeto temporal que crea su propia medida». En los estudios sobre la obra de José Lezama Lima y su develación de la imago, valdría argüir esta frase de Bachelard: «Una literatura que concediera la primacía a las imágenes, y no a las ideas, nos procuraría un tiempo para vivir tan grandes metamorfosis».
Casi ya en las postrimerías de su libro, tenemos una disertación sobre el árbol. La realidad arbórea, estatismo que sin embargo vive del aire y de los jugos de la tierra, se eleva buscando la mayor cercanía posible a la fecundidad solar, pero: «El árbol derecho es una fuerza evidente que lleva una vida terrestre al cielo azul». La poesía arbórea fulge en un Jalil Gibrán, pero decenas de poetas de todo el mundo han comulgado con la belleza vegetal, recuérdese «A un olmo seco», de Antonio Machado. No bajaría Bachrlard en sus ejemplos hasta el Líbano o hacia España.
El homo cum plantibus muestra pies como raíces, brazos como ramas, diseño de la naturaleza que coloca cabeza en nosotros y no en la realidad arbórea. Para Bachelard los árboles son cosmogónicos: el «árbol de la vida», o antropogónicos: precisamente en el hombre como árbol, pero son también atrayentes para la lluvia, se asocian a las nubes y hasta desde ellos se elevan humedades que las forman, atraen la tormenta y el relámpago (el fuego), y no dejan de ser fálicos. Pero «Ninguna tempestad impide al árbol verdecer a su hora», pues «un árbol es todo un universo».
En la majestad del árbol cruza el viento haciendo música, hay que hacer silencio para escucharla. El aire pareciera una entidad musical incluso en el fragor terrible del huracán, en la furia del viento, cuando hace crisparse al océano y elevar sus olas como colinas líquidas. La poesía aérea ofrece la capacidad de la respiración, las olas de oxígeno que nos fecundan y hacen mover a los pulmones, con lo que volvemos a la «poesía como movimiento». Las tesis de Bachelard poseen su regreso, sus conclusiones que son en definitiva el retorno a la idea original.
El aire nos indica la elevación, la subida, pero también la caída. El tema de la caída conduce incluso al ángel rebelde. Pero observa a «la imaginación de la caída como una especie de enfermedad de la imaginación de la subida, como la nostalgia inexplicable de la altura». Pasión de alpinista, de aviador, de astronauta o cosmonauta el ser busca su elevación. Pasión de elevar los rascacielos, pasión de las pirámides o de la torre de Babel. Subir, subir, caer, lanzarse como en un suicidio, enfermedad del aburrimiento de vivir. Así mira Bachelard al fuego, que para él es: «un dardo que sube. El fuego es la voluntad ardiente de unirse al aire puro y al frío de las alturas».
¿Hacia dónde se va el aire? Puede que tú respires el mismo aire que yo he expulsado, o partes de él. El aire hermana en la tierra, la tierra hermana. ¿Hacia dónde se va el aire? Hacia ese derrotero podemos marchar. El aire nos expande. Los peces en el agua, nosotros en la atmósfera, formas diferentes de respirar oxígeno. El aire entraña la poesía de lo aéreo, es pie de la mística, es materia para advertir la transparencia. Como el agua disuelve, el aire también disuelve. La poesía del aire: ha aquí un poco del misterio que nos rebeló Gaston Bachelard.
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