El poeta Luis Díaz Oduardo (Jiguaní, 1947-1980) se destacó en el panteón de la joven poesía cubana en el último lustro de los años 70: su temprana muerte le impidió entregarnos una obra más voluminosa; no obstante, ahí están: Redoble por la muerte de los héroes (1973, Premio XX aniversario del Moncada), Balance del caminante (1977), Canto mío de amor (1980) y No estoy de muerte, que vio la luz póstumamente, en 1984.
Lo conocí fugazmente en 1975, cuando asistimos a un seminario nacional convocado por la UJC sobre Rubén Martínez Villena. Allí estuvo, hiperactivo y brillante. Hablamos poco sobre poesía y mucho sobre la simbiosis poesía-lucha social-certeza de la muerte que caracterizó a Villena. Lejos estábamos de suponer que en breve él enfrentaría un dilema parecido.Sin abandonar la poesía —su lucha mayor— ni sus posiciones revolucionarias, Luis falleció de cáncer cinco años después.
Siempre los poetas han especulado sobre la muerte acechante. La interrogación ontológica, como en Lope de Vega, es una de las actitudes más frecuentes: «Parca, tan de improviso airada y fuerte/ siegas la vega donde fui nacido/ con la guadaña de tu fiero olvido/ que en seco polvo nuestra flor convierte?».[1]
César Vallejo especuló, con bastante acierto, sobre su fallecimiento un día jueves, en París, con aguacero; Nicolás Guillén contó: «Iba yo por un camino/ cuando con la muerte di». Con la escritura de No estoy de muerte Luis Díaz Oduardo nos situó, sin una queja, frente a un sujeto lírico que sabe que lo espera la muerte y decide extraer todo el jugo de los minutos disponibles. Actitud épica en sí, la aceptación sin llanto del final, traza también coordenadas de estoicismo. En un fragmento del inicio de su poema «Nostalgias» podemos apreciarlo:
yo pensé ser un héroe
morir acribillado a balazos
de pie
sobre la tierra dura
llevarme el olor de los pastos
y la terrible claridad del día
inaugurar mis oídos
en un viento batido por palomas
reestrenarme la piel
entre los marabuses y las espigas silvestres
yo puedo jurar que no te temo
pero no niego
que prefiero el silbido del central
un acto superior de vida
a ese fin del futuro.[2]
Aunque disgregue un tanto llamo la atención sobre uno de los pésimos saldos que nos ha dejado el mirar a los años setenta solo como un momento de estrechez cultural y poéticas signadas por apologías denotativas a la Revolución. La obra de este poeta, casi olvidado y nunca citado en los panoramas y compilaciones críticas, constituye un excelente ejemplo de lo contrario.
En los días que corren, cuando en nuestro país se extreman las medidas para evitar la propagación de la Covid-19, (la enfermedad y la muerte hacen guiños malévolos) un buen ejercicio podría ser fijarnos en la obra de esos poetas que murieron jóvenes y en ningún momento desistieron de acompañar a la enfermedad (o la certeza de la muerte) con la poesía. Las referencias pudieran ser muchas. Destaco entonces algunas: El poema «Ya la fiebre domada no consume», del enfermizo Julián del Casal.
Ya la fiebre domada no consume
el ardor de la sangre de mis venas,
ni el peso de sus cálidas cadenas
mi cuerpo débil sobre el lecho entume.
Ahora que mi espíritu presume
hallarse libre de mortales penas,
y que podrá ascender por las serenas
regiones de la luz y del perfume,
haz, ¡oh, Dios!, que no vean ya mis ojos
la horrible Realidad que me contrista
y que marche en la inmensa caravana,
o que la fiebre, con sus velos rojos,
oculte para siempre ante mi vista
la desnudez de la miseria humana.[3]
En su poema «Busco en la muerte la vida» Miguel de Cervantes Saavedra asegura: «Busco en la muerte la vida,/ salud en la enfermedad,/ en la prisión libertad,/ en lo cerrado salida». El gran existencialista, Miguel de Unamuno, en «Me destierro a la memoria», nos conmina: «Buscadme, si me os pierdo,/ en el yermo de la historia,/ que es enfermedad la vida/ y muero viviendo enfermo./ Me voy, pues, me voy al yermo/ donde la muerte me olvida».
Muchos más ejemplos podría citar, pero prefiero concluir con una recomendación: en tiempos de pandemia la poesía puede ser bálsamo. Escribirla o leerla da igual. Si nos viéramos obligados a la reclusión como resguardo de la vida, quizás un mensaje de persistencia, solidaridad y nobleza como el que nos dejó Juan Gelman en su «Arte poética» contribuya a amamantar la esquiva esperanza:
Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío,
como un amo implacable
me obliga a trabajar de día, de noche,
con dolor, con amor,
bajo la lluvia, en la catástrofe,
cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,
cuando la enfermedad hunde las manos.
A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores,
las promesas en medio del otoño o del fuego,
los besos del encuentro, los besos del adiós,
todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.
Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos,
rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.[4]
(Santa Clara, 22 de marzo de 2020)
Notas
[1]Lope de Vega: Soneto CLXIII, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/sonetos–34/html/ffe58ca0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_5.html
[2]Luis Díaz Oduardo: «Nostalgias» en No estoy de muerte, Ediciones Unión, La Habana, 1984, p. 32-34.
[3]Julián del Casal: «Tras una enfermedad», en Julián del Casal, páginas de vida. Poesía y prosa, compilación, prólogo, cronología y bibliografía de Ángel Augier, Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2007, p.139, [en línea] [fecha de consulta, 22 de marzo 2020], disponible en https://www.biblioteca.org.ar/libros/211691.pdf
[4]Juan Gelman: «Arte poética», [en línea], [fecha de consulta, 22 de marzo 2020], disponible en: https://poemario.org/arte-poetica-gelman/
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hermoso artículo, muy acorde con el momento que vivimos. busquemos esperanza, también en la poesía.