El Cantar de los Cantares es uno de los libros más breves de la Biblia, solo posee ocho capítulos de entre once y diecisiete versículos cada uno. Y son concisos esos versículos, algunos solo versos como: «Mi amado es blanco y rubio, señalado entre diez mil» (si quitásemos el diez, un alejandrino). Entre los morenos pueblos de la Media Luna Fértil, este amado es blanco y rubio, único, ese «señalado» resulta antecedente de la selección amistosa de El Pequeño Príncipe, de Saint Exupery, uno se señala entre diez mil, el que es «domesticado». El amor singulariza, como lo hace la poesía. La poesía toma lo singular y lo sublima, su procedimiento selectivo de la realidad es semejante al de la arrolladora fuerza del amor.
En el Cantar hay la pujanza de la eternidad, algo así como el amor eterno, pero cantado como si fuera efímero, mortal: «Yo soy la rosa de Sorón, y el lirio de los valles», rosa y lirio pasan con rapidez, pero el amor es la fragancia, la belleza que tal existencia impregna a su entorno. «Yo dormía, pero mi corazón velaba», la poesía es ese sexto sentido que vela incluso en el sueño. La emoción amorosa quizás sea una de las más antiguas y actuantes formas líricas, o expresión emotiva, una de las «eternidades» humanas de la poesía. Porque «las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos», y el amor es una suerte de fuego sagrado indestructible. Pasa de una pareja a otra a través del tiempo, muere cuando uno de los amantes sucumbe y renace en otros amantes, es una llama eterna.
En el Cantar, Eros y poesía marcha hermanados, por la palabra se ejerce el oficio de recrear el mundo desde el balcón del amor, también desde las salas inmensas de la poesía. Los epítetos, símiles e incluso el hablar tropológico del Cantar trae una llama antigua, si fue Salomón quien los redactó, puso luz al nocturno cantar de El libro de los muertos egipcios, donde se lee: «Tus bucles son más negros que las puertas del mundo subterráneo; tu cabello es oscuro como la noche […] todos los días se asientan en tus pestañas, y tus párpados superiores son de lapislázuli auténtico». Esa es la inspiración de este momento hermoso del Cantar salomónico: «tu ombligo, como una taza redonda, que no le falta bebida. Tu vientre, como montón de trigo, cercado de lirios». Los senos de la amada son en el Libro de los muertos «dos huevos cristalinos que Horus matizó diestramente de azul», en tanto que en el Cantar son «dos cabritos mellizos de grama que son apacentados entre azucenas».
Lo rocoso como huevos cristalinos y lo floral entre azucenas presiden el tacto, la función amorosa de tocar con deleite el cuerpo amado. Si El libro de los muertos trae el eros de las tinieblas, el Cantar de los Cantares lo ejerce en la luz. Con el uno arriba la elegía oscura, en el otro destella la canción luminosa. No deja el Cantar de apelar a la noche, pero entonces el Eros busca otra manera de la pasión diversa a la cósmica, a la estelar de los egipcios. Son maneras distintas de acercarse al amor, porque el amor, como la poesía, es palabra singular con significado plural.
En Gustavo Adolfo Bécquer o en Pedro Salinas, en Walt Whitman o en Luis Cernuda, el amor no tiene límites, viene del Cantar de los Cantares que pasó por manos de fray Luis de León, de san Juan de la Cruz. Los poetas han hecho sus reverencias al amor siempre de formas diversas, como dicta cada época, pero con semejantes intensidades.
El amor busca la noche (es nocturnal y elegíaco) o el día (es sensual y externo), la dama egipcia se torna sulamita, el caballero trota por los siglos siempre amado, parece ser el fuego de la juventud, pero a cualquier edad el amor es joven, es dama y es caballero, es doncel o doncella, Adán, Eva, Romeo, Julieta, entre ellos y entre ellas, busca su cauce y no siempre tiene finales dramáticos o trágicos, sino de plenitudes. Y como un río tiene crecidas arrasadoras o corre displicente o tranquilo.
Hay maneras diferentes de acercarse al amor, la del Eros misterioso, oscuro, hermético; la del otro luminoso, abierto, sexual. La poesía erótica suele ser sensual y emotiva, y no menos se advierte en el Cantar, en el que el alma amante rinde loor al Dios amado, o solo la sombra de dos cuerpos se esparcen en la infinitud. «Tu vientre es semejante al firmamento», dice El libro de los muertos, lo que contrasta con el montón de trigo rodeado de lirios, del Cantar. Pero ambos convocan a la eternidad, donde mora el amor.
El Cantar de los Cantares parece una manera sensual de dirigirse al Creador, a la fe, pues cantado a través del amor ese canto se hace corporal, ardiente, hermoso. Los amantes son cuerpos que se proyectan en el espacio y en el tiempo con la gracia de la sensualidad. Cualquiera que sea su sentido, el culto se dirige al amor, como un dios, Dios es amor. Y si lo es, todas las formas de amor, cualesquiera que ellas sean, caben en el canto de la pasión, en el entusiasmo por el amado y por la amada. El Cantar de los Cantares es un himno también, pues el loor perfumado (por disímiles flores) resulta un loor. El lazo entre amor y poesía es eterno, y en el Cantar esa eternidad se convirtió en palabras, imágenes, sentido hermoso y música de los sentidos.
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