El triunfo de la Revolución Cubana ocurrió sobre el odio, la represión y el crimen. Su victoria fue contra una dictadura cuyos esbirros sacaban los ojos y las uñas, martirizaban hasta la muerte a jóvenes, o los lanzaban a las cunetas como las fieras selváticas lo hacen con los despojos de sus presas.
Quienes sedimentaron con su valentía, su sangre o la vida la apoteosis popular de 1959 y el nuevo pacto social, político y económico socialista que de ello derivó, llevaban a José Martí como estandarte moral, ético y justiciero. Nunca fue el odio, sino el amor el sentimiento que, como definió hermosamente el Che, ocupó su corazón.
Esa es una verdad tan alta como las palmas que intentan tergiversar los que, en apuesta vociferante en redes y medios contrarrevolucionarios, agitaban para que terminara en show represivo la manifestación de jóvenes, principalmente artistas, ocurrida este viernes frente a la sede del Ministerio de Cultura, en la capital del país.
Creían haber encontrado la chispa para encender la pradera que fueron secando con medidas de cerco continuo cada semana, sin considerar, siquiera por piedad cristiana, las consecuencias que ya dejaban sobre la economía y la sociedad la severa crisis total provocada por la COVID-19.
Para sus cálculos, era difícil que la mayoría revolucionaria en el país asistiera impasible al espectáculo —bastante inédito en la etapa socialista—, de más de un centenar de jóvenes plantados frente a una institución gubernamental haciendo exigencias, que se conectaban con las de un dudoso movimiento, cuyos cabecillas ofenden con sus actos, pronunciamientos y gestos la dignidad de los patriotas cubanos.
Confiaban en que lo sorprendente del hecho terminara por generar desesperación y una cadena de errores en reacción, que estimulara la violencia. Se frotaban las manos con la posibilidad del Bengasi cubano, que nos precipitara irremediablemente a la tribalización de intereses y pasiones, a la barbarie a la que ya condenaron a otras naciones.
Era imposible que los entusiastas de un incidente violento, preferentemente de sangre, manejaran la variable de una Revolución fogueada a lo largo de años en escenarios complejos y que, pese al poder que le ofrece el apoyo mayoritario del pueblo, siempre administró este con determinación, pero con la suficiente prudencia y el tino como para no dejarse arrastrar por las provocaciones.
Es preciso justipreciar en su valor que frente a la apuesta de acentuar la tensión y la polarización se optara por el tacto político, la mesura y las respuestas inteligentes que garantizaron la sobrevida de la Revolución por más de 60 años, pese a la agresión enfermiza de numerosas administraciones políticas norteamericanas.
Nuestro enfoque debe favorecer las formas que apunten a distender y demostrar que todas las inquietudes y aspiraciones justas caben en el campo revolucionario.
Se equivocan los que propagan que la vocación al diálogo para enfrentar errores o inconformidades fue inaugurada por la Revolución la noche de este 27 de noviembre y bajo presión.
La historia de la Revolución no podría contarse sin esa palabra. La voluntad de diálogo, que en el caso de los artistas e intelectuales tuvo su parto inaugural con las tan conocidas como polémicas Palabras a los intelectuales, germinó en una peculiar relación y un vínculo con las vanguardias creativas, que involucró especialmente al líder de la Revolución Fidel Castro, y que encontró especial continuidad en la dirección estatal y gubernamental nacida de la nueva Constitución de la República.
El General de Ejército Raúl Castro, al frente del Partido Comunista de Cuba e impulsor de la actualización del modelo socialista, ha reivindicado en numerosas intervenciones públicas el debate y la crítica, bastante satanizada por segmentos de la burocracia.
Contra la voluntad de quienes pretenden apagarlos, silenciarlos, los inconformes de todas las épocas de Cuba fueron situados especialmente dentro del altar de la honradez y la decencia patrias en intervenciones de Raúl en el 7mo. Congreso de la Federación Estudiantil Universitaria y la sesión de fin de año del Parlamento en 2006.
De esas palabras se desprende que quienes discrepan de la verdad «cómoda» no subvierten a la Revolución, la cual solo puede ser subvertida por la hipocresía y el acomodamiento del carácter, que no termina en otra cosa que en la prostitución del alma.
La Revolución solo vive en la verdad, en la franqueza, en la honestidad, en la pureza, —proclamó. Y aunque algunos no lo perciban, ese es de los mejores augurios para la Revolución, pues va a la mejor cuenta, a la de su saldo espiritual.
Porque al asumirse en la plenitud de sus luces, y también de sus sombras, dignifica el mandato martiano de que a los seres humanos no se les puede imponer —o sugerir— vivir contra su alma, porque se les ofende —o aun peor, se les deforma o degenera.
Tanto en el Congreso universitario, como en las sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular mencionada, se dignificó a la «discrepancia» como fórmula de mejoramiento de la Revolución, como principio de su funcionamiento, como método de consenso, frente a cualquier tipo de homogeneidad paralizante y simplificadora.
Lo anterior adquiere mayor relieve en el sensible, poroso y fragmentado escenario comunicacional actual, complejizado por la situación del país y las presiones externas, cuando la mejor fórmula es la del amor triunfante.
Tomado de Juventud Rebelde
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