1.
En Dracula (1931), de Todd Browning, la gran escalinata que conecta el umbral del palacio (en ruinas) del vampiro con su salón principal, nunca ha sido “renovada” en películas posteriores. Una escalinata similar, pero con otro significado, podemos verla muchos años después en Mary Shelley’s Frankenstein (1994), de Kenneth Branagh, en la residencia del doctor que desafía a la Naturaleza y a Dios con la creación de vida a partir de la muerte. La escalinata es, en esa obra de Browning, un adorno más dentro del panorama de decadencia, pero por ella baja Bela Lugosi empuñando un candelabro con una vela solitaria, mientras unos armadillos inexplicables (un toque de extrañeza) merodean por entre los muebles rotos, carcomidos. La escalera (también visible en Horror of Dracula, de 1958, aunque ahí es una escalinata con algún toque moderno) es símbolo de majestuosidad, de grandeza, y Christopher Lee la sube con marcada agilidad, sin pisar todos los escalones. Pero desde la intrusión, en la visualidad del siglo XVIII, de los grabados de Piranesi, es como si la arquitectura se desviara de la técnica y enrumbara hacia lo numinoso y lo terrorífico. A pocos años del enciclopedismo y la racionalidad, las escaleras de Piranesi se apartan de los límites temporales y avanzan, metamorfoseadas, al encuentro del cine. Son un signo poderoso, una suerte de arquetipo denso acerca de la ascensión y la inmersión, dos actos que en el gótico se llenan de significado. Por lo demás, se trata de una película en esos años aún muy teatral (me refiero a la de Browning), invadida por gestos ampulosos, como de “pompa y circunstancia”, para ironizar mediante el título de una conocida marcha de Elgar. De hecho, y con intenciones de extremar el anuncio del dramatismo, Browning usa en los créditos iniciales fragmentos de El lago de los cisnes, de Tchaikovski. Y uno se pregunta por qué. La mejor actuación aquí no es la de Béla Lugosi como Drácula (interpreta al vampiro con frases tan lentas y afectadas que parecen calamitosas, dichas además en un convincente inglés con acento), sino la de Dwight Frye en el personaje de Renfield.
2.
En 1974 Paul Morrissey estrena Blood for Dracula, con el extraño e irregular actor UdoKier en el papel del vampiro. Independientemente de la aproximación (por completo independiente) al mito, en una lectura donde la virginidad y la sangre prevalecen dentro de una búsqueda casi sentimental, hay cuestiones que vale la pena anotar. Este Dracula pertenece a un espacio queer coloreado por la melancolía. Es un vampiro verysoft sin dejar de ser agresivo. Cuida su aspecto con meticulosidad (al inicio mismo de la película lo vemos tiñéndose el pelo y las cejas). No promueve una sexualidad gay, pero sí encara el asunto de su necesidad de una virgen (de su sangre) sólo por pura sobrevivencia. Quien obviamente luce un amaneramiento en el límite de lo caricaturesco, es el criado del vampiro. Su afectación, su tendencia a hacer pequeñas muecas despreciativas y su forma de moverse en los escenarios, se destaca de modo vigoroso y marca una distancia social que, al parecer, necesita exhibirse una y otra vez. Por ejemplo, en la taberna donde pide vino antes de instalarse con el conde en la mansión de la familia Di Fiore, la artificiosa gestualidad del criado contrasta con la del grupo de campesinos que se divierten esa noche (entre ellos está el cineasta Roman Polanski, haciendo una aparición fugaz porque muy cerca de allí estaba filmando What?). El criado busca una virgen común para alimentar al vampiro (la otra virgen, presumiblemente una de las cuatro hijas de los Di Fiore, es la que se casará con él) y tiene un curioso diálogo con una mujer y su joven acompañante. Después juega un extraño juego con el personaje de Polanski, y ambos riñen.
Las dos hermanas del medio, amantes (casaderas, pero no vírgenes) de Mario (Joe Dallesandro), un italiano apuesto que trabaja en la propiedad de los Di Fiore, son el objetivo del vampiro. Pero ya sabemos que tienen sangre impura y no podrán curarlo de esa vejez interior que lo debilita y lo pone en peligro de muerte. ¡Es un hombre horrible! Tan pálido… tan delgado… ¡y debilucho!, dice una de las muchachas.
Este no es el vampiro gótico clásico, extraviado en el vigor de su mente, sino el resultado de un repaso del mito: allí se cruzan elementos neopaganos con un post-romanticismo más teatral que cinematográfico. El único elemento gótico real es lo que el joven Mario, un anarquista que pinta el símbolo de la hoz y el martillo en la pared de su habitación, les descubre a los miembros de la familia Di Fiore: el mundo aristocrático está derrumbándose, la decadencia y la ruina tomarán el poder. He ahí la verdad revelada y que no encuentra aceptación. Por lo demás, Blood for Dracula es una película muy gore: antes de morir a punta de estaca, Drácula es descuartizado por Mario mientras este lo persigue en una secuencia irrepetible. Antes de hacerlo, sin embargo, ha protegido a la menor de las hermanas (que sí es virgen) obligándola a tener sexo de pie junto a una puerta. La sangre que deja la joven al ser desvirgada corre por el suelo de modo espectacular, y vemos al vampiro lamiéndola (detalle maravilloso) justo antes de que Mario lo destruya (al fin) con un hacha.
3.
El vampiro de la yakuza, según el cine de Takashi Miike, se encuentra, inmejorablemente, en el centro mismo de su poética del crimen, el honor, el horror y la trucidación ilimitada del cuerpo. En Yakuza Apocalypse (2015), el jefe de la yakuza muere, pero trasmite su poder y su sangre a Kageyama, un joven y apuesto delincuente que tienes dos cosas en su contra: es un hombre bueno y es, además, un sentimental. Sin embargo, puede morder. Y puede matar. Y de hecho lo hace. Un cocinero al servicio del antiguo jefe (este es una father figure carismática) le da instrucciones y consejos. Le dice que la sangre de los civiles (personas ajenas a la vida de la yakuza) es mucho más nutritiva que la de los mafiosos. Y aquí la película entra en un estado de puro delirio, a pesar de que estamos presenciando el desenvolvimiento de un camino: el de la dignidad del vampiro yakuza, espécimen en el que se origina y conforma un tejido nuevo para la vida de la ciudad. Takashi Miike mezcla el horror con el absurdo, e introduce momentos de violencia extrema matizados por detalles insólitos, cómicos, como cuando Kageyama se enfrenta a sus nuevos enemigos vestido con un rutilante disfraz de rana. No hay, por fortuna, colmillos hollywoodenses, sino ideogramas de fuego que se inscriben, por unos segundos, en la frente de quienes se contagian.
4.
He aquí el virus hemoglofágico o de la hemofagia, más una puesta en escena propia del comic, más un enorme conjunto de movimientos coreografiados según una lectura occidental de las artes marciales asiáticas, más dos o tres presencias (actores con cierto predicamento como Milla Jovovich, William Fichtner y Cameron Bright), más un guion atrayente. El resultado es Ultraviolet (2006), un filme para jovencitos y jovencitas amantes de los videojuegos. Esta es la historia, casi inesperadamente maternal, entre Six (la versión número 6 de un niño clonado que, a su vez, es un poderoso antígeno) y Violet, una guerrera vampira. Como en la generalidad del comic (donde hay mucha acción física, momentos sentimentales, grandes gestos que ilustran la batalla del Bien contra el Mal, y un heroísmo traicionado por intereses mezquinos), Ultraviolet resulta una película entretenida, con un interesante trabajo de posproducción que hace de ella, en definitiva, un comic “incrementado”.
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