1.
Jude Law salva del suicidio a Kerry Fox. Él (Steven) es una especie de vampiro. Ella (María) ha querido saltar del andén del metro. Después se encuentran en un parque, en un puesto de libros viejos. No tardan en hacerse amantes. Un día, mientras ella discurre (ya con cierta libertad) por el apartamento de Steven, él la lleva a la cama para tener sexo (hay preliminares un tanto exagerados en la gestualización) y de pronto, luego de observarla de manera extraña, la muerde en el cuello hasta desangrarla. Más tarde la lleva en una furgoneta, envuelta, y tira el cadáver en un arrecife con la marea baja. Transcurren algunos meses y Steven se relaciona con otra mujer (Anne: Elina Löwensohn). Esta es imprevisible y mucho más bella: culta, dulce, perspicaz, intranquila, hipersensible. Steven sabe, como algunos neurólogos que siguen a Paul Mac Lean, que nuestra vida psíquica y emocional se asienta en un cerebro de reptil sobre el que hay un cerebro de mamífero encima del cual hay un cerebro ya humano. Capa sobre capa, un hombre convive siempre con otras criaturas que se detienen en el límite misterioso del océano primordial. Allí perdura el vampiro, por allí se mueve a sus anchas. La nueva amante de Steven colecciona objetos raros, como él. Steven roba un día, de su casa, un pequeño dibujo a tinta donde se reproduce no una pasión material, sino una pasión del espíritu, ya purificada. ¿Cómo dibujar un sentimiento así? Y el vampiro comprende que ha topado con una mujer en quien su final, como criatura queer y de los límites de la vida, se espeja y se aproxima de modo inconsciente. La película a que me refiero, dirigida por Po-Chih Leong, se titula The Wisdom of Crocodiles (1998) y se la conoce también como Immortality. Es una historia anticanónica, opuesta a las formas de Hollywood. Llega a ser, diríamos, una obra altamente estilizada, en especial por sus omisiones y misterios. Una obra de esas en las que el ambiente o las atmósferas son capaces de contar y sustituyen, a veces, a la narración en sí misma. Jude Law encarna a un vampiro moribundo, pero la sangre que necesita ha de poseer unos componentes simbólicos ligados al amor. Este hecho basta para inscribirlo, en tanto personaje, en una dimensión rara del mito.
2.
En la primera secuencia de The Transfiguration (2016), filme apartado donde los haya, estamos en un baño de un centro comercial y oímos ruidos excepcionales. Entre morboso y fisgón, un visitante se asoma al cubículo del que proceden y ve cuatro pies e imagina que algo de sexo oral está ocurriendo allí. En realidad se trata de un adolescente negro (Milo) que lame y succiona la sangre de un adulto blanco. Este tiene una herida grande en el cuello. Cuando termina, hurga en la billetera del muerto y se apodera del dinero. Tranquilo, con parsimonia, el joven se lava, se recompone y sigue su camino como si nada. Después llega a su casa, cena algo frente al ordenador (mira distraído un documental sobre las hormigas) y busca una película entre su colección, que está formada por historias vampíricas como Dracula Untold, Nosferatu, Fright Night (títulos que están a la vista) y otras. No transcurre mucho tiempo antes de que Milo vomite: tras la sangre ha ingerido cereal con leche. ¡El contraste tiene un abrumador toque de ternura! Se nos hace difícil creer en la realidad sobrenatural de ese muchacho negro que después, sin tantos esfuerzos, localizará como olfateándola a una chica blanca (Sophie: Chloe Levine) que lo desea y con quien tendrá (por primera vez) encuentros sexuales provechosos. Milo, indagador, tiene una libreta donde anota sus impresiones sobre los vampiros. En una página hay datos sobre Carmilla, la noveleta de J. Sheridan Le Fanu. Es como si estuviese aprendiendo a inscribirse en una tradición a la que no pertenece, pero que ama con singular intensidad y que lo protege de esa jerarquía a la que no puede renunciar: ser un outcast social, igual que Sophie. Él vive con su hermano mayor, su padre ha muerto, la madre se ha suicidado. Sophie vive apartada, con un abuelo alcohólico y abusador. Hay una candorosa usurpación del mito del vampiro, que es esencialmente de hombres y mujeres blancos. La película, dirigida por Michael O’Shea, deviene puro cine: casi no hay palabras. Miradas, gestos, espacios aptos para la transgresión y el ejercicio de una soledad saturada de preguntas en torno al yo. Y Milo (interpretado por Eric Ruffin) sigue matando y bebiendo sangre. Hasta que de veras se “transforma” en un vampiro en la autoconciencia de que, si sólo existes para lastimar a la gente, quizás deberías no existir. Es entonces cuando “accede” a que lo asesinen (cree que no puede morir así como así). Tiene problemas con una banda de jóvenes negros delincuentes, y para librarse de ellos le da al jefe una cantidad de objetos valiosos robados durante sus incursiones vampíricas. Después va a la policía, los denuncia, y es testigo, al final, de la detención y muerte de todos. Pero un miembro de la banda sobrevive y le dispara a Milo en la calle. Así muere el vampiro. Pocas veces el cine ha retratado tan bien un enormísimo desamparo que las ilusiones y la ferocidad más cruel colorean, en el mundo de la locura, de un modo siniestro y apenas comprensible.
3.
En 1987 se entrenó The Lost Boys, de Joel Schumacher, donde el aire de los vampiros cambia. Se mantienen como seres sobrenaturales y multiformes, pero se integran de un modo muy coherente (en un ardid comercial de pura cortesía con el universo de los jóvenes post-adolescentes) en el mundo inmediato y sus transformaciones. Los años ochenta no son los setenta. Por supuesto, estos vampiros siguen cultivando la estética del delito (entre el horror y el desdén por las normas sociales), pero heredan la ropa ajustada, el cuero, el interés en lucir bien (a la moda), y la posibilidad de continuar sobreviviendo gracias al estilo de las bandas con motocicletas. Todos son o intentan ser muy sugestivos y sensuales (chaquetas oscuras, pendientes, tatuajes, agresivos cortes de cabello), y asumen cierto canon propio de las estrellas de rock de esa época. El inicio de la película es muy movido y eficaz: una banda neogótica (en ese instante el espectador no sabe que son vampiros) invade un carrusel y el jefe de la banda se mete con una muchacha cuyo novio reacciona violentamente. El policía local, que ya los conoce a todos, interviene y los expulsa. Tarde en la noche, cuando el policía ya se retira a su automóvil, vemos cómo algo lo persigue desde el aire. Él se vuelve, se espanta, corre, llega casi a abrir la puerta del vehículo, pero algo lo arrebata con mucha fuerza hacia las alturas, entre gritos de terror. Hasta ahí el preludio nocturno del filme. Esta jugarreta de la acción, donde aún no vemos a los monstruos (como en Jaws, de Steven Spielberg, estrenada más de diez años antes), habla bien de la eficacia de un thriller que coquetea, en términos de una inteligente discreción, con la comedia de jóvenes.
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