Un hombre se enfrenta a la soledad de la carretera: soledad que no es tal, sino invasión sucesiva de voces, sucesos dramáticos, música en la radio, una niña con tutú, el oso y el cisne, la papiroflexia. Invasión sobre la cual ondula el personaje, como buscando su propio destino, como si supiera de antemano que le aguarda una peripecia mayor, una situación más trascendente. Avistamos el viaje a través de Gabriel, quien parece saber que el primer capítulo de una novela es el terreno y el espacio más fértil para la posibilidad. Quizás por ello es que la trama avanza a un ritmo lento, decididamente descriptivo no solo de paisajes y eventos, sino también de sensaciones (y de los cuerpos viajantes en los que estas sensaciones habitan).
En este terreno de la posibilidad que el primer capítulo nos hace entrever —o más bien, suponer, ya que la novela es también el espacio para la fabulación individual—, no se nos ofrece mucha acción, sino más bien un condensado de eventos, una sucesión que es consecuente con la idea del viaje. Atrás, en el camino, en la carretera, quedan los rostros y las voces que no sabemos si volverán a encontrarse con el protagonista; como tampoco sabemos cuál es el destino de Gabriel, qué significa su regreso a casa. Hablar en la escala de las suposiciones nos hace emborronar cuartillas en blanco, pero no obstante se disfruta el hecho de no saber, el hecho de intentar que un evento se hile coherentemente con el otro, el hecho de imaginar un espacio nuevo para la posibilidad que cada lector, activamente, conduce en su cabeza.
Es por eso que este primer capítulo —si bien no parece mostrarnos mucho de la trama, sino que transcurre como un develado paulatino de su protagonista— cumple su objetivo: centrar una historia bajo la lupa del espectador, colocar al personaje en el centro de la duda y de la indagación. Aunque la acción parezca demorada, lo cierto es que vamos observando a Gabriel en un cúmulo de situaciones/sensaciones, lo testamos como sujeto en el instante en que cuida a la niña desconocida en la gasolinera y construye para ella un mundo de fantasía con el papel.
Esta niña es también un punto importante en la progresión de este primer capítulo. Anacrónica hasta cierto punto, con su tutú y sus rizos, es un personaje que nos permite ahondar en el mundo interior de Gabriel, en su interacción con otros espacios que no sean los de la soledad en su memoria o los de la soledad en el viaje en carretera.
Siempre he creído que una gasolinera es un espacio peculiar para la acción. En los registros de nuestra memoria como espectadores, no pocos filmes han comenzado —o culminado— en un lugar semejante. Una gasolinera es también un espacio simbólico que invade la quietud (o la violencia) de la carretera, es un lugar de encuentro para el viajante y, hasta cierto punto, también uno de reposo. En un sitio semejante interactúan todo tipo de personas por un breve momento y, de esas interacciones, se gesta una acción que no es tanto externa y visible, sino interna: la acción propia que los personajes llevan en lo más profundo de su cadena sensorial. Elegir este espacio fue una acción valiente del narrador. Una elección que pudo haberlo llevado con facilidad al imaginario lugar común de la mente del espectador; asunto que evita con buen tino al introducir a la niña del tutú en la acción (de hecho, buena parte del progreso dramático reposa en ella durante el tiempo que comparte con el protagonista), al permitir que Gabriel interactúe con ella, al desarrollar la imagen —hasta cierto punto poética— en la que Gabriel transforma papel en historia, papel en fantasía, todo con tal de entretener a una niña que no conoce.
El primer capítulo de una novela siempre es un espacio de extrañamiento. Nos deja pocas señales y certezas a las cuales aferrarnos. No es error de quien narra; se trata, más bien, de este hecho: hemos cruzado la frontera de la realidad para marchar junto a los personajes a una inmersión fabulosa, una inmersión fabulante que nos conducirá a un espacio otro, sea este cual sea. Quizá Gabriel, novela de Bruno Puelles, forme parte de este viaje maravilloso o terrible, maravilloso y terrible que se transformará —en lo que duran las páginas del libro— en una vida más cierta que la propia vida real.
Bruno Puelles es novelista, traductor literario y coordinador de la revista Opportunity de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Entre sus últimas novelas publicadas están Quizá Gabriel (2020, Triskel), Nistagmo (2019, Apache Libros), que obtuvo una mención del jurado del Premio UPC en 2018, y Corvus Corax (2019, Wave Books). En el ámbito de la literatura infantil ha publicado Siete días en un planeta desconocido (2019, Dilatando Mentes) y en el de la juvenil, Concierto para orquesta invisible (2017, Tandaia). También pueden encontrarse algunos de sus relatos en antologías como Madre de monstruos (2018, Tinta Púrpura Ediciones) o Actos de F.E. (2019, Editorial Cerbero). Vive con su gato en Madrid, donde se han puesto en escena la mayor parte de sus obras de teatro. Una de ellas, Los críticos, obtuvo el segundo premio en el Certamen de Jóvenes Creadores 2017. Pese a todo, al gato nunca le han permitido ir a verlas. Puedes encontrarle en Twitter (@brunoenserio) y en su web: www.brunopuelles.com.
Quizá Gabriel
CAPÍTULO UNO
La carretera se extiende ante el parabrisas como la lengua negra e interminable de un monstruo, y Gabriel conduce directo hacia donde, en algún lugar, esperan sus fauces abiertas. Por la radio escucha la voz frágil de una cantante joven que versiona clásicos sobre los titubeantes acordes de un ukelele. Una nota de nostalgia en su canción hace que algo se cierre en el pecho de su único oyente en aquel vehículo, que se resiste a ser conmovido.
Lleva demasiadas horas conduciendo. Sus ojos vuelan hacia los carteles, buscando alguna señal que le indique que puede parar. Encuentra una gasolinera no demasiado lejos. Le basta.
Abandona el vehículo tapándose la boca con la mano para ocultar un bostezo. Se deshace del jersey con la esperanza de que el viento frío le despierte. Después, entra en la tienda para comprar algo de beber.
—Coja lo que quiera —dice la encargada—, pero tendrá que esperar para pagar. Tenemos un problema con la caja.
Toma un refresco y sale para beberlo sentado en el bordillo, frente a la gasolinera. La lata se abre con un chasquido gratificante y Gabriel lame la espuma antes de beber un trago. Deja que su mirada se pierda entre los coches aparcados y vacíos. Un inesperado rayo de sol se abre paso entre las nubes y él cierra los ojos un instante.
A un par de metros, una mujer joven habla a gritos por teléfono. Discute con alguien, probablemente su pareja. Trotando tras ella, sigue sus paseos de felino enjaulado una niña de tres o cuatro años con un tutú encima de los vaqueros y un halo de rizos rubios enmarcando su carita impaciente.
—Mamá —dice—. Mamá, mira.
La mujer no mira. Está enzarzada en una argumentación demasiado apasionada. La niña no entiende de conversaciones de adultos.
—¡Mamá! —chilla, colgándose de su brazo, y cuando ella no reacciona, se tira al suelo gritando.
—¡Alba! —la regaña ella. Tira de la capucha de su abriguito y la obliga a ponerse de pie antes de volver a desviar su atención.
Durante los siguientes minutos, la niña circula por la acera frente a la gasolinera, tocándolo todo y estorbando a todo el mundo. Su madre interrumpe su pelea cuando la situación se vuelve desesperada, pero poco a poco empieza a despreocuparse. Uno de los trabajadores de la gasolinera saca a la niña de delante de un coche y Gabriel da un respingo.
Espera a que la niña le mire y hace un gesto amplio con las manos, las palmas hacia ella. Es lo bastante extraño como para que la pequeña se quede quieta con los ojos clavados en él, desde una distancia prudencial. Entonces, se mete la mano en el bolsillo y saca un papel viejo que convierte rápidamente en un cisne. La niña sonríe. Gabriel saca otro papel. Este lo transforma en oso. Lo sienta sobre la tapa de alcantarilla que hay a su izquierda y lo pone a dormir tapándolo con la servilleta que le han dado con el refresco. El sonido de la respiración y los ronquidos del oso los hace él mismo, para darle realismo al asunto. La niña se ríe. Animado, Gabriel hace que el cisne despierte al oso quitándole la manta. El ave es rápida y se esconde detrás del bordillo. El oso se levanta, pero no ve a nadie y vuelve a acostarse. En cuanto le oye roncar, el cisne regresa para tirar de la manta.
A la niña le hace una gracia loca. Está muy atenta, demostrando que no es revoltosa cuando está entretenida. Gabriel hace el payaso para ella, aunque procura no roncar demasiado alto para no llamar la atención de los adultos. Sin embargo, al cabo de un rato, una pareja de ancianos contempla también su espectáculo entre risas y murmullos. Le señalan, sonríen, comentan por lo bajo lo absorta que está la niña. Gabriel les dirige una sonrisa un poco cómplice y un poco avergonzada.
La pequeña se acerca a él para coger el cisne. Gabriel le tiende también el oso.
—¿Cuántos años tienes, Alba? —le pregunta. Ella levanta tres dedos—. ¿Y ya vas al colegio?
La niña niega con la cabeza.
—A Infantil.
—Ah, claro. ¿Te gustan los cuentos? —Ella asiente—. ¿Sabes el de la niña que tenía un gatito?
Alba no lo conoce. En realidad, Gabriel tampoco, pero eso nunca ha sido un problema para él.
—Pues era una niña que tenía tres años, como tú, y tenía un gatito… ¿de qué color?
—Blanco —apunta Alba.
—… Tenía un gatito blanco muy malo, muy malo, que corría por toda la casa como un loco y un día rompió un jarrón que a la madre de la niña le gustaba mucho. Y entonces, cuando la madre preguntó quién lo había roto, ¡el gatito dijo que había sido la niña! Así de malo era… Entonces, ella…
El cuento se extiende durante largos minutos. Alba se sienta junto a Gabriel y se recuesta apoyada en sus rodillas, con la naturalidad de los niños pequeños. Él lanza una mirada a su madre, preocupado por que pueda alarmarse, pero ella parece inmersa en sus asuntos, así que él se limita a continuar inventando la historia a medida que narra.Las personas empiezan a salir de la tienda y a marcharse en sus coches. La caja está arreglada. Cuando parece que ya no queda mucha gente dentro, Gabriel se disculpa con Alba y se pone en pie para entrar. La niña le da la mano y le acompaña.
—Yo voy en tu coche —le dice, después de que él pague—. Y te cuento un cuento yo.
—No puede ser —le explica él.
Su madre la está llamando. La niña corre hacia ella y Gabriel aprovecha para montarse en su coche y arrancar. Las saluda por la ventanilla al dar la vuelta para salir. La niña no le ve, pero la joven madre le dirige una sonrisa un poco desconcertada, como si se preguntase cuánto tiempo ha pasado hablando por teléfono.
De vuelta a la carretera y a la música de la radio, Gabriel procura no pensar que, en el fondo, no le hubiese importado demasiado quedarse para terminar el cuento. Es mucho mejor que conducir un coche lleno de cajas y maletas hacia un lugar en el que nunca ha estado.
Colgada del retrovisor, choca de cuando en cuando contra el cristal, al bambolearse, una figurita horrenda construida con una pequeña maceta vuelta del revés, una bola de corcho que hace de cabeza y extremidades de lana trenzada. No tiene nombre y nunca se ha podido distinguir si representa a un ser humano o a otra criatura; es un misterio. Está pintada con témperas. Es un engendro decolorado por el sol, pero lleva allí ocho años y va a quedarse. Cuando el coche toma una curva, el monigote da un bandazo y Gabriel puede leer, escrito por dentro con un permanente negro y las pulcras mayúsculas de una profesora de primaria: CARMEN.
Las luces del pueblo llevan apagadas varias horas cuando Gabriel llega. Los ojos se esfuerzan en encontrar el camino entre las calles fantasmales. Le pican, un comienzo de sueño empezando a instalarse en ellos. Le sobresalta un gato que cruza la carretera; una punzada de culpabilidad por estar durmiéndose al volante.
Apaga la radio, en la que un par de locutores llevan un rato indeterminado discutiendo algo. Otro sonido invade el interior del vehículo. Gabriel lo para a un lado de la carretera y se apea. Da unos pasos, sus músculos anquilosados se quejan al despertar. Baja unos escalones, pero se detiene antes de que sus zapatos pisen la arena, gris en la oscuridad. La playa se extiende un par de kilómetros hasta que unos altos acantilados interrumpen su quietud. Son una mole negra recortada contra el horizonte. El murmullo del mar, cuyas olas rompen en la orilla, es una tormenta contra los acantilados; se puede oír desde la distancia.
El agua parece helada; una brisa fría y húmeda, cargada de sal, la espolea. La oscuridad es tal que parece haber devorado todas las pequeñas fuentes de luz, la farola del paseo marítimo, fundida; las estrellas, ocultas.
Gabriel se estremece. El olor a salitre le emociona como a cualquiera que haya pasado la infancia junto al mar, pero el paisaje es sombrío y hostil. Regresa a su coche, huyendo de la presencia sobrecogedora del agua, es un extraño en su propia casa. El coche huele a polvo y a horas de viaje. Se recoge en él, hace una consulta breve en el smartphone y conduce despacio, internándose en el laberinto de calles anchas.
Una verja cubierta por una tupida enredadera protege la fachada principal de la casa. No hay garaje, pero Gabriel aparca en la acera de enfrente. Solo hay un coche más en la calle, a varios metros de distancia. Los vecinos no se mueven mucho o tienen todos garaje, aunque en realidad lo más probable es que no haya nadie allí. Son casas de veraneo y la estación no es la apropiada.
La puerta se abre con un chirrido. El jardín es un rectángulo estrecho que parece aún más pequeño de lo que es debido a los muros que lo flanquean, separándolo de las parcelas colindantes. Al fondo, un porche modesto y la puerta principal. El chalet no es grande en sí, pero para una persona sola resulta excesivo.
Gabriel saca una a una las cajas y las coloca en el suelo junto a la puerta. Coge la maleta por último y cierra el coche. Las luces se encienden y apagan con un guiño. Arrastra la maleta hasta el porche, busca las llaves. Logra meter la correcta en la cerradura al tercer intento. La puerta se abre tras un forcejeo. Una a una las cajas van al interior de la casa. La espalda de Gabriel se queja. Suspiro.
La única planta se compone de un salón, una cocina, un baño, dos dormitorios. El salón tiene un sofá de esos que atrapan a cualquiera e intentan enredarle para dormir una siesta. También una estantería tristemente vacía y un televisor anacrónico. Gabriel visita la cocina con la caja que contiene víveres, que coloca encima de la mesa. Encuentra los plomos en una de las paredes y logra que se encienda la luz. La habitación es sorprendentemente grande, con una amplia encimera y sillas para cuatro personas. En la alacena hay azúcar, sal y aceite. Una taza de Star Wars que alguien ha olvidado. Una nota: «Estoy en el cine. P», escrita a mano.
Decide dejar para el día siguiente el orden de los útiles y alimentos que ha traído. Tiene suficiente para cenar y desayunar, pero le falta el hambre. Llena un vaso de agua; la que sale del grifo, llena de óxido, es de un intenso color rojo. Gabriel renuncia a la hidratación, a la ducha y a lavarse los dientes.
El baño es pequeño y polvoriento, pero contiene todo lo necesario para la supervivencia. Uno de los dormitorios tiene papel pintado en las paredes, el otro es el principal, con una cama de matrimonio. Son impersonales, huecos y asfixiantes. El aire está recargado, pero Gabriel no se atreve a abrir las ventanas. Se pregunta si habrá mosquitos o si el frío ya los habrá espantado.
Encuentra una manta en uno de los armarios y regresa con ella al salón. Sus cosas, que parecían demasiadas en el coche pero resultan escasas ahora, están amontonadas como exploradores atemorizados en territorio hostil. Sentado en el sofá y rodeado por ellas, Gabriel está refugiado en un fuerte. Abre la maleta, saca un libro y, porque están junto a él, dos marcos. Los coloca sobre la mesita que hay junto al sofá. Uno exhibe una fotografía de la familia de Gabriel: él mismo, una mujer y una adolescente. El otro, la misma joven pero hace más años, cuando era más bebé que niña.
Intenta no fijarse demasiado en ellas. Están allí, forman parte de él, intenta darle relevancia al asunto en su justa medida, nada más. Hay una lámpara de pie junto a la mesa. Gabriel la enchufa, la enciende y apaga la luz del techo. Se recuesta en el sofá, se arropa. Abre el libro. Este gesto siempre le transmite la sensación de que todo va bien. Si sigue teniendo tiempo y ganas para abrir un libro, la situación no puede ser desesperada.
El sofá demuestra que sus sospechas no eran infundadas: le secuestra, le absorbe y antes de terminar el capítulo está dormido, sin apagar la luz siquiera, sin quitarse las gafas, sin cerrar el libro.
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