Acabo de leer un trabajo muy interesante publicado por el New York Times, titulado “Una generación de japoneses se enfrenta a una muerte solitaria”, y que trata sobre la situación de los ancianos en Japón. Algunas ideas que maneja reportaje hablan de lo siguiente: “En un Japón donde se ha degradado el sentido de comunidad y de familia, los ancianos viven cada vez más solos, y a veces fallecen sin que nadie lo note hasta que llega el olor”.
Este trabajo publicado a la firma de Norimitsu, el 22 de diciembre de 2017, pone en evidencia el llamado neoliberalismo que incentiva la individualidad, se pierde la solidaridad, las personas se evalúan como “vencedoras” o “perdedoras” cuando la propia vida nos enseña que no siempre se gana, a veces también se pierde, y esto, por supuesto, que no es un juego de palabras.
La acción se desarrolla en Tokiwadaira, Japón, y comienza hablando de las “chicharras”, que se me ocurre que son los insectos y describe el texto cómo “se aparean, vuelan y cantan. Cantan hasta que sus cuerpos terminan en la tierra, revolcándose en esos últimos minutos, con las piernas hacia arriba”. Y esto tiene que ver con la soledad que provoca el silencio.
Acabo de cumplir 75 años, vivo solo en el piso veinte de un edificio del barrio habanero de Nuevo Vedado, y ahora mismo oigo el sonar del columpio de un parque infantil ubicado en los bajos del edificio, y eso me constata que estoy vivo y escribiendo.
Y digo esto porque los personajes de esta historia esperan los sonidos de las “esperanzas” para sentir algún ruido que los haga sentir vivos y actuantes.
Generalmente los ancianos japoneses solitarios viven en 171 edificios blancos, idénticos, sin recibir a familiares o visitantes. Muchos de los habitantes pasan semanas o hasta meses en sus pequeños departamentos sin que haya rastro aparente de su existencia en el mundo exterior. Y, cada año, algunos de ellos mueren sin que se sepa, hasta que los vecinos perciben el olor.
El gigante complejo público de viviendas, o dianche, es uno de los más grandes en Japón, que terminó siendo muy conocido por otro aspecto: las muertes solitarias de la sociedad que más rápido envejece en el mundo.
“Cuatro mil muertes solitarias al año”, decía la portada de una popular revista semanal este verano, una muestra de la alerta nacional. (Habría que decir que el calor es la causa principal de muerte en el verano japonés).
Para muchos de los habitantes en el complejo de edificios, las muertes son la conclusión atemorizante pero natural del rumbo que ha tomado Japón desde los años 60. Un enfoque casi exclusivo en el crecimiento del crecimiento económico, seguido de una situación social dolorosa, que ha erosionado el sentido de comunidad y de familia; y junto a ello, la circunstancia de que el país quedó inmerso en una espiral demográfica de envejecimiento con menos nacimientos.
El aislamiento extremo de los japoneses de mayor edad es tan común que incluso ha surgido toda una industria a su alrededor, que se especializa en despejar y limpiar los departamentos en los que son hallados los cuerpos de los ancianos en estado de descomposición. “La manera en que morimos es un reflejo de cómo vivimos”, dijo Takumi Nakawaza, de 83 años, quien ha sido durante tres décadas el director del consejo de residentes de estos edificios.
Y después de leer estas reflexiones tan trágicas, yo, que soy un hombre de 75 años, que vivo solo en un piso veinte, que cuando la escuela de frente a casa, no funciona, me lacera un silencio horrible; quisiera marcar la diferencia de cómo es el asunto en Japón y cómo puede ser en Cuba y otros países del Caribe.
Antes de entrar en detalles quisiera informarles a mis lectores que en la antigüedad, en el Japón, la hija más pequeña de la familia tenía prohibido casarse y tener familia porque debía cuidar a los padres cuando fueran viejos, quizás “aquellas aguas trajeron estos lodos”.
Lo cierto es que mi generación tiene, en sentido general y con sus dolorosas excepciones, otro punto de vista sobre el fin de nuestras vidas.
Primero tenemos amigos entrañables, algunos de ellos mueren, y los sustituimos por otros. Alguna vez alguien me dijo que la amistad había que cuidarla como a una plantita, y echarle agua y darle sol todos los días. Otro asunto es que los viejos tenemos amigos muy jóvenes. Se dice, y por desgracia no sin razón, que una parte de la juventud cubana está muy banalizada, y que no ve claro sus horizontes, pero otra no,.
Sucede como con Randy, que es un muchacho de unos 25 años, un periodista que está escribiendo su primeros cuentos y me los da a revidar, y yo lo hago con entusiasmo, porque tiene un estilo cercano al de Lezama Lima muy interesante, y además, mucho espíritu crítico, al punto de que le he dado mi nueva novela y ha hecho unas observaciones muy, pero muy interesantes, que me obligan a revisarla de nuevo de acuerdo a sus puntos de vista; o a Carlitos, que es alumno de la Universidad Pedagógica “Enrique José Varona” y tiene un proyecto literario que me pidió asesorar y lo acepté con gusto.
Tengo además a mis hijos, con los cuales conservo una magnífica relación, y recibo su ayuda siempre que haga falta.
Y además trabajo, escribo para dos periódicos literarios, Cubaliteraria es uno de ellos, edito y evalúo libros originales, soy jurado de varios concursos; en fin, estoy vivo y actuante, y no sentado en un sillón esperando a que llegue la muerte. Y siempre que halo sobre este tema me recuerdo de un cuento famoso de Onelio Jorge Cardoso llamado “Francisca y la muerte” que convoco a quien no lo conozca que lo busque y lo lea.
Hoy por la mañana una vecina de 66 años me dijo que ella tenía la mente de una mujer de veinte años, y que eso la hacía muy dinámica, y proyectaba planes que cumplía, y se proponía objetivos por los cuales trabajaba para cumpliros también. Y el problema está en la voluntad, en la decisión de no ser una víctima, en no dejarse llevar por la depresión, que es la mayor enfermedad para los ancianos, y trabajar y luchar, y vencer y a veces ser derrotado, pero siempre uno estará en la pelea.
Y no es que sea un escritor con los principales problemas resueltos. Como a todos lo jubilados el salario no me alcanza para vivir, pero ello me obliga a trabajar, la soledad a veces me seduce y abraza, pero me busco algo interesante que hacer, y ella sale volando hacia otra alma. Y además, tengo amigos, tan jubilados como yo, que organizan su vida y se van los fines de semana a las peñas bailables de personas adultas, y allí bailan, y hasta pueden encontrar el amor que también existe en la vejez, o por lo menos un sexo reconfortante que siempre será necesario a pesar de la edad.
En fin, tenemos dos conceptos muy discordantes los ancianos japoneses y los ancianos cubanos. Nosotros no nos dejamos vencer por la soledad y la nostalgia del pasado vivido, y tratamos de lograr un presente que nos estimule a vivir plenamente a pesar de los achaques. Y el problema es que como decía El Quijote a Sancho Panza: “la vida es vida hasta que llegue la muerte” y por eso hay que vivirla lo más intensamente posible, buscándole lo de interesante que tiene, y abordando, con nuestra experiencia por loa años vividos, los encontronazos que siempre nos depara.
Y cuando estemos “en baja” hay que pensar como el poeta, “que todo pasa y nada queda”, y lograr vivir intensamente hasta que llegue el sueño definitivo, que para decirlo de una manera festiva, nadie sabe que hay más allá, y quizás sea una nueva aventura de vida.
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